Si Vladímir Putin gana en su guerra de Ucrania, malo. Si pierde, también, por razones muy diferentes. Pero todas tienen que ver con la idea imperial rusa, de hondas raíces. El zar Putin recuerda a Nicolás I, que fue zar entre 1825 y 1855, en muchas cosas negativas, incluidos su iliberalismo, su tradicionalismo ruso, su apoyo a una religión ortodoxa conservadora y un uso brutal de la represión y del arma militar.
No entremos aquí a definir con precisión qué significa ganar y perder. Ganar es predominar. Tiene que ver, tras el fracaso inicial de la conquista de Kiev para instaurar otro gobierno, con conquistar territorio en el Este y Sur de Ucrania y quizá más allá, garantizar que Crimea quede en manos de Rusia y que Ucrania –o lo que quede de ella– no entre en la OTAN (aunque la Alianza, en su reciente reunión en Bucarest ha reiterado su apoyo a este deseo de Kiev). Y, claro está, ganar es preservar a Putin y su régimen. Perder es retroceder en estos aspectos.
Si gana, Putin y su régimen se verán reforzados. Y con él, otros regímenes autocráticos en el mundo. Podría verse tentado de avanzar más en su obsesión por recuperar una parte del imperio soviético (y ruso) perdido primero con el final de la guerra fría, en 1989, y, después, con la disolución de la Unión Soviética, en 1991, que el propio Putin calificó en 2005 como “la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX”. Si gana, Europa quedaría dividida en una nueva guerra fría con Rusia, no solo en Europa, sino con ramificaciones en África, América Latina y Asia Central. Esta división se sumaría a la tensión, más importante, entre EEUU y China, la otra guerra fría de carácter muy diferente, con Moscú y Pekín como socios desiguales o incluso aliados, y podría reforzar a algunos populismos extremistas en las democracias occidentales, admiradores de Putin, aunque ahora más callados o críticos al respecto.
Sin entrar en la importante cuestión de la tentación de usar el arma nuclear, si Putin pierde, pueden pasar varias cosas. Que tenga que dejar el poder, pero en unas condiciones en las que él o los que le reemplacen puedan ser aún más duros hacia dentro y hacia fuera. La oposición interna o externa parece aún poco capaz de impulsar la democracia y renunciar al imperio. Las dos cosas son irreconciliables, como vio tiempo atrás Zbigniew Brzezinski. Pero como bien apunta Orlando Figes en su excelente La Historia de Rusia, Rusia nunca ha existido sin imperio.
«Si gana Putin, Europa quedaría dividida en una nueva guerra fría con Rusia, no solo en Europa, sino con ramificaciones en África, América Latina y Asia Central»
Una derrota frente a Ucrania/Occidente puede abrir un periodo más o menos largo de inestabilidad y de violencia dentro de Rusia. La Federación Rusa, pese a su nombre, sigue siendo un imperio, más pequeño que el soviético, que se remonta lejos en la historia. La caída de los imperios provoca casi siempre conflictos y violencias, a menudo complejas, que se pueden extender por lustros. Robert Kaplan, entre otros, lo ha explicado bien en un artículo titulado “El lado negativo del colapso imperial». Para este analista “el imperio es muy despreciado por los intelectuales, pero el declive imperial puede acarrear problemas aún mayores”. No se trata de defender el imperio ruso, sino de analizar y prever posibles consecuencias de esta guerra. Sin salirnos de Europa y su vecindad, esto sucedió con el Imperio Otomano y con el Austrohúngaro (con consecuencias que perduraron hasta bastante después de finalizada la Segunda Guerra Mundial). No sucedió, sin embargo, con la Unión Soviética, en 1989-1991, cuyo fin fue bastante pacífico. Pero las guerras yugoslavas, a partir de 1991 —Ucrania no ha sido la única guerra en el “jardín” de Europa, por utilizar la nada histórica terminología del alto representante, Josep Borrell— tuvieron que ver con el fin de la guerra fría y el debilitamiento y desaparición de la URSS, aunque Yugoslavia no formara parte del Pacto de Varsovia. Quizá este desmoronamiento de la federación/imperio es lo que estén buscando algunos en Washington, en Kiev, en los Bálticos y en Polonia, entre otros. Sus consecuencias podrían generar inestabilidad en el conjunto de Europa y especialmente de la UE.
No es una especulación. Algunas cosas se están moviendo. En mayo se celebró el primer Foro de las Naciones Libres de Rusia en Varsovia, y en julio el segundo en Praga. Nació, así, un primer foro “post ruso”, si bien compuesto esencialmente por exiliados de tres decenas de regiones rusas (repúblicas nacionales y oblasts), del Volga, Siberia, el Cáucaso Norte y el Noroeste de Rusia, y formalmente organizado por organizaciones no gubernamentales ucranianas, polacas y lituanas. En el último encuentro se adoptó la Declaración sobre la Descolonización de Rusia. Cabe recordar que Stalin, aunque nacido en Georgia, hablaba de “nacionalidades no rusas”, a las que rusificó aún más a la fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, al considerar que eran los rusos quienes verdaderamente habían ganado a los nazis.
Podrían sumarse movimientos independentistas o levantamientos en Chechenia y otros lugares —la lista sería larga —, incluso en Crimea, además de lo que pueda ocurrir en la periferia de la Federación Rusa (Azerbaiyán, Armenia, Moldavia, e incluso en los Balcanes), ante un debilitamiento o vacío de poder en Moscú, con el descongelamiento de “conflictos congelados” por Rusia. Sería la continuación del desmoronamiento en 1991 del imperio ruso-soviético.
Una conclusión es que, visto desde esta parte de Europa, lo conveniente es negociar una tregua y un acuerdo de paz entre Ucrania/Occidente (la decisión, pese a lo que se diga, estará en manos de Washington más que de Kiev) y Rusia. No será fácil de conseguir, y dependerá de cuál sea la situación militar sobre el terreno. Todas las partes, aunque prefieran no reconocerlo ¿aún? abiertamente, saben que salvo que se vaya a un conflicto congelado a la coreana, tal acuerdo implicará que ambas partes cedan algo, lo que el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, rechaza de plano.
Ante esta perspectiva de negociación, surgirán –o resurgirán– divisiones profundas entre europeos. Previsiblemente entre la Nueva Europa (sin Hungría), partidaria de que Putin sea derrotado, y la Vieja Europa mucho más cauta mirando a un horizonte, probablemente lejano, en el que habrá que incorporar a Rusia, sin Putin, a un orden o un marco paneuropeo. Como prevé el analista búlgaro Ivan Kratsev, “la guerra en Ucrania terminará, y será entonces cuando veamos las verdaderas tensiones en Europa”. Y en el imperio ruso, cabe añadir.