“Mi plegaria es como una espada y mi espada como una plegaria”.
Iván Ilyin, Resistencia al mal por la fuerza (1925)
El 22 de junio de 2020 –el día en el que en 1941 la Alemania nazi lanzó la operación Barbarroja contra la Unión Soviética y el año en el que se cumplió el 75 aniversario de la derrota del Tercer Reich–, Vladímir Putin y Kiril I, patriarca de Moscú y cabeza de la Iglesia ortodoxa rusa, inauguraron en Kubinka, a 70 kilómetros de la capital rusa, la Gran Catedral de las Fuerzas Armadas. La basílica, de color kaki, similar al de los uniformes rusos de camuflaje, cubre 11.000 metros cuadrados en el Park Patriotov, una especie de Disneylandia castrense inaugurada en 2015 y en la que los niños pueden jugar con lanzagranadas. Serguéi Shoigú, el ministro de Defensa nacido en Tuvá, una región lindante con Mongolia que el Ejército Rojo ocupó en 1920, concibió su estilo arquitectónico, entre bizantino y estalinista.
Sus suelos metálicos están hechos de acero fundido de tanques y cañones capturados a la Wehrmacht. Los mosaicos de sus muros muestran grandes batallas rusas y soviéticas, las invasiones del Pacto de Varsovia de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1968, y las rusas de Georgia en 2008 y Crimea en 2014, y hasta la intervención militar en Siria en 2016. Han quedado grandes espacios vacíos en espera de futuras escenas bélicas. Gran parte de los fondos para su construcción los aportó Norilsk Nickle, la minera de Vladímir Potanin, uno de los oligarcas de la corte de Putin.
El altar y el trono
En sus primeros años en el Kremlin, Putin estuvo en contra de que se impartieran clases de religión en la escuela pública, pero desde hace años viene aumentando las subvenciones al Patriarcado de Moscú, la mayor diócesis del mundo ortodoxo. Sergei Chapnin, experto ruso en asuntos religiosos, dice que la catedral no es en realidad una iglesia ortodoxa, sino un monumento híbrido que simboliza la nueva “religión civil postsoviética” de Putin y los siloviki.
En un sermón el 6 de marzo de este año, Kiril I dijo que en Ucrania se libraba una lucha de “significado metafísico” entre una supuesta Rusia virtuosa y un Occidente en decadencia moral por sus “marchas del orgullo gay” y otras señales del “apocalipsis”. La simbiosis entre el altar y el trono no es nueva. El estatuto eclesiástico del código imperial ruso subordinaba a la Iglesia ortodoxa a los deseos –y caprichos– de su “supremo protector” y monarca absoluto: el zar.
Stalin, un exseminarista georgiano que en la guerra apeló al nacionalismo ruso para vencer al invasor, cambió la Internacional por un himno patriótico que ha heredado, con algunos cambios en la letra, la Federación Rusa. En el estadio moscovita de Luzhniki, en su primera aparición pública tras ordenar la invasión de Ucrania, Putin exaltó la figura de Fiódor Ushakov, un almirante ruso que participó en la conquista de Crimea en 1783 de manos de los otomanos y al que en 2001 canonizó la Iglesia ortodoxa, nombrándolo patrón del arsenal nuclear.
Putin recordó que el almirante, que nunca perdió un combate naval, solía decir que las “tormentas de la guerra forjaban la gloria” de Rusia: “Así era, así es hoy y así será siempre”, prometió. Y ha cumplido su palabra. En marzo, la policía detuvo a una joven a las puertas de la catedral de Cristo Salvador de Moscú por portar un pequeño cartel con un mandato bíblico: “No matarás”.
‘Russky mir’
La nueva libertad religiosa tras el largo reinado del ateísmo oficial alentó un cierto renacimiento religioso. Entre 1991 y 2008, el número de los que se identificaban como ortodoxos pasó del 31% al 72%, aunque hoy solo el 7% asiste regularmente a servicios religiosos, según el Pew Research Center. En el censo de 2019, un 60% de los mayores de 25 años se declararon ortodoxos. Entre los de 18 y 24 años, solo el 23%.
Aun así, la Iglesia ortodoxa es un valioso aliado para el Kremlin, entre otras cosas porque su “territorio canónico” se extiende por todo el Russky mir (mundo ruso), es decir, mucho más allá de las fronteras de la Federación Rusa, integrando a Bielorrusia y Ucrania. Los tres países forman, según Kiril I, una “trinidad” sagrada por su común origen espiritual en el Rus de Kiev del siglo X.
El problema es que el ultranacionalismo ortodoxo ruso está tensando las relaciones entre las 15 iglesias ortodoxas autocéfalas, que reúnen a 260 millones de fieles en todo el mundo a los que une su lealtad al patriarca ecuménico de Constantinopla, primus inter pares entre sus arzobispos metropolitas.
En enero de 2019, a petición del presidente, Petro Poroshenko, y del Parlamento ucraniano, el actual patriarca, Bartolomé I, reconoció la autocefalia de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana, que había estado bajo la jurisdicción del patriarcado de Moscú desde 1686. En respuesta, Kiril I rompió sus lazos con Bartolomé I y con las iglesias de Grecia, Chipre y Alejandría, que reconocieron a la nueva iglesia. En junio de 2016, las iglesias rusa, serbia y búlgara no asistieron al gran sínodo convocado por Bartolomé I en Creta. No solo es una cuestión de fe. Rosatom, la corporación nuclear estatal rusa, financia proyectos eclesiásticos ortodoxos en Bulgaria, Argentina, Georgia, Polonia, Serbia, Canadá y Estados Unidos, entre otros países con importantes comunidades ortodoxas.
Dilemas pacifistas
Desde el 24 de febrero, cuando comenzó la guerra de Ucrania, 160 parroquias ortodoxas de una docena de países han tomado distancias con la Iglesia rusa. No es extraño. En Kiev se encuentran templos venerados en todo el mundo eslavo. En 2018, el 42,7% de los ortodoxos ucranianos se decían feligreses del Patriarcado de Kiev y el 15,2% del de Moscú. El 43,9% dijo ser simplemente ortodoxo.
Moscú tiene casi 12.000 de sus 38.000 parroquias en Ucrania. De las 45 diócesis de Ucrania, 22 han dejado de mencionar a Kiril I en sus oraciones. Las demás se han mantenido neutrales, pero mientras más dure la guerra, esa postura se hará cada vez más insostenible. Bartolomé I ha lamentado que Kiril I se haya identificado tanto con Putin y llamado una “cruzada” a una guerra que, dice, daña el prestigio de la ortodoxia, que no apoya “la guerra, la violencia ni el terrorismo”.
Las suspicacias son mutuas. Y antiguas. El clero ortodoxo ruso siempre ha sospechado del ucraniano, viéndolo casi como un caballo de Troya de la llamada, en latín, Ecclesia Graeco-Catholica Ucrainae de rito bizantino y fiel a Roma, cuya mayor parte de fieles, hoy unos cinco millones, se concentran en zonas del oeste que estuvieron durante siglos bajo soberanía polaca y austro-húngara.
«Bartolomé I ha lamentado que Kiril I se haya identificado tanto con Putin y llamado una “cruzada” a una guerra que, dice, daña el prestigio de la ortodoxia, que no apoya ‘la guerra, la violencia ni el terrorismo’»
La independencia nacional y la emancipación religiosa son dos caras de la misma moneda. El arzobispo metropolita de Kiev, Epifany Dumenko, ha firmado una carta suscrita por cientos de clérigos ortodoxos de todo el mundo que acusa a Kiril I de “crímenes morales” y demanda que sea juzgado por herejía –y excomulgado– por el Consejo de Prelados de las Iglesias Orientales, el máximo tribunal de justicia eclesiástico ortodoxo.
El jefe de la iglesia ucraniana fiel a Moscú, metropolita Onufriy Berezovsky, ha pedido a Kiril I que interceda ante Putin para que ponga fin a la guerra. Muchos ucranianos critican, sin embargo, que en sus sermones cite solo los pasajes pacifistas de los Evangelios. “Recemos y actuemos”, recomienda, en cambio, Epifany. Para ambas iglesias se trata de una cuestión existencial. Si Ucrania se impone en la guerra, la Iglesia fiel a Moscú tendrá los días contados. Y viceversa.
Cisma universal
Las repercusiones del conflicto están reverberando por todo el mundo cristiano. Rowan Williams, exarzobispo de Canterbury, entre otros muchos teólogos, han pedido la expulsión de la Iglesia ortodoxa rusa del Consejo Mundial de Iglesias, que congrega a 352 denominaciones cristianas. La Conferencia de Iglesias Europeas, con sede en Ginebra, ha deplorado también el apoyo de Kiril I a la guerra. El Consejo de Iglesias y Organizaciones Religiosas, que agrupa a cristianos, musulmanes y judíos, ha denunciado, por su parte, la “injustificada crueldad” de la agresión rusa.
El papa Francisco ha recibido tres veces a Putin en el Vaticano, con el que Rusia restableció relaciones diplomáticas plenas en 2010, intercambiando embajadores por primera vez en casi un siglo. En 2016 en La Habana, también en la primera vez que un obispo de Roma se reunía con un patriarca de Moscú, Francisco firmó con Kiril I un documento sin duda histórico, pero que a influyentes vaticanistas les pareció imprudente, tanto por su contenido como por la forma.
La guerra ha borrado ahora todos los matices. El 2 de marzo, monseñor Stanislaw Gadecki, presidente de la Conferencia Episcopal polaca, dirigió una carta a Kiril I advirtiéndole de que los responsables de los crímenes de guerra tendrán que rendir cuentas, tarde o temprano, ante la justicia o ante en un tribunal “del que nadie puede escapar”.
Cuerdas flojas verbales
Francisco dijo a la prensa en su reciente viaje a Malta que no existen guerras “santas o justas” y quien justifica la violencia con argumentos religiosos “profana el nombre de Dios”, pero sin mencionar nombres propios. Según escribe Andrea Tornelli en L’Osservatore Romano, los papas evitan nombrar a los agresores no por “cobardía o exceso de prudencia” sino para dejar siempre la puerta abierta a una eventual mediación. En la guerra de Kosovo en 1999, recuerda Tornelli, Juan Pablo II no nombró a los responsables últimos de las limpiezas étnicas serbias para mantener canales abiertos con Belgrado.
El problema es tanto moral como teológico. Las escrituras fundadoras del cristianismo muestran a Jesús de Nazaret como un hombre que evitaba caer en las trampas que le tendían los saduceos, prefiriendo expresarse con acertijos y parábolas, caminando por una cuerda floja verbal que parecía ir tejiendo sobre la marcha para conciliar aspiraciones contradictorias que aun siguen planteando dilemas irresolubles a sus seguidores.
Excelentes conocimientos históricos y presentes…
Recopilación solo para entendidos