La imposibilidad de Libia de convertirse en una nación no se debe al tribalismo, sino que este adquiere fuerza porque el Estado está totalmente ausente.
Libia es un país roto, un escenario caracterizado por múltiples centros de poder y por la proliferación de alianzas locales. Dos gobiernos compiten por la supremacía: uno en Trípoli que intenta disimular sus tendencias islamistas con el fin de coquetear con Occidente, y otro en Tobruk que goza de mayor consenso internacional. Ambos están inmersos en una lucha interminable por el control del gas, el petróleo y los recursos. Si bien durante la revolución de 2011 los libios estaban unidos contra Muamar Gadafi, solo cuatro años después, parecen irremediablemente divididos incluso cuando se enfrentan a lo que resta de su enemigo común. Esto ha quedado patente a finales de julio con la condena a muerte a Saif el Islam, el hijo de Gadafi, por un tribunal de Trípoli después de un juicio rudimentario criticado como ilegítimo por los políticos de Tobruk. Para complicar las cosas, hay otros agentes que desestabilizan los mecanismos políticos locales: las influyentes milicias de Zintan y Misrata, la coalición islamista Amanecer Libio, las representaciones locales del grupo Estado Islámico, y el general Jalifa Haftar con su Operación Dignidad contra el islamismo local. Sin duda, la disensión es el rasgo clave del país.
En el complejo cosmos de los poderes en conflicto, hay un agente de fragmentación particular que parece más fuerte y generalizado que el resto: el tribalismo. Las alianzas tribales tiñen las relaciones entre las diferentes facciones libias, de manera que se pueden encontrar miembros de las tribus en las milicias, en los grupos islamistas e, incluso, en el tejido de los dos gobiernos. Tanto los grupos locales del general Haftar como los yihadistas buscan constantemente apoyo tribal, al…