El impasse actual y la indecisión internacional benefician al EI y a las milicias armadas. La ONU y la UE tienen que replantearse sus objetivos y las formas de llevar a cabo su mediación.
El derrocamiento del régimen de Muamar Gadafi en marzo de 2011 sumió a Libia en la anarquía y la convirtió en un centro neurálgico del tráfico de personas con destino a Europa. La guerra librada por algunos países occidentales y la OTAN, en la que Francia y Gran Bretaña desempeñaron un papel esencial, destruyó el embrión de Estado libio, creando las condiciones para la implantación de una rama magrebí de Daesh. Los bombardeos de la OTAN diezmaron a las fuerzas armadas libias, y se creó así un vacío que las milicias armadas de diferentes tendencias se apresuraron a cubrir.
El 8 de agosto de 2012, tras las primeras elecciones parlamentarias del 7 de julio de 2012, el Consejo Nacional de Transición (CNT) establecido en Libia, traspasó sus poderes a la nueva asamblea que surgió de las urnas, el Congreso General Nacional (CGN). Fue el inicio de la primera transición después de más de 40 años de dictadura. Una gran mayoría de los diputados, 120 de un total de 200, eran “independientes”, y 80 pertenecían a partidos políticos con una escasa base social.
Muy pronto surgieron graves problemas políticos que paralizaron el funcionamiento de esta primera asamblea, especialmente la oposición entre islamistas y liberales republicanos, dos corrientes que desempeñaron un papel clave en la revuelta de febrero de 2011. También se reavivó el conflicto histórico que enfrenta al Este y al Oeste, a Bengasi y a Trípoli. Otra de las divergencias estaba relacionada con la definición del régimen político: los islamistas querían un régimen parlamentario, mientras que los republicanos defendían el principio del régimen presidencial. Esta oposición…