La convocatoria electoral del 7 de noviembre en Nicaragua ha constituido un escaparate del autoritarismo en el que Daniel Ortega ha instalado al país centroamericano. Desde el estallido social de 2018, se ha profundizado el proceso de autocratización del país. Aquellas protestas fueron contestadas por el régimen con elevados niveles de represión, a la vez que los derechos y libertades políticas se han visto progresivamente recortados.
También el funcionamiento de las instituciones da pruebas del abandono de la democracia en Nicaragua. El aparato del Estado lleva a cabo prácticas corruptas, se rige con criterios de toma de decisiones y de asignación de recursos carentes de toda transparencia y predictibilidad. Esta arquitectura institucional, se completa con un poder judicial que no es independiente y un legislativo supeditado al ejecutivo.
En este escenario, se prepararon y desarrollaron los recientes comicios presidenciales y parlamentarios que han violentado muchos de los estándares de calidad electoral. El órgano electoral ha sido instrumentalizado y vaciado de su función de árbitro. La oposición no ha podido concurrir, por lo que no ha habido competición en sentido estricto. Los líderes han sido perseguidos y muchos están encarcelados o exiliados. Los partidos contrarios al régimen han sido, de una forma u otra, inhabilitados. Para todo ello se ha recurrido a la aprobación de sendas leyes que condicionan la presentación de candidaturas a una interpretación ambigua e instrumentalizada de quiénes son agentes extranjeros y traidores a la patria; así como la libertad de expresión, en este caso, por internet. A su vez, la ausencia de censo electoral actualizado, así como la falta de procesos claros y confiables en el recuento de votos, son otros de los déficit democráticos señalados meses atrás por organizaciones nacionales y por la Organización de Estados Americanos (OEA). Por todo ello, no ha habido observación internacional ni prensa internacional autorizada para cubrir estas “elecciones”.
El Consejo Supremo Electoral ha declarado que la candidatura de Ortega (presidente) y Rosario Murillo (vicepresidenta) ha ganado con un 75% del voto. El porcentaje de participación declarado oficialmente, 65%, ha sembrado dudas en la prensa y comunidad internacional. Dicha cifra contrasta con las imágenes que dejaba el día electoral, con plazas, calles e inmediaciones a los colegios electorales con mucha menor afluencia que en anteriores citas electorales.
La jura como presidente de la república por parte de Ortega en las próximas semanas le consagrará en el poder por cuarto mandato. Además de la orquestación electoral descrita, la nueva presidencia de Ortega será posible por la polémica retirada, años atrás, de la limitación de la reelección presidencial que regía en Nicaragua.
«La participación oficial del 65% ha sembrado dudas en la prensa y comunidad internacional; la cifra contrasta con las imágenes del día de las elecciones, con plazas, calles e inmediaciones a los colegios electorales con mucha menor afluencia que en anteriores comicioss»
En lo referente al sistema de partidos, los medios de los que se ha valido para permanecer en el poder desde 2007 (aunque ya durante la revolución sandinista fue presidente, entre 1985-90) confirman un sistema de partido único. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) dispone de todas las ventajas institucionales que distorsionan el requisito democrático de una competencia electoral abierta y libre con el resto de partidos. Además, un conjunto de organizaciones que forman parte de la órbita política del sandinismo-orteguismo son controlados mediante intercambios clientelares y negociaciones de cuotas de poder. En oposición a ellos, durante los últimos años diversos partidos y movimientos se ha confrontado abiertamente con el sandinismo intentando generar bloques y alianzas, en gran medida, como una reacción al endurecimiento de la limitación de las libertades de expresión y de asociación. Sin embargo, no se ha logrado la unidad entre estas iniciativas de la oposición. Ello ha generado desconcierto entre la ciudadanía y un descrédito aún mayor hacia las organizaciones partidistas.
La desestructuración programática de los partidos políticos en Nicaragua es destacable. Dentro del FSLN existe un proyecto personalista con políticas alejadas de la ortodoxia comunista que se mantiene gracias a la alianza con sectores económicos del país en lo que ha devenido una suerte de autoritarismo corporativo. En el resto de partidos, la lucha contra el régimen ha postergado la proyección de un ideario que pueda ser identificado con claridad por los electores y que permita generar vínculos entre la sociedad y los partidos. La vinculación de los partidos con los movimientos sociales se ha convertido en un componente central de la reorganización partidista nicaragüense, especialmente a partir del estallido social de 2018.
A la preocupación por la escalada de la represión y la persecución que ha golpeado a muchos hogares en Nicaragua, durante estos últimos meses una gran parte de la sociedad se ha debatido entre votar o abstenerse, al tiempo que se preguntaba cómo respondería la comunidad internacional a los resultados electorales.
Una vez concluidas las elecciones, se abren diversos interrogantes para Nicaragua. La cuestión más urgente es la relativa a los derechos humanos de los presos políticos, que provienen tanto de partidos políticos como de organizaciones de la sociedad civil. Aún está por valorar la capacidad de presión tanto de los países vecinos como de la Unión Europea y de Estados Unidos. Un segundo interrogante tiene que ver con la sostenibilidad de las alianzas de tipo económico con sectores empresariales que sostenían el régimen y que hoy están agrietadas. Su recomposición puede ser una oportunidad para mover el tablero de la des-democratización, lo que podría estar vinculado a la búsqueda de un heredero político para el sandinismo. Un tercer interrogante es el relativo a la hasta ahora fragmentada oposición. Su proyección ante la sociedad ha sido en torno al eje sandinismo-antisandinismo. Pero el primero cuenta con una base social propia. De ahí que la erosión del proyecto Ortega-Murillo que perseguirían los partidos de oposición podría venir de la construcción de una narrativa que subraye los costes para la legitimidad democrática, el crecimiento económico y la confianza social que ha entrañado la utilización por parte del régimen de las instituciones y el socavamiento de la normalidad democrática.