INFORME SEMANAL DE POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 1248

‘Prosperidad común’, versión Xi

El país se encuentra ante la encrucijada que decidió ignorar a principios de este siglo, cuando ingresó en la OMC trastocando el orden económico mundial: convertirse en una gran potencia de clases medias. Para lograrlo, Xi Jinping deberá evitar, sobre todo, la pérdida de competitividad.
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El mundo cambió para siempre en 2001. Y no fue a causa de los atentados del 11-S, sino de la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC). A partir de ese momento, el país consiguió la cláusula de Nación Más Favorecida, lo que le permitió convertirse en el competidor global más fuerte. Desde entonces, los cambios económicos han sido acelerados, con una deslocalización masiva de empresas hacia China para aprovechar los bajos costes de producción del país. En el terreno político, también hubo grandes cambios: el proceso de deslocalización contribuyó a la desindustrialización de muchas regiones de las economías occidentales, hasta el punto de convertirse en uno de los principales sustentos del auge de los populismos, minando la salud de las democracias liberales.

Lo que China prometía al solicitar su entrada en la OMC no se ha cumplido por ahora: el gran crecimiento de las clases medias del país, que supondría un fuerte aumento de la demanda interna y de las importaciones procedentes del resto del mundo. La esperanza de una burguesía de más de 1.000 millones de habitantes fue suficiente para despertar la codicia de Occidente y aceptar la entrada de China en la Organización. En 2001, la República Popular tenía una economía intervenida, grandes restricciones de libertad y unas condiciones laborales draconianas. Dos décadas después, China sigue en el mismo punto, compitiendo en precios bajos y sin una clase media pujante. De hecho, la desigualdad se ha incrementado en estos 20 años, con unas élites económicas cada vez más alejadas del resto de la población. A pesar de ser una dictadura comunista, se trata de uno de los países con mayor desigualdad del mundo, lo que ha impedido el crecimiento de la demanda interna.

Además, la pandemia ha cambiado la percepción en las empresas occidentales sobre el riesgo de las cadenas de valor tan deslocalizadas, lo que les ha hecho replantearse las inversiones en el gigante asiático. Finalmente, China se encuentra ante la encrucijada que decidió ignorar a principios de este siglo.

El gobierno de Xi ha anunciado que su nuevo objetivo es ampliar las clases medias, en lo que ha bautizado como “prosperidad común”. Este nuevo paradigma significa poner en el centro de la estrategia económica al ciudadano nacional con el objetivo de impulsar la demanda interna. El proceso implica un aumento de los salarios y una mejora de las condiciones laborales –básicamente, horarios de trabajo– para que los nacionales tengan recursos y tiempo para elevar el consumo. Sobre el papel, el plan cuadra a la perfección; si mejoran los salarios y se incrementa el consumo, las empresas podrán vender más, aumentando a su vez el empleo y la inversión.

Sin embargo, si China no ha emprendido este camino hasta ahora es porque realmente tiene muchos inconvenientes. El más importante es la pérdida de competitividad. Toda la inversión que llegó al país, debido a los bajos costes y las condiciones laborales extremas, podría desaparecer a la misma velocidad. Esto implicaría un largo proceso de pérdida de capital que está por ver si puede ser sustituido solo con los recursos nacionales. El segundo inconveniente, y no menor, es que el aumento de salarios de las empresas dificulte su posición competitiva, siendo incluso vulnerables a la competencia exterior.

Lo que parece cada día más evidente es que China no puede mantener unas tasas de crecimiento próximas al 6% anual utilizando sus dos motores actuales: la competitividad en precios y el crecimiento desbocado de la deuda. Sin embargo, la transición genera innumerables dudas. Desde el propio Buró Nacional de Estadísticas se ha reconocido en los últimos días que la recuperación del país es “inestable e incierta”. De hecho, el crecimiento de la deuda se ha convertido ya en un grave problema, pues el impulso de la actividad empresarial se ha realizado sobre la base del crecimiento acelerado apoyado en el crédito barato. El último dato sobre el PIB, un 4,9% en el tercer trimestre del año, apunta ya a esta ralentización.

La política china en estas dos últimas décadas ha sido una especie de “capitalismo de Estado” con el que se ha estimulado el surgimiento de grandes “campeones nacionales” para competir con las multinacionales estadounidenses y europeas. Habrá que ver cómo reconduce Pekín a estos gigantes y, sobre todo, a las élites económicas resultantes. Ahora tienen que compartir su riqueza con el resto de la población y asumir este cambio sin generar problemas políticos. ●