Egipto: ¿mejor el régimen conocido que la alternativa por conocer?
Alaa Al Aswani es una de las plumas más conocidas y brillantes de Egipto. Con El Edificio Yacobián (Maeva, 2007) consiguió retratar el día a día, las aspiraciones, los demonios y las contradicciones de los varios grupos de la sociedad egipcia que residían en ese edificio del centro de El Cairo. Su postura política es a día de hoy profundamente controvertida: el escritor apoyó sin ambages la revolución de 2011, que derrocó a Hosni Mubarak, y plasmó sus reflexiones inmediatas en Egipto: Las claves de una revolución inevitable (Galaxia Gutenberg, 2011). No obstante, también defendió el golpe de Estado de julio 2013, que expulsó del poder a los Hermanos Musulmanes, en gran parte haciendo suyas muchas de las visiones pesimistas de los personajes de su nuevo libro, La república era esto (Anagrama, 2021), sobre la capacidad y voluntad de la sociedad egipcia de luchar contra la tiranía. El título en inglés de esta obra, The Republic of False Truths, refleja la falsa dicotomía a la que muchos liberales se aferraron para justificar la descarnada violencia ejercida contra los Hermanos Musulmanes y sus seguidores a partir de entonces. Esta legitimación no ha impedido que la novela haya sido censurada en Egipto y en gran parte del mundo árabe. Tampoco frenó su exilio del país.
La resistencia a la transición
La república era esto repasa con minuciosidad los acontecimientos previos y coetáneos a los 18 días de levantamiento que encontraron en la Plaza Tahrir su epicentro y en el derrocamiento de Mubarak su culminación. Los pasajes suscitan sonrisas, levantan suspiros y arrancan lagrimas entre todos aquellos que vivieron esos gloriosos días en el terreno o en la distancia. Relata con detalle los puntos de inflexión del proceso que han cincelado el imaginario colectivo de aquellas movilizaciones masivas: el papel de la lucha sindical, el catártico asesinato de Khaled Said mientras se hallaba bajo custodia policial, el estímulo de los jóvenes desde las universidades y la ilusión generada entre varios segmentos de la sociedad, la llamada batalla de los camellos, en la que partidarios de Mubarak atacaron a manifestantes montados en esos animales, la retirada del Faraón, las pruebas de virginidad a decenas de mujeres, la masacre de Maspero que avivó las tensiones de la transición hacia la democracia… Todo ello con el telón de fondo de unas élites militares, políticas, económicas y religiosas desesperadas por mantener sus privilegios a expensas de la justicia social que demandaban los que osaron movilizarse. Aunque estos últimos consiguieron romper la barrera del miedo, en lo que fue un logro central para los levantamientos en toda la región, se vieron progresivamente vilipendiados y demonizados a través de los medios de masas y la sensación de inseguridad, atizada desde las más altas esferas, que atenazaba a muchos egipcios de a pie.
«El libro refleja la violencia que invadía cada hogar, cada esquina, cada suspiro bajo el régimen egipcio»
El libro habla de valentía, de nacionalismo, de dignidad, de amor, de esperanzas, de familia, de miedo al cambio, de ínfulas, de poder, de impulsos, de orgullo, de renaceres y de piedad genuina o fingida. Pero sobre todo refleja la violencia que invadía cada hogar, cada esquina, cada suspiro bajo el régimen egipcio. Era la violencia corpórea de la represión sistemática o la desigualdad heredada, pero también la más simbólica de las reglas sociales o las obligaciones familiares. La denominación “régimen de Mubarak” ignoraba la realidad sobre la que arroja luz la radiografía de algunos oficiales y partidarios del mismo en la novela: las raíces del régimen muchas veces definido como deep state eran —y son— mucho más profundas que cualquier liderazgo personalista una vez muerto Gamal Abdel Nasser. No por nada 18 días bastaron para dejar caer al Raís tras treinta años en el poder.
Un cierto fatalismo
En lo que bien podría ser una obra coral o una autobiografía en la que plasma sus disquisiciones, Al Aswani entremezcla las voces de diferentes personajes, que aspiran a convertirse en representantes de varias figuras de la heterogénea sociedad egipcia, aunque en ocasiones rehace en estereotipos y en un formato de folletín que despierta mayor interés por el futuro sentimental de los protagonistas que por el del gigante árabe. En el décimo aniversario de los levantamientos antiautoritarios que sacudieron el mundo árabe, el libro alienta implicitamente a echar la vista atrás para entender que ocurrió en Egipto tras 2011. Lo hace con un cierto tono fatalista perfectamente plasmado en el título, una postura que adoptan demasiados al reflexionar sobre el pasado, presente y futuro del país, muy particularmente recurriendo a la equidistancia frente a la elección de Mohammed Morsi como primer presidente democrático del país y la matanza de Rabaa’ un mes después de su derrocamiento. Al igual que ocurre con los sentimientos religiosos de millones, la postura, la historia y la agencia de la Hermandad son los grandes ignorados —o incluso ridiculizados— de la obra. Difícilmente puede ser atribuido a un descuido.
La conclusión derrotista, y probablemente paternalista, del escritor llega de la boca de uno de sus personajes, un antiguo activista comunista reconvertido en director de fabrica: “El pueblo egipcio no va a levantarse, y si lo hace, fracasará su revolución, porque está asustado y sometido al poder”. Varios análisis hacían referencia esos años al “partido del sofá”, aquellos egipcios que fueron testigos del levantamiento únicamente a través de sus televisores, y albergaban sentimientos ambivalentes hacia sus perspectivas de futuro. El general Alwani, uno de los personajes estrella, deja clara esta visión: “Nuestro pueblo es ignorante y tiene una mentalidad atrasada. La mayoría de los egipcios no saben pensar por si mismos”. Gracias a este y otros dispositivos, el volumen traslada la reflexión de que los jóvenes revolucionarios tenían razón en su diagnóstico, pero no solo eran una minoría, sino que su idealismo colindaba casi permanentemente con la ingenuidad. No fueron conscientes, se insinúa, de la enormidad de los obstáculos (simbolizados por el “Aparato”) que confrontaban, ni entendieron por qué sus antecesores no osaron levantar la voz. A pesar de que el libro se mofa de las teorías de la conspiración en las que el régimen basa su propaganda, el destino de estos revolucionaros parece grabado desde el principio.
Cirujanos de hierro que se pueden vencer
La novela nos ayuda asimismo a entender cómo y por qué la violencia estructural sigue representando una realidad hoy en día en Egipto, en lo que es definido como un contexto aún peor que el anterior a 2011. Así lo atestigua el número de detenidos, juzgados y ejecutados y la sobrepoblación de los cárceles incluso en un periodo de pandemia global. De ello dan fe las condiciones económicas que, muy particularmente tras las reformas estructurales que en 2016 inflaron los precios y los niveles de pobreza que, combinados con una inagotable percepción de corrupción, llevaron a nuevas protestas en el otoño de 2019. La violencia también fundamenta la instrumentalización de la religión y los valores sociales por parte del régimen, que ha llevado por ejemplo al enjuiciamiento de jóvenes tiktokers por trata de blancas. Mientras, Abdel Fatah al Sisi impulsa una agenda exterior más asertiva y capitanea proyectos faraónicos, en ambos casos logrando desviar la atención de su pueblo y los medios internacionales.
Las condiciones, sobre todo materiales, siguen siendo propicias para un levantamiento popular, pero los militares no se han limitado a una estrategia reactiva. Han parapetado el régimen reforzando sus vínculos con círculos concéntricos de élites cercanas al núcleo. Han erigido una nueva barrera del miedo, de la mano –y gracias a la financiación y complicidad– de otros actores contrarrevolucionarios en la región. Por si esto fuera poco, cuentan con la complacencia de un Occidente obsesionado con la seguridad, más preocupado por los flujos migratorios y lo que percibe como inestabilidad en la vecindad que por las violaciones de derechos humanos. Esta postura, profundamente cortoplacista, no parece dispuesta a trazar los vínculos entre la violencia estructural a la que se ven sometidos pueblos como el egipcio y el continuum revolucionario de los levantamientos de 2011 que se ha hecho sentir en Argelia, Irak, Líbano, Sudán y algunos de los propios países protagonistas de la ola en aquel momento, como el país del Nilo.
Si algo nos enseñaron aquellos meses es que los cirujanos de hierro no son invencibles y que, si bien las élites aprenden algunas lecciones, también lo hacen los ciudadanos que luchan por una vida justa y digna. Al Aswani, como tantos otros, quizá se aventura al juzgar tanto la incapacidad de resistencia de su pueblo como el fracaso inapelable de la revolución de 25 de enero. Cuando vuelva a sorprendernos el momento del cambio, el cinismo no servirá de mucho.