La administración presidida por Joe Biden está sorprendiendo por la rapidez y el alcance de las medidas adoptadas en sus primeros 100 días. El paquete económico y social impresiona por su magnitud (aunque muchos analistas advierten de su más que probable impacto inflacionista); su apuesta por la vacunación masiva del Covid-19 está dando buenos resultados y contrasta con la errática política de la anterior administración; su voluntad de liderar la lucha contra el cambio climático volviendo al Acuerdo de París es muy clara, y su cambio en la política migratoria puede tener efectos reales a medio plazo, aunque no exentos de problemas muy serios a corto, como la entrada de menores no acompañados. El encargo a la vicepresidenta, Kamala Harris, de abordar el problema es reflejo de la relevancia del mismo para la política interior.
Pero los cambios afectan también a la política exterior. El anuncio de retirada de Afganistán antes del 11 de septiembre 20 años después (el conflicto más largo en la historia de Estados Unidos) o el tímido inicio de la vuelta al pacto nuclear con Irán, son buenos ejemplos de retorno al multilateralismo. Pero quizá lo más relevante es el cambio de lenguaje en la relación tanto con China como con Rusia.
En cuanto a Rusia, la imposición de importantes sanciones (coordinadas con Reino Unido y la Unión Europea) tanto por el caso de Alexéi Navalni como por la situación de Crimea, y la calificación de “asesino”, refiriéndose a Vladímir Putin, se añaden a un evidente endurecimiento del lenguaje de la OTAN y de la propia administración estadounidense en relación a una nueva intervención rusa en Ucrania o frente a cualquier amenaza directa o velada a las repúblicas bálticas. De ahí también la necesidad de reforzar la OTAN y el vínculo atlántico, en contra de la posición de Donald Trump.
«La retirada de las tropas rusas en la frontera con Ucrania (aunque puedan volver en cualquier momento) es un síntoma de la nueva postura más firme de EEUU»
El mensaje es claro: Occidente no va a mirar hacia otro lado frente al expansionismo agresivo de Rusia y hay unas líneas rojas que no deben traspasarse. La retirada de las tropas rusas en la frontera con Ucrania (aunque puedan volver en cualquier momento) es un síntoma de esta nueva postura. Pero no hay que descartar en absoluto nuevos focos de tensión, como en el llamado corredor de Suwalki, que conecta Bielorrusia (y Rusia) con el enclave en Kaliningrado, y que constituye la única frontera terrestre (de menos de 100 kilómetros) entre las repúblicas bálticas y Polonia y el resto de la UE.
El riesgo de una escalada y de un retorno a la dinámica de la guerra fría, con despliegues mutuos de misiles de corto y medio alcance, es creciente. Y está en juego también la continuidad de los compromisos mutuos sobre misiles intercontinentales. Pero es el coste que Biden está dispuesto a asumir.
En el caso de China, Biden busca sumar a la UE en su confrontación global con Pekín, abandonando tentaciones de equidistancia. El activismo desplegado con los aliados en el Indo-Pacífico, reforzando el QUAD (con Japón, Australia e India), enfatizando el papel de Japón en la región (de hecho, el primer ministro nipón, Yoshihide Suga, ha sido el primer mandatario extranjero recibido por Biden) y fortaleciendo la cooperación estratégica, militar y de intercambio de inteligencia con India, son claros ejemplos de la determinación estadounidense de contener el expansionismo cada vez más agresivo de China y de mantener e incrementar su presencia militar, incluyendo un compromiso explícito con la defensa de Taiwán. El establecimiento de sanciones (a las que se ha incorporado también la UE) se suma a esa nueva posición política.
A ese activismo cabe añadirle, de nuevo, el lenguaje, como se ha visto recientemente en la reunión de Alaska entre los dos países. Por lo menos en la parte pública, y de manera consciente, se intercambiaron duros reproches a raíz de la posición estadounidense en defensa de los derechos humanos frente a sus violaciones en Tíbet, Xinjiang o Hong Kong, o la defensa de la democracia, como elementos que no cabe circunscribir a la política interna de los países, en contra de la posición oficial de China.
Y al igual que la dureza contra Putin, el propio Biden, refiriéndose a Xi Jinping, ha hablado de un personaje que piensa que la democracia no tiene futuro y que la autocracia es la vía, rematando que Xi “no tiene un hueso democrático en su cuerpo”, aunque sea “un tipo muy listo”.
En este contexto, conviene no olvidar que el anterior responsable militar estadounidense en el Indo-Pacífico, el almirante Philip S. Davidson, advirtió hace poco de que la amenaza china sobre Taiwán se cumplirá esta década, en los próximos seis años. Desde luego, el lenguaje chino al respecto es inequívoco, cuando Xi se refiere a que hay que estar preparados para la guerra y que la incorporación de Taiwán a China es irrenunciable. En cualquier caso, las tensiones –y el riesgo de incidentes potencialmente peligrosos– son crecientes, en una dinámica de acción-reacción que parece imparable.
El lenguaje de la guerra fría –y las tensiones concomitantes– está volviendo. El mundo es cada vez más peligroso e incierto, pero es el precio que la administración de Biden está dispuesta a pagar en defensa de nuestros valores e intereses.
Lenguaje y hegemonía
En un ya muy lejano 1983, Ronald Reagan, refiriéndose a la Unión Soviética, utilizó el término “imperio del mal”. Un lenguaje duro que ponía fin a la llamada détente entre los dos bloques, basada en la “coexistencia pacífica” derivada de la constatación de que ambos estaban condenados a una especie de empate permanente. Reagan apostó por situar EEUU en una posición estratégicamente superior a la URSS –con el despliegue de misiles en Europa Occidental y el desarrollo de los escudos antimisiles intercontinentales– que convencieran a Moscú de que su pugna por la hegemonía global no tenía futuro, a la espera del colapso de un sistema político, económico y social como el soviético, incapaz de seguir el ritmo de Occidente. La historia le dio la razón.
El cambio en el lenguaje iba acompañado, pues, de una clara reorientación estratégica basada en la confianza en las propias fuerzas, el refuerzo de las capacidades defensivas hasta conseguir una clara superioridad, y también en la convicción de que esa superioridad descansaba también en los valores de la democracia y la libertad.
Cabe preguntarse ahora si el cambio en el lenguaje por parte de Biden va acompañado de esa renovada apuesta por hacer lo necesario para mantener la posición de EEUU frente al desafío de China por sustituirle en la hegemonía global y, asimismo (como así parece), por la vuelta a la estrategia reaganiana de confrontar sistemas políticos, económicos y sociales y, por tanto, principios y valores.
Lo que sí parece evidente es que, a diferencia de Trump, Biden cree firmemente en que esos objetivos requieren de un fortalecimiento de las relaciones con los aliados, para ir conformando de nuevo un bloque de países democráticos frente a los regímenes autoritarios que constituyen su principal amenaza.
Vuelve la historia y el lenguaje. Lo que no sabemos es si se repetirán sus consecuencias.