Ahora que celebramos el 70º aniversario del Tratado de París que creó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, no está de más recordar que la Unión Europea actual no se ha construido de forma lineal y gradual, sino que la integración ha conocido periodos de estancamiento y de aceleración. No creo exagerar cuando digo que la entrada de España en 1986 coincidió con un periodo de cierta euforia en el proceso de integración europea. En unos pocos años reformamos varias veces los tratados para crear el mercado interior, los fondos de cohesión, el estatuto de ciudadanía europea, el euro o el espacio Schengen.
Sin embargo, el fracaso del proyecto de tratado constitucional de 2005 inauguró una década durante la cual la UE ha encadenado diferentes crisis que han puesto de manifiesto que esa construcción acelerada durante los años noventa fue positiva pero incompleta. No estábamos preparados para situaciones extremas. La crisis financiera de 2008, a la que siguió a partir de 2010 una crisis de deuda soberana, puso en peligro el euro. La crisis de refugiados de 2015 amenazó la libre circulación y la eliminación de las fronteras interiores. El Brexit en 2016 confirmó que el proceso de integración hacia “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” es reversible e incluso frágil.
Así llegamos a la pandemia. El año 2020 ha supuesto un reto para muchos de nosotros. Para nuestras familias, para nuestras empresas, para nuestros sistemas sanitarios, para nuestras democracias. Para la UE –me atrevo a decir– ha sido un desafío existencial.
Tras unas primeras semanas caóticas en marzo de 2020, durante las cuales los gobiernos nacionales entraron en pánico y cada uno trató de salvar “a los suyos”, no pocas voces volvieron a vaticinar el fin o, por lo menos, el estancamiento…