Al contrario de lo que uno podría imaginar, los efectos económicos de la pandemia de la Covid-19, aun siendo de una intensidad jamás vista en el conjunto de la región en los últimos 40 años, han tenido una distribución muy asimétrica entre los países del sur del Mediterráneo. Las tasas estimadas de crecimiento económico para 2020 fluctúan entre el 3,5% para Egipto y el -7% para Marruecos y Túnez (FMI, 2020), sin incluir aquí los valores proyectados para economías como la libia y la libanesa que acarrean contracciones del producto agregado muy superiores a consecuencia de conflictos políticos y civiles, que nada tienen que ver en su origen con la pandemia. La única economía que ha crecido durante este periodo en la región ha sido la egipcia por la laxitud en las medidas de restricción impuestas y los ajustes macroeconómicos anteriores a la pandemia.
Sin duda, la magnitud de estas caídas de la producción agregada se debe, en primer lugar, a la intensidad de las medidas que han restringido la actividad económica a lo largo de 2020. Es resultado también del impacto de estas medidas en la estructura sectorial de las economías y a la exposición de estas a otros mercados que hayan visto fuertemente mermada su actividad económica, como el europeo.
Así pues, Marruecos o Jordania, países que han impuesto enormes restricciones a la movilidad y a la actividad económica desde marzo de 2020 en aras de la seguridad sanitaria, contrastan con otros como Egipto con una política de restricciones mucho más laxa y con un tejido económico de mayor tamaño y, por ende, más resiliente a los choques ocasionados por la pandemia. En el conjunto del área del sur del Mediterráneo, los sectores económicos que dependen de una mayor movilidad como el comercio o la inversión extranjera, el turismo y las remesas son los más golpeados por la pandemia y los que causan mayores pérdidas en el producto agregado. Ello sin contar que en estos países la evolución económica también depende en gran medida de los precios de las materias primas, en particular de los hidrocarburos, tanto para los exportadores –Argelia y Libia–, como para los importadores –el resto–, lo que ha tenido su incidencia en el crecimiento económico a razón de la volatilidad de los precios y demanda experimentada a lo largo de 2020.
Retos estructurales de índole socioeconómica
Sería extremadamente simplista achacar los problemas a los que deben hacer frente estos países a los meros efectos perversos de la pandemia sin tener en cuenta el abanico de retos de índole socioeconómica y de desarrollo humano a los cuales se enfrentan desde hace más de una década. En efecto, estos retos estructurales limitan enormemente el progreso en de-sarrollo humano y ponen de manifiesto que el crecimiento económico experimentado en la mayoría de países del Sur del Mediterráneo en las dos últimas décadas no ha sido inclusivo (FMI, 2018). Los ámbitos en los cuales discurren estos desafíos son los siguientes:
– el mercado de trabajo en la región demuestra una incapacidad manifiesta para crear suficiente ocupación sostenible y de calidad que permita absorber toda la oferta de mano de obra existente, en particular de los jóvenes graduados que buscan salidas desesperadas como la emigración hacia Europa y los países del Golfo. La tasa de paro juvenil en la región se sitúa de media alrededor del 30% y ha permanecido invariable, en algunos casos con tendencia ascendente, en los últimos 10 años (OIT, 2020). Teniendo en cuenta que la población joven (15-29 años) representa algo menos del 30%, una proporción sobre el total de la población nada menospreciable, el doble que la de jóvenes en economías de la OCDE, su exclusión del mercado de trabajo puede considerarse como el primer factor de inestabilidad política, social y económica en la región y el primer factor que explica la emigración de los jóvenes, aun a riesgo de arruinar sus propias vidas;
– la economía informal llega a tasas tan elevadas, como el 34% del PIB y el 71% de la ocupación en Líbano o el 63% de la ocupación en Marruecos (GiZ, 2019). Este sector precariza el mercado laboral e invisibiliza a sus ciudadanos, los excluye de cualquier tipo de protección y derechos sociales, perpetuando su exclusión del sistema económico regulado y disminuyendo la necesaria movilidad social que debe existir en cualquier estructura económica;
– la exclusión de la mujer de la economía en los países del Sur del Mediterráneo con las tasas de participación femenina en el mercado laboral más bajas del mundo, que se sitúan alrededor del 20% (Banco Mundial, 2020), entre 40 y 50 puntos por debajo de las tasas de participación de la fuerza laboral masculina. Este hecho no solo excluye a casi la mitad de la población de su contribución a un desarrollo inclusivo, sino que condena a muchas mujeres a la pobreza, la exclusión social y la dependencia del hombre en el marco de una estructura social y familiar anacrónica y que no garantiza la igualdad efectiva. Esta situación tan gravosa para las mujeres se ve acrecentada por marcos legales que no siempre contemplan la igualdad de género y la lucha contra las prácticas discriminatorias;
– el tejido económico, formado en un 95% por empresas micro, pequeñas y medianas (pymes), y que a su vez son fundamentales para la estabilidad socioeconómica, tiene enormes dificultades para acceder a la financiación y a la internacionalización. En efecto, en Egipto únicamente el 6% de las pymes tiene acceso regular a financiación pública y privada, y el 95% de las empresas pequeñas no tiene capacidad de exportación (World Bank Enterprise Survey 2017). En Marruecos, solo un 18% de las pymes tiene acceso a financiación, mientras que en Túnez únicamente un 12% de las pymes tiene capacidad para exportar (Idem). En esta línea, en el conjunto de la región, el 1,5% de todas las empresas, entre las cuales solo el 0,4% de las pymes, se beneficia de la participación en cadenas de valor globales (EMEA, 2018), lo que refleja un déficit inequívoco de internacionalización en comparación con el resto de economías emergentes del mundo;
– el modelo de gobernanza pública alberga carencias importantes en el proceso de ejecución de la política pública a causa de capacidades limitadas en las administraciones. Estos déficit revierten negativamente, por ejemplo, en la regulación del sistema educativo y las políticas del mercado de trabajo, dos pilares fundamentales de las políticas públicas. Asimismo, años con regímenes autoritarios y patrimonialistas han exacerbado la corrupción con prácticas como el clientelismo y el nepotismo que son muy recurrentes en muchos de los países de la región (Banco Mundial, 2016). Estas formas de comportamiento corrupto han impactado en la calidad de los servicios públicos (Transparencia Internacional, 2019), erigiéndose como un gran obstáculo para el desarrollo humano sostenible. Más allá de sus consecuencias extremadamente negativas para la democracia y el Estado de derecho, la corrupción complica la regulación del mercado, obstaculiza el crecimiento impulsado por el sector privado y desalienta la inversión.
Los estragos y las respuestas de las políticas públicas a la pandemia
Las restricciones sobre el normal funcionamiento de la economía adoptadas, con mayor o menor intensidad desde marzo de 2020, no solo han provocado una recesión económica autoinfligida, sino que también han causado un aumento considerable de los niveles de endeudamiento público. Se estima que en 2020 la deuda pública de la región MENA crecerá de media hasta el 95% del PIB (FMI, 2021) lo que se traducirá en un margen fiscal inferior para mantener o aumentar las políticas públicas de protección social, especialmente para los grupos poblacionales más desfavorecidos. En este contexto, parece razonable concluir que, en aquellos países más golpeados por conflictos armados, crisis humanitarias y de refugiados, el efecto de la pandemia será especialmente duro. No obstante, para el resto de países de la región se esperan igualmente efectos especialmente funestos en cuanto al aumento de la pobreza y las desigualdades, así como en grupos ya de por sí vulnerables.
Si en el conjunto de la región MENA, se observaba un repunte del indicador de pobreza extrema a partir de 2014 como consecuencia de los crecientes conflictos, a partir de marzo de 2020 la pandemia ha agravado esta situación intensificando este crecimiento de la pobreza (Banco Mundial / PSPR, 2020). Esta preocupante tendencia al alza de la población pobre en la región (del 2,3% en 2013 al 7,2% en 2019), diverge de la evolución de este indicador para el resto de regiones emergentes a nivel global donde se observa una bajada pronunciada y continuada del indicador de pobreza extrema desde los años noventa hasta marzo de 2020 (Idem). El aumento de la pobreza extrema está correlacionado con una destrucción de empleos, tanto en la economía formal como informal y, por consiguiente, con una disminución de la capacidad de poder adquisitivo de las familias para acceder a una cesta básica de alimentos.
Asimismo, el impacto socioeconómico de la Covid-19 se refleja en un incremento de los indicadores de desigualdad de renta en los países del Sur del Mediterráneo. Unos indicadores que ya situaban a la región como una de las que concentra mayores desigualdades en todo el mundo antes de la crisis de la Covid-19 con valores en el índice GINI que oscilaban entre el 27,6 en Argelia y el 39,5 en Marruecos o el 41,5 en Turquía (últimos valores estimados disponibles en World Bank Data 2021). En este sentido, se espera que la desigualdad de renta se ensanche hasta niveles que no se habían observado desde la década de los noventa (CESPAO, 2020).
Los grupos de población más vulnerables, susceptibles de padecer una mayor afectación socioeconómica por la pandemia, lo que incrementa potencialmente su exclusión social, son mujeres, personas de edad avanzada, refugiados e inmigrantes en situación irregular, niños y personas con discapacidades.
Por todo ello, la pandemia ha revelado la importancia de que los países cuenten con una extensa red pública de protección social y laboral ya que está resultando esencial para acrecentar la resiliencia de la población ante la crisis, especialmente para los grupos poblacionales más vulnerables. En este sentido, se estima que un 55% de la población mundial no tiene acceso a ningún tipo de protección social (OIT, 2020), y en particular entre los países del Sur del Mediterráneo el gasto en protección social (excluyendo el gasto sanitario) se sitúa alrededor del 7% del PIB, cuando la media ponderada en los países del Norte del Mediterráneo se eleva hasta el 17,7% (Idem). Por poner algunos ejemplos: en Túnez, el 54% de la población considerada de edad avanzada recibe una pensión, tasa aun insuficiente pero que se ha incrementado en los últimos años del 33,8% en 2015 al 54% en 2017. Por el contrario, las prestaciones para desempleados son escasas en toda la región y, por lo general, se concentran en una minoría de la población que atiende la economía formal. En definitiva, la mayor parte de los países de la región declaran que menos de un 50% de la población está cubierta por la Seguridad Social (OIT, 2018).
Los mecanismos de asistencia social, especialmente las transferencias monetarias, y entre ellas las no condicionadas, son claramente insuficientes, aunque se hayan ampliado en los últimos años, y ello está impactando con fuerza en la gestión de la crisis económica. A esto hay que sumar una reducción muy significativa de los flujos de remesas procedentes de emigrantes en países terceros, principalmente de Europa, países del Golfo y América del Norte, quienes a su vez han visto mermados sus ingresos. En este contexto, los países más afectados son Palestina, Líbano y Jordania, cuyos PIB dependen de los flujos de remesas en un 16%, 13% y 10% respectivamente (World Bank database 2021).
Todos los países de la región han implementado políticas sanitarias, fiscales, monetarias y financieras para mitigar el impacto de la pandemia. En primer lugar, la política fiscal se ha utilizado para paliar los efectos de la crisis en las familias y las empresas, y los paquetes fiscales, incluidas algunas medidas extraordinarias, han sido importantes. En esta línea, las medidas de gasto aprobadas por los gobiernos se han centrado en fortalecer las prestaciones por desempleo, las transferencias monetarias a hogares con ingresos bajos y los subsidios a las pymes, entre otros.
Una salida a la crisis socioeconómica derivada de la pandemia
Esta recesión global sin precedentes se produce en un contexto marcado por elevados niveles de deuda. Si bien es cierto que las economías del Sur del Mediterráneo muestran menores niveles de deuda, esencialmente en los sectores público y financiero, también lo es que su estabilidad financiera está condicionada por las fluctuaciones en los precios de las materias primas, la reducción de los flujos de comercio internacional e inversiones, remesas y turismo internacional, el deterioro de sus divisas nacionales y la calidad crediticia. A todo ello se suma un deterioro de las condiciones institucionales y políticas en la mayoría de los países, lo que les sitúa en un escenario de gestión pública muy complejo y altamente volátil, pero también ante la posibilidad y el desafío de acelerar un plan de reformas que dé respuesta a algunos de los problemas estructurales a los que ya se ha hecho referencia.
Distintos organismos internacionales y regionales han intervenido con programas de ayuda inmediata o asistencia técnica. Desde el Fondo Monetario Internacional con su Instrumento de Financiación Rápida, al que se han acogido todos los países de la región menos Marruecos y Argelia, el paquete “TEAM Europe” lanzado por las instituciones de la Unión Europea, a los distintos programas de las agencias de Naciones Unidas o la asistencia técnica proporcionada por la OCDE a sus socios de la región MENA. Todos estos programas persiguen, entre otros, el refuerzo de las capacidades del Estado para proveer una mayor protección sanitaria, social y económica de sus ciudadanos. No obstante, aunque estos programas sean cruciales para ayudar a capear mejor los efectos de la pandemia, el reto de transformación continúa siendo colosal y solo lo pueden acometer las propias instituciones nacionales de cada país. En este contexto, en el medio y largo plazo pesa la necesidad de afianzar la sostenibilidad de las finanzas públicas para justamente mantener y reforzar estas políticas públicas y, en definitiva, un sistema público de protección sin el cual no es posible garantizar un contrato social.
La necesidad de incrementar de forma sustancial el gasto público va aparejada con mayores necesidades de financiación pública, lo que se puede resolver, en la teoría, con mayor recaudación impositiva, creación de dinero o emisión de deuda pública. Con los años, se ha asumido que la financiación del déficit público recae principalmente en la emisión de deuda pública con las consecuencias que ello conlleva para las generaciones futuras que deberán devolver estas sumas a los acreedores y en términos de pérdida de soberanía para las generaciones presentes y futuras. Es imprescindible impulsar una reorientación eficaz del gasto público hacia los sectores de la educación, la sanidad y las políticas de protección y asistencia social, así como hacia la búsqueda de mayor sostenibilidad en las finanzas públicas mediante una reforma de los sistemas impositivos. Resulta una contradicción que se haya silenciado del debate público la necesidad de aumentar la presión fiscal, así como la necesidad de que este incremento sea principalmente sustentado por aquellos grupos poblacionales que más riqueza acumulan, lo que se conoce como progresividad de los tributos.
En los países del Sur del Mediterráneo este debate no se ha abordado con la necesaria entereza, aunque exista todavía un largo camino que recorrer. La crisis que los países de la región están padeciendo como consecuencia de los efectos de la pandemia obliga a impulsar políticas transformadoras que permitan avanzar en un crecimiento económico inclusivo y que reviertan en favor de un desarrollo humano sostenible.