En el verano de 1219, cuando la V Cruzada se había –literalmente– empantanado ante los muros de Damietta en el delta del Nilo, llegó al campamento cristiano Francisco de Asís, con la misión de convertir a musulmanes. Consiguió ser llevado ante el sultán Malik al Kamil, al que retó a caminar sobre brasas ardientes para ver quién gozaba del favor divino. Según cuenta Jacques de Vitry, cronista y obispo de Acre, Al Kamil rehusó cortésmente. En The Templars (2017), Dan Jones sugiere que fue el sentido del humor del sultán lo que libró al futuro santo de morir decapitado, la pena que reservaba a los cruzados que caían en sus manos. Pocos meses después, los templarios tomaron Damietta, forzando la conversión de los pocos que sobrevivieron a los incendios, el saqueo y las masacres.
Nada parece haber cambiado demasiado desde entonces en el Levante. Tras el golpe de Estado de 2013 en Egipto, turbas de islamistas prendieron fuego a 46 iglesias y monasterios y decenas de librerías, comercios, colegios y centros sociales coptos, en el mayor pogromo sufrido por la Iglesia copta desde el siglo XIV. En 1927, el 8,3% de la población egipcia era copta, cifra que había bajado al 5,9% en 1986 y al 5,5% en 2000.
Entre 2014 y 2017, en la provincia iraquí de Nínive, las milicias de Dáesh destruyeron 363 iglesias. Entre 2004 y 2013 fueron incendiadas 44 en Bagdad, 19 en Mosul, ocho en Kirkuk y una en Ramadi. En las casas de cristianos, los insurgentes iraquíes pintaban la letra árabe N –nun, por nazareno– para conminarlos a convertirse al islam, pagar un diezmo –jizya– o abandonarlas. La mayoría lo hizo. Hasta los años noventa, Bartela, una aldea de las planicies de Nínive, era mayoritariamente cristiana. Hoy menos de 3.000 de sus 30.000 habitantes son cristianos. El pueblo está bajo el control de una milicia chií, acusada de violaciones y secuestros. En The National Catholic Reporter, Xavier Bisits describe unas calles cubiertas de carteles de Jomeini y del general Qasem Suleimani –el jefe de la Guardia Revolucionaria Islámica que el Pentágono eliminó con un misil en enero de 2020 en Bagdad–, como si se tratara de Karbala o Nayab, las ciudades santas chiíes.
La paradoja es que en el mundo árabe los cristianos no son una etnia diferenciada. Hablan árabe, viven, comen y visten como musulmanes. Su diferencia es religiosa: sus iglesias, liturgia y escrituras sagradas.
En su reciente visita a Irak, cuna de los monoteísmos que hoy profesan 4.000 millones de personas, en Ur, donde el Génesis sitúa el lugar de nacimiento de Abraham, el papa Francisco dijo que llegaba al país a buscar “el perdón como un peregrino arrepentido” tras años de muerte y terror causados en nombre de la religión.
Fuente: The Economist
Mosaico religioso, minorías perseguidas
Pese a su abigarrada diversidad religiosa, tramas culturales y lingüísticas dan cierto orden al mosaico levantino. Lo prueba el arameo, la lengua que se hablaba en la Palestina romana y que fue la lingua franca hasta la llegada del islam. En árabe, “la paz sea contigo” se dice salaam aleikum; en hebreo, shalom aleichem, y en arameo, shlama lokhum. Sin embargo, la similitud es engañosa, como muestra la Tumba de los Patriarcas en Hebrón, donde las tradiciones cristianas, judías e islámicas sitúan los restos de Abraham, Isaac y Jacob y sus respectivas esposas: Sara, Rebeca y Lea. Un muro infranqueable divide la mezquita y la sinagoga. El 25 de febrero de 1994, un día en el que coincidió el Purim y el Ramadán, un colono judío ultranacionalista, Baruch Goldstein, mató en la mezquita a 29 musulmanes, muchos de ellos niños.
Desde el fin del Imperio otomano, los movimientos poblacionales han sido recurrentes en sus antiguos dominios desde los Balcanes a Yemen. En 1922, en el mandato británico de Palestina el 10% de la población era cristiana. Hoy entre el Mediterráneo y el Jordán son menos del 2%. En todo Oriente Próximo y el norte de África, solo el 4% de la población es aún cristiana. Mientras, Siria, Irán y Yemen han perdido a casi todos sus judíos y Turquía a sus caldeos. Solo unos pocos yazidíes, un pueblo de lengua kurda que profesa una religión preislámica, sobrevivieron a la campaña genocida que Dáesh lanzó contra ellos. Los mandeos de las marismas del Tigris, remotos herederos de los cultos mistéricos de la antigua Babilonia, también están al borde de la extinción. Los bahai, que siguen las enseñanzas de Bahá’u’lláh –quien en 1844 en Shiraz proclamó ser el “imán oculto”–, siguen perseguidos en Irán y Yemen.
«En todo Oriente Próximo y el norte de África, solo el 4% de la población es aún cristiana»
Los ataques contra las minorías provienen tanto de grupos extremistas como de gobiernos autoritarios. No siempre fue así. En el siglo VIII, el islam reinaba sobre un vasto territorio que se extendía desde Afganistán al Magreb, de gran diversidad religiosa, mientras que en Europa los paganos eran borrados por el cristianismo. Un ejemplo es la pequeña comunidad samaritana que aún vive en torno al monte Garizim, cuyo templo, rival al de Jerusalén, fue construido en el siglo IV a. C. Los samaritanos –del arameo shamarin (guardianes)– no se consideran judíos, sino hebreos o israelitas. Según escribe Gerard Russell en Heirs to Forgotten Kingdoms (2014), entornos montañosos, lenguas arcaicas, cultos esotéricos, dogmas secretos y tabúes endogámicos explican su supervivencia.
Los yazidíes reverencian a los planetas y estrellas porque creen que sus movimientos revelan las intenciones divinas. Los drusos –alrededor de un millón que viven en Israel, Líbano y Siria– veneran a Hermes Trimegisto, Pitágoras, Platón y Plotino por su común creencia en que Dios creó el universo mediante las matemáticas y la geometría. Russell conjetura que si la historia hubiese tomado otro rumbo, sus religiones habrían dominado la Ecúmene (οἰκουμένη) mediterránea. De hecho, un seguidor de un austero vegetariano persa –Mani, en latín Manichaeus, que fundó una religión neoplatónica– estuvo a punto de ser emperador romano, con lo que quizá hubiese sido el Constantino de un imperio maniqueo.
Integristas Inc.
Esos antiquísimos “reinos perdidos”, como los llama Russell, están hoy amenazados por el sectarismo. El ateísmo y la apostasía pueden castigarse con la muerte en Arabia Saudí, Sudán, Pakistán e Irán. Los 7,5 millones de caldeos, nestorianos, siriacos, asirios, greco-ortodoxos y armenios dispersos entre el Nilo y el Éufrates son especialmente vulnerables, porque los salafistas los consideran una especie de quinta columna. Según las estimaciones de Stephen Rasche en The Dissapearing People (2020), antes de la invasión de 2003, entre 1,3 y 1,5 millones de cristianos vivían en Irak. Hoy quedan menos de 250.000.
A lo largo del siglo XIX, los otomanos fueron equiparando los derechos de sus súbditos. La Primera Guerra Mundial marcó el principio del fin de la convivencia. Entre 1915 y 1917 murieron un millón de armenios, caldeos y asirios en las marchas de la muerte organizados por Estambul.
«La revolución iraní exacerbó el sectarismo al establecer en Teherán una teocracia basada en la teología política del ayatolá Jomeini. El choque con los wahabíes saudíes se hizo inevitable»
El nacionalismo árabe de la posguerra permitió a los cristianos diluir su identidad en una comunidad nacional más amplia que los conflictos sectarios han hecho saltar por los aires. La revolución iraní exacerbó el sectarismo al establecer en Teherán una teocracia basada en la teología política del ayatolá Jomeini, que creía que los chiíes podían crear un Estado islámico siguiendo las prescripciones coránicas.
El choque con los wahabíes saudíes se hizo inevitable. Cuando en 1926 la dinastía Al Saud conquistó Hejaz, donde se encuentran La Meca y Medina, el wahabismo, la doctrina creada por Ibn Abdelwahab en el siglo XVIII para purgar al islam de sus adherencias politeístas, era tenido como un movimiento herético en el mundo musulmán. Según escribe Kim Ghattas en Black Wave (2020), al principio la familia real saudí creyó que no tenía nada que temer de una república que decía tener el Corán como constitución. En su libro de 1945 Kash al-Asrar (desvelando secretos), Jomeini, sin embargo, había escrito que “los bárbaros pastores de camellos de Riad” eran “los más infames miembros de la familia humana”.
Diálogo ecuménico
En noviembre de 2002, el papa Juan Pablo II envió emisarios a Washington para advertir a George W. Bush de que la invasión de Irak desataría el extremismo y la violencia y la persecución de los cristianos. No sirvió de nada. El papa Francisco ha querido ayudar a cicatrizar esas heridas. En 2019, en Abu Dabi, en la primera visita de un pontífice romano a la península Arábiga, firmó con Ahmad al Tayeb, gran imán de la mezquita cairota de Al Azhar, un documento sobre la “fraternidad humana”.
En Irak, Francisco ha encontrado en el ayatolá Alí al Sistani, la figura más prestigiosa del islam chií, el mejor interlocutor posible. La escuela chií de Nayaf se opone al poder político de los clérigos. En 2005, Sistani, que defiende que los cristianos son ciudadanos con plenos derechos constitucionales, recordó a sus fieles que votar era un deber religioso. Su fetua de 2014 contra Dáesh fue imprescindible para su derrota. El año pasado, el gobierno de Bagdad declaró la Navidad día de fiesta nacional.
Va a ser difícil, sin embargo, evitar que la vida de esas comunidades no vaya a girar en torno a sus diásporas. Hoy hay más cristianos siriacos viviendo fuera de su país de origen que en él. Según Acnur, solo en Suecia viven 50.000. El patriarca de la Iglesia caldeo-asiria, Mar Dinkha IV, terminó sus días en Minnesota. Hay más personas que hablan arameo en Detroit que en Bagdad.