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Miles de personas se reúnen en Times Square en Nueva York para una manifestación organizada por Black Lives Matter, en junio de 2020. GETTY

De movimientos de masas a sociedades en movimiento: MAGA y BLM

Al analizar ambos desde la sociología y la filosofía, hay que tener en cuenta la organización interna, así como las demandas y las formas de acción colectiva, pero también las oportunidades políticas que les han permitido emerger con éxito en el escenario público.
Arely Vázquez Vidal
 |  28 de febrero de 2021

La verdad es que las masas surgieron de los fragmentos de una sociedad muy atomizada, cuya estructura competitiva y cuya concomitante soledad solo habían sido refrenadas por la pertenencia a una clase. La característica principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales normales”.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (2003, Alianza)

 

¿Qué reflexiones pueden darse a partir de la consideración de dos movimientos como el Make America Great Again (MAGA) y el Black Lives Matter (BLM), que han protagonizado en los últimos años la vida política en Estados Unidos? Una primera cuestión es que la emergencia de estos dos grupos permitiría explicar la extrema polarización política. Sin embargo, el eje electoral no alcanza para dar cuenta de los procesos sociales y culturales, el tipo de demandas y la historicidad del conjunto de actores sociales del país.

La teoría de los movimientos sociales insiste en señalar la relevancia del concepto de historicidad, esto es, la importancia de colocar dichos movimientos en una perspectiva histórica, a partir de las relaciones concretas que establecen con el entorno. Como indica, entre otros, el escritor y activista uruguayo Raúl Zibechi, hay que comprender cómo, en un primer momento, la acción colectiva quedaba circunscrita, dentro del ámbito político, a grupos homogéneos con reclamos definidos al Estado para el cumplimiento de ciertas demandas, a partir de las cuales lograban configurar una representación capaz de incidir en la agenda política. Así, el movimiento obrero y los sindicatos se erigían como el paradigma de la movilización social. Todavía hoy, la capacidad de estos colectivos, aunque más limitada, sigue siendo importante.

En la segunda mitad del siglo XX, sobre todo a partir de la década de los sesenta, con la movilización en contra de la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles en EEUU y las movilizaciones de mayo del 68 en Francia, surgen colectivos cuya articulación se basa en modos de organización interna capaces de producir reivindicaciones culturales y sociales al Estado. A partir de ahí, las teorizaciones de los años setenta y ochenta, como las de Alberto Melucci, Imanuel Wallenstein o Alain Touraine, definieron estas modalidades de acción colectiva como nuevos movimientos sociales, desde perspectivas que buscaban superar la teoría de la dependencia y la modernización, alejándose de las figuras tradicionales del movimiento obrero (sindicato, partidos políticos y clase trabajadora).

La transformación definitiva se logra en la década de los noventa, con la aparición de movimientos sociales que, además de no ceñirse a la representación habitual del sujeto colectivo conocido (proletariado o burguesía), implican una denuncia directa del sistema y las lógicas de dominación que los han mantenido fuera del ejercicio político, véase el caso de los indígenas del sureste mexicano, con el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994. A partir de ahí, la proliferación de sujetos colectivos, la complejidad de su organización interna, así como el ejercicio mismo de la política, han hecho necesarias nuevas categorías para abordarlos.

Así, aunque la lucha de clases haya sido la categoría de análisis fundamental para abordar los movimientos sociales en el siglo XX (y en cierta manera la encontramos en los grupos actuales), el auge del liberalismo y la complejidad de las relaciones políticas cuestionan la vigencia de dicha categoría. Resulta más útil, por tanto, adoptar la noción de conflicto en Touraine para abrir el espectro de análisis y entender el movimiento social como “la conducta colectiva organizada de un actor luchando contra su adversario por la dirección social de la historicidad en una colectividad concreta”.

Al analizar MAGA y BLM desde la sociología y la filosofía, hay que tener en cuenta la organización interna, así como las demandas y las formas de acción colectiva, pero también las oportunidades políticas que les han permitido emerger con éxito en el escenario público. Es importante también comprender que la toma violenta del Capitolio el 6 de enero de 2021 puede convertirse en un acto fundacional, cuyas consecuencias políticas se nos escapan, erigiéndose quizá como un acto corte, un parteaguas en la creación de movimientos simbólicos capaces de transformar las relaciones de poder. La reciente exoneración de Donald Trump en su segundo proceso de destitución agudiza la situación y sitúa el debate cada vez más en términos fundacionales.

 

Masa y democracia

La cita que abre este artículo busca enmarcar el análisis dentro de los que llevó a cabo Hannah Arendt sobre el nazismo en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951), donde, entre otras cosas, analizó la legitimidad que el totalitarismo construye a través de la manipulación de las masas. Quizá pueda parecer ser osado comparar los gobiernos totalitarios de Hitler o Stalin con la presidencia de Trump, pues efectivamente su alcance se vio limitado, al menos de forma temporal, por la maquinaria democrática estadounidense. Sin embargo, en su estrategia de comunicación y en la creación de un relato falso enraizado en el miedo encontramos un parecido alarmante, como se pudo comprobar en vivo y en directo el 6 de enero.

MAGA se presenta como un grupo de personas al que el neoliberalismo ha sumido en el olvido y al que, al mismo tiempo, utiliza para legitimar las desigualdades del sistema, poniéndolo como ejemplo de fracaso, no del sistema, sino frente a ese otro que se lleva todos los “beneficios”. MAGA se presenta, por tanto, como expresión de una indignación generalizada en la sociedad global frente a un sistema sustentado en la opresión y desigualdad.

Según Arendt, “los movimientos totalitarios son posibles allí donde existen masas que, por una razón u otra, han adquirido el apetito de la organización política”. El aislamiento y atomización de ciertos grupos de población han sido una constante para perpetuar un sistema desigual. De ahí que estos grupos la retórica priorice la lealtad al líder, al partido o a la patria, por encima de la confianza entre iguales, rompiendo el minúsculo tejido social que puedan tener.

Las reiteradas apariciones públicas de Trump negando su derrota poco tenían que ver con un rechazo a abandonar la Casa Blanca. El objetivo era y es mantener una retórica de combate, que de nuevo recuerda el análisis de Arendt sobre las masas en relación al poder totalitario: “Las masas no se mantienen unidas por la conciencia de un interés común y carecen de esa clase específica de diferenciación que se expresa en objetivos limitados y obtenibles”. Las masas no son razonables ni racionales en términos políticos, sus reivindicaciones son parte de un sistema que los utiliza; fuera del partido, fuera del líder, el hombre-masa se diluye.

 

Verdad y poder

Como muchos autores han indicado, la pérdida de la presidencia y su expulsión de las redes sociales, aunque han limitado la capacidad de acción de Trump y por tanto de la masa, no resuelve el conflicto social. La exoneración del expresidente hace necesario estar muy atentos a la reconfiguración de relato, pues una característica fundamental del poder totalitario es el excelente manejo de la propaganda. Arendt lo explica mejor: “Antes de que los líderes de masas se apoderen del poder para hacer encajar la realidad en sus mentiras, su propaganda se halla caracterizada por su extremado desprecio por los hechos como tales, porque en su opinión los hechos dependen enteramente del poder del hombre que pueda fabricarlos”.

El aislamiento del hombre-masa, al mezclarse con la propaganda permite comprender por qué grupos como QAnon son fervientes seguidores de Trump. Aunque la capacidad de organización y acción del hombre-masa está limitada a la de su líder, queda claro que, en el caso de MAGA, no solo se ha fortalecido el hombre-masa en el interior de EEUU, sino que sus agravios se han extendido por muchos rincones del mundo. Y hoy, pese a no contar con el respaldo de la presidencia, Trump y su hombre-masa siguen ostentando, en cierto sentido, el poder.

Según Arendt, la eficacia de la propaganda se basa en que una de las “características principales de las masas modernas es que no creen en nada visible, en la realidad de su propia experiencia; no confían en sus ojos ni en sus oídos, sino solo en sus imaginaciones, que pueden ser atraídas por todo lo que es al mismo tiempo universal y consecuente en sí mismo. Lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino la consistencia del sistema del que son presumiblemente parte”. Este análisis está hoy más vigente que nunca, dada la crisis que atravesamos mezcla de desinformación y manipulación, potenciada por las redes sociales.

Ante este panorama es urgente desgranar la masa, romper el relato que la atomiza y aísla de la sociedad, pues lo que está en juego no es tan solo la deslegitimación de un poder totalitario y el fortalecimiento de la democracia, sino el insuflar nueva vida y legitimidad a la necesidad de rebelarse y resistir ante un modelo civilizatorio que ha demostrado su incapacidad para hacer frente a los retos del siglo XXI.

 

BLM: sociedad en movimiento

Reconocer a MAGA y los demás grupos que lo componen no como un movimiento social, sino como un movimiento de masas abre las puertas a trabajar en pos de la creación de una ciudadanía organizada y comprometida con la construcción de paz. No una paz idílica, sino real, que elimine las estructuras de opresión, como promueven sociedades en movimiento como BLM.

La complejidad que desde su organización interna tiene BLM hace imprescindible limitar el alcance de este análisis, centrándolo únicamente en las posibilidades de transformación política que emanan del movimiento en términos de gobernanza global y acción colectiva en nuestros días. Primero, es necesario retomar la propuesta de Touraine, que tiene cuenta un elemento fundamental en los movimientos sociales, el enjeu, palabra francesa que significa “en juego”, el cual, junto con la aparición del sujeto colectivo, conforman la historicidad a la que está abocada el movimiento social. Así, se puede definir un movimiento social como “la apuesta de un colectivo por la transformación de la historicidad”, y la historicidad como el conjunto de acción entre lo que se pone juego (enjeu) y la aparición de sujeto colectivo que lucha.

Sin embargo, BLM no es un colectivo homogéneo como los que en cierta manera han protagonizado la política en Europa y EEUU, sino que recuerda, con grandes diferencias, a los movimientos de resistencia indígena y campesina de América Latina, configurados bajo lo que el sociólogo peruano Aníbal Quijano ha determinado como heterogeneidad histórico-cultural.

Siguiendo la argumentación de Zibechi y Quijano, las acciones colectivas actuales responden a relaciones sociales heterogéneas marcadas por la esclavitud, la servidumbre personal, la reciprocidad, la pequeña producción mercantil y el salario, mientras que las sociedades en Europa y EEUU antes de la democratización lograron, relativamente, unificar sus relaciones de control y explotación a través del salario, aunque en esta unificación las mayorías negras, indias y mestizas quedaran fuera.

Dicha exclusión puso en marcha sociedades que exceden la relación con el Estado o el Estado-nación ya que “construyen realidades distintas a las hegemónicas (ancladas en relaciones sociales heterogéneas frente a la homogeneidad sistémica), que abarcan todos los aspectos de la vida, desde la sobrevivencia hasta la educación y la salud”, en palabras de Zibechi.

Por este motivo, para analizar estas nuevas acciones colectivas es fundamental la categoría de conflicto y no de clase, pues será la que impulse la organización y manifestación. “Los conflictos más graves, los que provocan movimientos sociales o culturales, son los que contraponen en un mismo territorio dos maneras opuestas de usar los recursos; el primero piensa en términos de intercambio y el segundo, en términos de sentido simbólico y de valores no mercantiles”, afirma Touraine.

Así, se puede decir que BLM ha puesto de manifiesto en el espacio público de EEUU algo que lleva décadas pasando en América Latina, pero que hoy rompe la relativa homogeneidad de la sociedad estadounidense debido a la precariedad de las condiciones de vida. Cabe apuntar que “‘precariedad’ designa una condición impuesta políticamente merced a la cual ciertos grupos de la población sufren la quiebra de redes sociales y económicas de apoyo mucho más que otros, y en consecuencia están más expuestos a los daños, la violencia y la muerte”, como explica la filósofa estadounidense Judith Butler.

Por tanto, BLM no puede comprenderse solo desde la lente de movimiento social, sino que excede el planteamiento gracias a sus reivindicaciones y lo que se que pone en juego en las apariciones dentro del espacio público, pues ya no se trata de un reclamo de derechos, sino de replantear el modelo civilizatorio, en pos de uno diferente que sea capaz de convivir con la pluralidad.

La urgente llamada desde la política y la academia para transformar este modelo civilizatorio se hace cada día más patente. La pandemia es una tragedia en aquellos lugares ya de por sí precarios y un drama en las sociedades enriquecidas. Pero también es una oportunidad para un nuevo sistema global, si se apuesta por una transformación hacia la coexistencia de diversos modelos de vida donde prime la cooperación.

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