Imaginemos que una inmensa brecha parte España desde Irún a Cádiz. Acto seguido, las elecciones pasan a articularse en torno a esta zanja. El candidato del barrio de clase alta bilbaína, Neguri, se enfrenta a un rival de Pedralbes, el barrio de la clase alta barcelonesa. Los trabajadores en Carabanchel, en el lado occidental de Madrid, votan lo contrario que los de Vallecas, en el lado oriental. Las regiones empobrecidas de Badajoz se oponen con saña a las regiones empobrecidas de Teruel; los nacionalistas gallegos condenan a sus homólogos valencianos, y viceversa.
Como esta brecha no guarda mucha relación con la economía política del país, la competición electoral se basa en una serie de marcadores culturales. El partido que domina la mitad occidental reclama ferozmente el Atlántico, las muñeiras y el bacalhau à brás. El partido oriental lo da todo por el Mediterráneo, la sardana y los arancini sicilianos. Debidamente interiorizadas, esas identidades sustentan un clima político cada vez más polarizado, porque las diferencias entre estas dos Españas se entienden como un problema existencial.
Se trata de una exageración para ilustrar algo que amenaza con sucederle a Estados Unidos. Atendiendo al resultado de sus elecciones presidenciales recientes, el tradicional eje izquierda-derecha, que –simplificando mucho– enfrenta nociones de igualdad y libertad económicas, estaría debilitándose en aras de divisiones más abstractas. Aunque es pronto para sacar conclusiones –gran parte de los datos recabados provienen de encuestas a pie de urna, menos fiables que un estudio poselectoral oficial–, en EEUU se está produciendo un reajuste de las coaliciones electorales republicana y demócrata, con consecuencias importantes para su orientación de cara al futuro.
Hasta hace poco era el Partido Demócrata quien representaban a los trabajadores estadounidenses, en tanto que el Republicano hacía lo propio con pequeños y grandes empresarios. En EEUU, esta dimensión de clase se solapa con un eje racial. Los afroamericanos pasaron de ser mayoritariamente republicanos –como Abraham Lincoln– a demócratas en los años sesenta, cuando el centro-izquierda apoyó su lucha por obtener derechos civiles y el centro-derecha se embarcó en una respuesta reaccionaria. Esta deriva ha hecho que hispanos y asiáticos-americanos se decanten por el Partido Demócrata, al tiempo que el electorado blanco opta mayoritariamente por el Republicano.
En teoría Donald Trump –antisistema, xenófobo, proteccionista– permitiría a los republicanos recobrar pulso entre trabajadores blancos, sacrificando el poco apoyo que les quedaba entre minorías raciales. En la práctica, ha ocurrido casi lo contrario. Tras unas elecciones con una participación récord (155 millones de votantes, un 65% del censo) y obteniendo un 51% del voto, el demócrata Joe Biden será presidente gracias a un trasvase de votantes blancos, que le han apoyado por mayores márgenes que a Hillary Clinton en 2016 (especialmente entre los de mayor edad, suburbanos, y/o con estudios universitarios). Trump, contra todo pronóstico, parece mejorar sus resultados entre negros y sobre todo hispanos, especialmente en Florida –no solo entre votantes de origen cubano, tradicionalmente más conservadores– y el sur de Texas –en parte debido al peso de la industria petrolera–.
En la medida en que la categoría étnica predice algo peor el sentido del voto, la polarización por ubicación y nivel de estudios aumenta. Así, los estadounidenses con grados universitarios en áreas urbanas pujantes tienden a votar demócrata, en tanto que los habitantes de zonas rurales estancadas prefieren al Partido Republicano. Ahí reside la clave del éxito de Biden en bastiones republicanos como Georgia; también la de que haya logrado recuperar varios Estados del medio-oeste. Trump, con todo, no se ha convertido en el campeón de los desheredados. Entre estadounidenses con ingresos anuales de más de 100.000 dólares, el republicano mejora su posición –ya favorable– de 2016, en tanto que retrocede entre quienes ganas menos de esa cifra. Pero todo lo anterior sugiere que, al margen de tus ingresos o tu color de piel, dónde vives y cuánto has estudiado se están convirtiendo en factores clave para determinar a quién votas.
El resultado no indica, por mucho que el mantra se repita, que nos adentremos en una nueva era en la que el centro-izquierda se ha desvinculado de cuestiones de clase y redistribución económica. Como señala Stephanie L. Mudge, la noción de los demócratas como un partido izquierdista es obra de Franklin Roosevelt y su New Deal. Antes de los años 30, tanto demócratas como republicanos se limitaban a gestionar máquinas electorales y clientelistas. Se enfrentaban sin contraponer las visiones ideológicas que asociamos con los conceptos de izquierda y derecha políticas. Si hoy el Partido Republicano se mantiene como representante de la plutocracia estadounidense y el Demócrata como el paladín de sus élites educativas –pijos contra pedantes, en la formulación del escritor Thomas Frank–, no contemplaremos un mundo nuevo, sino el retorno al pasado tradicional del bipartidismo americano.
Por eso cabe matizar el alivio generalizado que genera la derrota de Trump fuera de EEUU. En primer lugar, gran parte de las políticas que más se achacaban a su crueldad representan una continuación de, no una ruptura con, las de sus predecesores. En segundo lugar, Trump también es un subproducto de la inoperancia del Partido Demócrata, que suple sus carencias programáticas –evidentes en el terreno de la política económica– con un discurso moralista. El riesgo que acecha tras la victoria de Biden es que su presidencia no resuelva ningún problema estructural de EEUU y la competición entre demócratas y republicanos degenere en una cuestión estética: quién “dignifica” más la Casa Blanca; quién mantiene mejor el “prestigio” de EEUU en el mundo; quién ofrece una retórica inspiradora en términos de justicia social, al margen de que no se corresponda con políticas públicas que la sustenten.
Victorias frágiles
A ello se une que los números en el legislativo no dan para abordar proyectos demócratas críticos, como ampliar la cobertura sanitaria o lanzar un plan de choque contra el cambio climático. Lejos de cosechar el resultado contundente que esperaba, el centro-izquierda ha recibido un revés. Su mayoría en la Cámara de los Representantes se encoge, en tanto que la del Senado está en el aire, a la espera de dos elecciones en Georgia que se celebrarán en enero. Incluso si obtiene una mayoría de ambas cámaras, dependerá del voto de demócratas conservadores como el senador Joe Manchin. Dos años de parálisis y obstrucción republicana beneficiarían a la derecha de cara a las elecciones legislativas de 2022.
Por encima de todo, Biden preside sobre una coalición electoral quebradiza. En la era de Barack Obama, los demócratas ganaban aunando a votantes jóvenes, minorías raciales y religiosas, mujeres y profesionales urbanos. La coalición de Biden es algo diferente: depende más de votantes blancos, con altos estudios y mayor edad. Su base social es más conservadora. Aunque el programa electoral de Biden tal vez sea el más atrevido en la historia del Partido Demócrata –merced de la presión del flanco izquierdo del partido–, su trayectoria e incluso campaña electoral son las de un moderado. Los recientes nombramientos de cara a su futura administración responden a este perfil: centristas consumados, provenientes de su círculo de confianza o veteranos de la administración Obama.
Biden entrará en la Casa Blanca gracias al rechazo que genera su predecesor, no porque haya sido capaz de juntar al centro y la izquierda en una hoja de ruta común. A sus votantes solo les une un desprecio hacia Trump: sea porque su presidencia supone una amenaza real en su día a día, porque deploran sus modales groseros o porque son genuinamente progresistas.
A partir del 20 de enero, ese aglutinante dejará de existir. La coalición electoral de Biden se empezará a deshilachar por la izquierda –votantes jóvenes o afroamericanos que se desmovilicen una vez haya desaparecido la amenaza de Trump– o la derecha –blancos suburbanos que en el futuro opten por un candidato republicano menos histriónico– tan pronto como empiece a gobernar. La cuestión es qué costado y a qué precio decidirá mantener Biden.