“Angustiado estoy por ti, ¡oh, Yonatán, hermano mío! Me eras carísimo. Y tu amor era para mí dulcísimo, más que el amor de las mujeres”.
Elegía del rey David por Yonatán (2 Samuel 1,26).
Las multitudinarias protestas de mujeres en Polonia contra la sentencia del Tribunal Constitucional que el 22 de octubre ilegalizó el aborto por malformaciones congénitas, el último resquicio de una de las leyes más restrictivas de la Unión Europea en ese terreno, han cuestionado como nunca antes el papel hasta ahora sacrosanto de la Iglesia católica, ganado a pulso con su oposición al régimen comunista durante la guerra fría.
Eran otros tiempos. Según escribe en The Washingon Post Magdalena Moskalewicz, historiadora del Art Institute de Chicago, las manifestaciones en Poznan, su ciudad natal, han congregado a más gente que sus famosas procesiones del Corpus Christi y que las movilizaciones del sindicato Solidaridad en los años ochenta. Y ello pese a las normas de distanciamiento impuestas por la pandemia, que prohíben reuniones de más de cinco personas.
Varsovia, Gdansk, Lodz, Wroclaw y otras ciudades polacas se paralizaron varios días por las protestas, que la novelista polaca Magdalena Miecznicka describe en Financial Times como “festivas, furiosas y transgresoras”.
Varias misas y oficios religiosos se han visto interrumpidos por mujeres ataviadas como los personajes de la serie de HBO Handmaid’s Tale, basada en la novela de Margaret Atwood. En Cracovia, los manifestantes se reunieron debajo de la “ventana del Papa”, en el palacio arzobispal, desde donde Karol Wojtyla bendecía a sus fieles cuando visitaba Polonia ya como pontífice. Pero esta vez los carteles que portaban pedían que terminara en el país “la Edad Media”.
En Konstancin Jeziorna, un suburbio de Varsovia, una de sus estatuas amaneció cubierta de pintura roja. Según Marta Kolodziejczak, socióloga de la Academia de Ciencias, el anticlericalismo no es nuevo en la historia polaca, pero jamás se había dirigido contra catedrales e iglesias.
‘La plaga del arco iris’
Tras la caída del comunismo, las clases de religión volvieron a las escuelas públicas y al águila del escudo polaco se le puso una corona. El régimen comunista había legalizado el aborto en 1956. En 1993, entró en vigor la actual ley, que solo contemplaba cuatro supuestos: violación, incesto, malformaciones del feto o peligro para la vida de la madre. Según una encuesta de Gazeta Wyborcza, el 59% se opone a la sentencia del Tribunal Constitucional y a más restricciones.
Al final, la presión de las calles ha sido tan fuerte que el gobierno ha tenido que postergar la publicación oficial del dictamen, mientras busca una salida al laberinto en el que se ha metido, posiblemente porque creyó que la pandemia tendería una cortina de humo sobre la decisión judicial.
El gobierno del Partido de la Libertad y la Justicia (PiS) –liderado por el viceprimer ministro, Jaroslaw Kaczynski, verdadero poder detrás del trono en Varsovia– recurrió a esa vía tras el fracaso, en 2016 y 2018, de sus anteriores esfuerzos en el Sjem (Parlamento), al carecer de los votos suficientes para cambiar la ley de 1993.
Las críticas contra el clero, por otra parte, no son casuales. El año pasado, el arzobispo de Cracovia, Marek Jedraszewski, dijo que la homosexualidad –a la que llamó la “plaga del arco iris”– era más peligrosa que el comunismo. Según la opositora Plataforma Cívica, el nacional-catolicismo del PiS conduce directamente al modelo ruso, que ha prohibido en la Constitución el matrimonio entre parejas del mismo sexo y en el que la discriminación se ha convertido casi en una política de Estado.
Al leer la sentencia, que es inapelable, la presidenta del Tribunal Constitucional, Julia Przylebska, nombrada personalmente por el presidente, Andrzej Duda, dijo que la ley de 1993 legalizaba “prácticas eugenésicas”. En 2019, los abortos por causas legales, sin embargo, solo representaron el 2,4% del millar que se realizaron en hospitales. Los médicos polacos pueden apelar a la objeción de conciencia incluso para negarse a recetar anticonceptivos. En esas condiciones, lo más probable es que ahora aumenten los abortos clandestinos.
Señas de identidad
El catolicismo forma parte del código genético de Polonia, una nación varias veces disuelta por prusianos luteranos y rusos ortodoxos. En 1932, sin embargo, descriminalizó las prácticas homosexuales, varias décadas antes que muchos países europeos.
Hoy un 60% de los menores de 30 años rechaza la discriminación contra los homosexuales, lo que explica que se hayan disparado las apostasías de los jóvenes en los registros parroquiales, para las que los diarios opositores indican instrucciones detalladas. El documental de 2019 Tylko nie mów nikomu (no se lo digas a nadie) de Tomasz Sekielski sobre los casos de pederastia entre miembros del clero y su encubrimiento por los obispos, es ahora más popular tras su emisión en plataformas digitales que cuando se estrenó en cines.
La polarización es intensa. Kaczynski ha calificado de “criminales y nihilistas” a los manifestantes. Un grupo ultranacionalista ha amenazado con formar “milicias católicas de autodefensa”. En el monasterio de Jasna Gora en Czestochowa, la policía tuvo que utilizar gases lacrimógenos para separar a radicales de ambos bandos.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha declarado, por su parte, que las llamadas “zonas-libres de LGTB” que han declarado varias localidades polacas no tienen lugar en la UE. Donald Tusk, expresidente del Consejo Europeo, cree que el PiS está utilizando a las mujeres como “un peón en su guerra cultural”.
Pero está lejos de ganarla. Según Dunja Mijatovic, comisionada de Derechos Humanos del Consejo de Europa, restringir en extremo el aborto legal viola derechos fundamentales, por lo que el caso polaco no va a tardar en llegar al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
El dominico polaco Pawel Guzusnki advierte en su redes sociales de que la Iglesia ha salido perdiendo cada vez que se ha escudado tras “espada del poder secular”. Según un sondeo de Pew de 2018, Polonia tiene la brecha más grande en 102 países en asistencia a servicios religiosos entre mayores y menores de 40 años. Desde octubre, el apoyo a PiS ha caído del 36% al 26%.
Kaczinsky, recuerda Miecznicka, dijo en una ocasión que el medio más eficaz de “descristianizar” Polonia era permitir el predominio de los ultracatólicos. Irónicamente, ahora está cumpliendo su propia profecía.
Un dilema supremo
El dilema entre leyes civiles y dogmas religiosos es universal. El mismo día del dictamen polaco, Polonia, Estados Unidos y otros 32 países –incluyendo Uganda, Hungría, Bielorrusia y Arabia Saudí– firmaron la llamada Declaración de Consenso de Ginebra contra el aborto.
El próximo campo de batalla va a estar en el Tribunal Supremo de EEUU, que revisa la constitucionalidad de las leyes y al que acaba de incorporarse la juez Amy Coney Barrett, designada por Donald Trump para sustituir a Ruth Bader Ginsburg, un icono feminista. Barrett fue confirmada por el Senado en un proceso exprés pocos días antes de las elecciones.
Dado que el cargo es vitalicio, la impronta judicial de Barrett, de 48 años, se podría prolongar hasta mediados de siglo. Como su mentor, el juez del Tribunal Supremo Antonin Scalia –que ostentó el cargo durante 30 años, desde 1986 hasta 2016–, dice ser una “originalista”, es decir, que se ajusta a una interpretación literal del texto constitucional. Con ella habrán seis jueces católicos en un tribunal de nueve magistrados –con el añadido de que Neil Gorsuch se considera a sí mismo “un católico que es también un protestante”–, una cifra sin precedentes en un país de mayoría protestante.
En un ensayo jurídico de 2016, Barrett –madre de siete hijos, dos de ellos adoptados en Haití y uno con síndrome de Down– escribió que el aborto es “siempre inmoral” y que la protección del Estado a la vida se debe extender desde la concepción a la muerte. Los colegios afiliados a People of Praise, la congregación carismática a la que pertenece, no admiten a hijos de parejas homosexuales.
El problema es que un tribunal tan escorado a la derecha difícilmente refleja la diversidad social del país. La última vez que el Tribunal Supremo tuvo una mayoría de jueces nombrados por presidentes demócratas fue en 1969. Desde entonces, los republicanos han nombrado a 15 de los 19 jueces y los demócratas apenas a cuatro, pese a que ganaron cinco de las últimas 12 elecciones y la mayoría del voto popular en otras dos más: en 2000 (Al Gore) y 2016 (Hillary Clinton).
Por razones fortuitas, como la muerte de uno de los jueces, Richard Nixon pudo nombrar a cuatro y Donald Trump a tres, mientras que Carter no pudo nombrar ninguno. Trump ha designado además a 162 jueces federales y a 53 jueces de cortes de apelación. “Ni siquiera yo puedo creer la suerte que he tenido”, dijo en un mitin de campaña en Ohio. En ocho años, Barack Obama solo nombró a Sonia Sotomayor y Elena Kagan en el Supremo, y a 55 jueces de apelaciones, debido al bloqueo del Senado.
Así, no resulta extraño que muchos teman que Barrett incline la balanza a favor de la revocación de la sentencia de 1973 del caso Roe v. Wade, que liberalizó el aborto, o la de Obergefell v. Hodges de 2015 sobre el matrimonio homosexual.
Su voto será también decisivo en asuntos de sanidad pública, políticas inmigratorias, regulaciones medioambientales, control de armas o la adhesión a tratados internacionales como el Acuerdo de París. En el proceso de ratificación ante el Senado, Barrett dijo que la Constitución no debía ser restringida por leyes extranjeras y se negó a contestar a la pregunta de si creía que el cambio climático era consecuencia de la actividad humana.
Politización de la justicia
Para evitar que el alto tribunal se convierta en una especie de tercera cámara legislativa, una administración demócrata podría ampliar su número de jueces, como intentó Franklin Roosevelt en 1937, o imponer límites temporales a sus mandatos. La Constitución no dice nada sobre una cosa u otra. El problema es que ello politizaría todavía más la justicia. Y cada nuevo presidente se vería tentado a repetir la jugada. Como recuerda The New York Times, el sistema democrático depende tanto de códigos de conducta no escritos como de leyes.
Barrett cree compatibles sus convicciones religiosas y su respeto a las leyes civiles. El problema es que las fronteras entre ambas son a veces tenues. La religiosa es la primera libertad a la que se refieren las primeras 16 palabras del Bill of Rigths, pero basta con mencionar la despenalización del aborto para enfurecer a diversas confesiones religiosas.
En su cuenta de Twitter, el obispo de Saint Augustine (Florida), Felipe Estévez, exhortó a sus feligreses a no votar por políticos que apoyaran los “malos intrínsecos” del aborto y la eutanasia, una mención apenas velada a Joe Biden, que asiste a misa con frecuencia y siempre habla con orgullo de su herencia católica irlandesa. Sin embargo, en octubre un sacerdote se negó a darle la comunión debido a su oposición a mayores restricciones al aborto. Otros obispos como Joseph Strickland y Eduardo Nevares también desaconsejaron votar a Biden.
Paradojas católicas
La tradición anglosajona –que solía identificar al catolicismo con la “injerencia papista”, el absolutismo y la intolerancia– explica el largo monopolio protestante de la Casa Blanca, solo roto hasta ahora por John F. Kennedy (1960-63).
La Primera enmienda prohíbe cualquier tipo de examen religioso para acceder a cargos públicos. En 1960, Kennedy dejó claro que ningún prelado le daría órdenes. En una tensa audiencia en el Senado en septiembre de 2017 para su confirmación como juez federal, la senadora por California, Diane Feinstein, dijo a Barrett que su trayectoria traslucía los “dogmas” de su fe, lo que, advirtió, podía poner en riesgo el derecho de las mujeres a controlar sus cuerpos.
Sus palabras no fueron bien recibidas. En 1995, en un discurso ante el American Jewish Commitee, Ginsburg se mostró orgullosa de su herencia judía y del legado del judaísmo en la lucha por la justicia social en EEUU. Los sondeos de Pew revelan que las opiniones de los católicos –divididos casi exactamente por la mitad entre republicanos y demócratas– reflejan más las posturas de los partidos a los que votan que las de los obispos.
Dos multimillonarios católicos, Kenneth Langone y Tom Monaghan, son firmes partidarios de Trump. Los católicos de ascendencia irlandesa, italiana y polaca no suelen dar mucha importancia a las confesiones religiosas de los políticos. La paradoja es que justo cuando su influencia social, cultural y política parece más alta que nunca –con un 33% de congresistas católicos–, la asistencia a misa sea hoy la más baja en cinco décadas. Según las encuestas de Pew, el 56% de los católicos está a favor del aborto con pocas restricciones.
La religión de los fundadores
Los Padres Fundadores –George Washington, Thomas Jefferson, Benjamin Franklin…– eran deístas, es decir, creyentes en algún tipo de divinidad, pero no en su intervención en el mundo. Jefferson escribió que la humanidad se había pasado demasiado tiempo matándose inútilmente por “abstracciones ininteligibles y ajenas a la comprensión de la mente humana”.
John Locke, uno de sus filósofos de cabecera, creía que los católicos no merecían la tolerancia de un Estado liberal porque no se podía confiar en que mantuvieran su fe fuera de la esfera pública, dado su rechazo a separar el orden moral y religioso del jurídico, civil y político.
El equilibrio entre libertades religiosas y civiles es quizá el legado político más perdurable y exitoso de los Padres Fundadores. Pese a los sucesivos esfuerzos de generaciones de políticos, ningún presidente ha intentado declarar EEUU como una “nación cristiana”, lo que explica la vitalidad de sus múltiples confesiones, sobre todo si se la compara con el generalizado secularismo europeo, que ha terminado convirtiendo en museos sus catedrales góticas desde Lisboa a Colonia.
En American Gospel (2007), Jon Meacham recuerda que cuando un presidente invoca a la divinidad, lo hace con la seguridad de que cada cual –cristianos, judíos, musulmanes, hindúes…– es libre de definirla como mejor le parezca.
La alternativa católica, incluso tras el aggiornamento del concilio Vaticano II, no parece muy atractiva para muchos liberales en EEUU. Es explicable. Pío IX, último soberano de los Estados Pontificios y cuyo Syllabus errorum de 1864 anatemizó el racionalismo, fue beatificado en 2000 por el papa polaco.
‘¿Quién soy yo?’
Pese a sus famosas palabras de 2013 sobre su incapacidad para juzgar a un gay –“¿Quien soy yo?”, dijo–, el propio papa Francisco ha visto matizadas sus palabras por la secretaría de Estado del Vaticano. En un comunicado oficial, subrayó que las declaraciones papales recogidas en un documental de Evgeny Afineevsky –en las que decía apoyar una ley de convivencia civil para parejas del mismo sexo– fueron sacadas de contexto y que no afectaban a la doctrina católica, que obliga a los fieles a oponerse al reconocimiento legal de uniones homosexuales.
El cardenal Gerhard Ludwig Müller, exprefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, dijo que el Papa no estaba “por encima de la palabra de Dios, que creó el ser humano, hombre y mujer, el matrimonio y la familia”.
La paradoja de todo ello es que los Evangelios apenas hablan, al menos explícitamente, del aborto o la homosexualidad. Si el objetivo es evitar abortos, se pregunta Ross Douthat, columnista católico de The New York Times, ¿por qué no tratarlo como un asunto de salud pública facilitando el acceso a métodos anticonceptivos?
En una reciente conferencia virtual de la Loyola University de Chicago, Steven Millies, director del Centro Bernardin de la Catholic Theological Union, dijo que la obsesión con la ilegalización del aborto ha generado una extrema polarización política, impidiendo que los católicos se enfrenten a otros acuciantes problemas sociales. Y todo ello sin impedir un solo aborto. La derogación de Roe v. Wade, asegura Millies, no cambiaría nada. En Good Intentions (2016) sostuvo que esa sentencia al menos ofrece un compromiso viable para proteger los derechos de las mujeres en condiciones extremas y darles el mismo control que los hombres tienen sobre sus vidas.
Al acusar a los católicos liberales de no ser “verdaderos”, los conservadores actúan, según Millies, como un grupo de presión cuyo interés primordial es el poder político, en lugar de mostrar empatía con personas de distintas creencias, recordando que Chesterton, quizá el escritor católico más admirados del siglo XX, escribió que en una democracia lo más importante son las cosas esenciales que unen –y no las que separan– a las personas.
Católico y evangélico.
Los segundos son peores, eh, pero definitivamente los dos causan mucho daño.