Donald Trump se enfrenta a su reelección. Según las encuestas, le espera una derrota sin precedentes. Pero las encuestas se han equivocado antes y no suele ser buena idea subestimar al actual presidente de Estados Unidos. Incluso si pierde. El actual mandato de Trump, que termina en enero de 2021, dejará un legado profundo al margen de quién gane las elecciones presidenciales. ¿Cuáles son sus aspectos más destacados?
Antes de contestar, conviene tener en cuenta dos elementos fundamentales. El primero es que Trump, por más que se le presente como un demagogo rupturista, se ha convertido en un político al uso del Partido Republicano. Gobierna según los preceptos de la derecha estadounidense, entre cuyas bases mantiene índices de apoyo por encima del 90%. Por eso, entre otras cosas, es una figura que se entiende mejor en términos de continuismo –con el Partido Republicano y la propia presidencia en tanto institución– que de ruptura con el pasado.
Acción exterior: inercia, impulsos y contención
El ejemplo más claro tal vez sea China. A Trump se le atribuye inaugurar una fase de confrontación directa entre EEUU y el gigante asiático, a través de choques comerciales, diplomáticos y tecnológicos. Pero las tensiones entre Pekín y Washington –así como en el propio vecindario de China, donde su expansión naval causa alarma– le anteceden. Fue Barack Obama quien intentó aislar a China mediante el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, al que se habían sumado gran parte de sus vecinos y que Trump canceló durante su primera semana en el cargo. La cuestión es si los bandazos unilaterales de Trump han sido más eficaces que el multilateralismo coordinado de su predecesor.
De cara al futuro, se ha consolidado entre Washington y Pekín lo que Carlos Alonso Zaldívar denomina un “conflicto acotado”. Demócratas destacados como Chuck Schumer, líder del partido en el Senado, han apoyado ocasionalmente la línea dura de Trump. Joe Biden, candidato presidencial del Partido Demócrata, también ha intentado competir con Trump por ver quién se muestra más inflexible con Pekín. Los últimos cuatro años, en resumen, no representan un paréntesis conflictivo en una relación armoniosa.
New ad: Trump praised China's coronavirus response while refusing to mount the one we needed at home. Now the outbreak is the worst public health and economic crisis of our lifetimes. Joe Biden warned him not to take their word. (https://t.co/qJXsw3eKGG) pic.twitter.com/XWNnYx4GAI
— Andrew Bates (@AndrewBatesNC) April 18, 2020
China es un caso particular, en la medida en que la política exterior de Trump parece rupturista, como apunta el columnista Edward Luce en Financial Times. También es una de las mayores bazas del presidente de cara a su electorado: en lo que concierne a evitar nuevas intervenciones militares ha cumplido sus promesas electorales, para desagrado del ala neoconservadora del Partido Republicano (parte de la cual ha transitado al Demócrata). El gusto por ignorar a los expertos en política exterior, casi siempre más intervencionistas que el estadounidense medio, también fue una característica del segundo mandato de Obama. Pero Trump lo ha elevado a otra categoría, insultando a sus servicios de inteligencia y desguazando al cuerpo diplomático estadounidense, de modo que una victoria de Biden podría interpretarse como un retorno a la ortodoxia en la acción exterior de EEUU.
Aunque esa ortodoxia se reveló fallida, Trump tampoco ha sido capaz de ofrecer una alternativa viable. Así lo señala el catedrático de Harvard Stephen Walt en la revista Foreign Policy. Los bandazos erráticos del presidente –desvincularse de tratados comerciales, el Acuerdo de París, el deshielo con Cuba y la negociación nuclear con Irán, con quien casi inició un conflicto armado a principios de este año– han dejado a EEUU debilitado de puertas para afuera. El reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, así como el apoyo a la expansión de asentamientos judíos y el gobierno de Benjamin Netanyahu, han supuesto el golpe de gracia a la solución de los dos Estados. Trump, en cualquier, carece de la disciplina como para llevar a cabo la acción exterior aislacionista que prometió. Cuatro años después de su llegada al poder, el Pentágono continúa realizando operaciones antiterroristas en el 40% de los países del mundo. Así que deja un legado mixto en este sentido.
Ortodoxia republicana
Otro ámbito en el que se presentó a Trump como más novedoso de lo que ha resultado ser es el de la política económica. Su principal logro en este frente fueron las rebajas fiscales de 2017, que se centraron en reducir impuestos a grandes empresas. La medida no desbloqueó un grifo de inversión descomunal, como en su día se prometió, pero ha supuesto un impulso pro-cíclico a una economía que ya crecía, gracias a una recuperación sobre la que presidió Obama y que, como las rebajas fiscales de Trump, apenas se tradujo en beneficios para estadounidenses de ingresos medios o bajos. También reforzó el ciclo alcista de las bolsas estadounidenses, que Trump mencionaba recurrentemente como indicador de su éxito. Pero eso terminó en marzo. El Covid-19 ha mostrado que se trataba de un modelo de crecimiento con los pies de barro y que la economía estadounidense no está preparada para hacer frente a la pandemia.
Conviene recordar que las rebajas fiscales son, desde la llegada al poder de Ronald Reagan, el alfa y el omega de la agenda económica republicana. También destaca en ella la desregulación, que en Trump ha encontrado a otro republicano al uso. No ocurre lo mismo con el proteccionismo comercial, si bien en este ámbito el actual presidente es menos novedoso de lo que parece. Sus predecesores republicanos –empezando por el propio Reagan– también llevaron a cabo políticas comerciales nacionalistas en el pasado, incluyendo el uso de sanciones y aranceles agresivos. De modo que Trump ha profundizado y reforzado una agenda económica que lleva en vigor desde los años ochenta, al tiempo que la reconfigura en una dirección explícitamente nacionalista.
El ámbito judicial es donde Trump ha seguido con mayor entusiasmo el manual del Partido Republicano, y donde el legado de estos cuatro años será más profundo. Los titulares los han acaparado sus nominaciones a jueves de la Corte Suprema –Neil Gorsuch en 2017, Brett Kavanaugh en 2018, Amy Comey Barrett a mediados de octubre–, que hoy ya cuenta con una mayoría conservadora 6-3. Entre los temas sobre los que el principal tribunal de EEUU puede legislar en los próximos años se cuentan los convenios colectivos, la regulación sanitaria aprobada por Obama en 2010, el matrimonio gay y el derecho al aborto.
El impacto, no obstante, es igual o mayor en el nivel de los jueces federales que nomina el ejecutivo. Trump ha asignado en torno a 200 cargos vitalicios a juristas jóvenes de derecha, la mayor parte de ellos pertenecientes a la Sociedad Federalista, agrupación conservadora que trabaja estrechamente con el Partido Republicano. Un número de nombramientos sin precedentes cercanos durante un solo mandato, que condicionará rígidamente la acción de sus predecesores.
Tierra quemada
Tras estas medidas –y otras claramente antipluralistas, como las restricciones de los derechos de votos por parte de gobernadores y legislaturas estatales republicanas– se esconde una realidad incómoda para la derecha estadounidense. El Partido Republicano hace frente a un futuro en el que la demografía no le es favorable, al depender excesivamente de votantes blancos que pasarán a ser una pluralidad en vez de una mayoría de la sociedad estadounidense. La polarización del partido durante las últimas décadas responde a su incapacidad de abrazar una estrategia electoral distinta –por ejemplo, atrayendo a votantes latinos que el Partido Demócrata aún no tiene asegurados– y está en el germen de la disfuncionalidad que atraviesa el conjunto del país.
La oposición, por otra parte, es capaz de sobrellevar esta dinámica. El Partido Demócrata puede decir que contra Trump se vive bien. Es un presidente impopular que genera una profunda aversión, por lo que se le puede vencer en las urnas con un candidato moderado que no satisfaga las demandas del ala izquierda del partido. Como señala Ricardo Dudda, entre las consecuencias positivas de un descalabro del trumpismo se cuenta el fin del antitrumpismo: un estilo político basado en “la terapia grupal, la gesticulación vacía y una épica de resistencia artificial”.
Nada indica que este choque entre las Américas demócrata y republicana vaya a cambiar si Trump es derrotado. Al revés: los movimientos extremistas que han crecido al calor de su presidencia (supremacistas blancos, adeptos a teorías de la conspiración) difícilmente aceptarán la victoria de Biden. De modo que, como señala Pablo Bustinduy, el interregno entre el 3 de noviembre y el 20 de enero se presenta como un campo de minas para la democracia estadounidense. Especialmente si un Trump derrotado decide llevar el resultado electoral a los tribunales.