A nosotros, a los autores, Ken Robinson nos sedujo, nos convenció, y lo que es mucho más difícil, nos llevó a la acción. Y esto, creemos, es el síntoma de su éxito y la señal de su fracaso, que nos entristece tanto como su pérdida, que sentimos muy cercana.
Elegimos para nuestros hijos centros educativos que proponían (con desigual fortuna, convicción y recursos) una pedagogía activa, que fomentaban su afán innato de explorar e investigar autónomamente, que ofrecían espacios para el aprendizaje social en el que niños de diferentes edades colaboraban en la realización de proyectos guiados por sus intereses e inquietudes. Y en buena medida los escogimos porque Sir Ken Robinson supo hacernos ver qué nos jugábamos con ello.
En un modesto ejemplo de lo que llaman los analistas “difusión de políticas” (a escala internacional) a partir de las ideas de Robinson (cuyo atractivo realmente no tuvo fronteras, salvo las que luego mencionaremos), tratamos también de llevar alguno de sus planteamientos a las universidades españolas que nos prestaron atención: el aprendizaje por proyectos a partir de retos reales, planteados por organizaciones públicas, privadas y del tercer sector que colaboran con la universidad y se benefician de su trabajo para la búsqueda de soluciones a los desafíos más acuciantes a los que se enfrenta nuestra sociedad. Proyectos en los que los estudiantes trabajarían en equipo, apoyados por docentes dedicados y en los que abordarían de forma multidisciplinar los retos propuestos, “sin red”, sabiendo que lo que hiciera tendría un sentido social, relacional, personal, más allá de lo escolar.
Esos proyectos se realizarían en espacios versátiles, dotados de múltiples recursos, en los que se trabajaría cotidianamente de acuerdo con una planificación autónoma del trabajo. A lo largo de ello se recibirían información y sugerencias “a demanda”, por parte de especialistas según las necesidades de aprendizaje que originara su propia indagación. En ese sentido, serían los estudiantes quienes movilizarían el riquísimo acervo de conocimiento y experiencia que posee la universidad: serían ellos los que “tirarían” de las instituciones, cuyo papel iría así más allá del cumplimiento de los programas.
Los estudiantes gestionarían el presupuesto del proyecto y desarrollarían una labor de reflexión individual y grupal acerca de su evolución. Porque esa capacidad de reflexión, como nos dice el testimonio de los profesionales que hemos entrevistado y que han podido desarrollar su potencial allí donde su curiosidad e interés los han llevado, es fundamental para acometer una trayectoria educativa que, en el mundo actual y venidero, habrá de prolongarse durante toda la vida.
De muchas de estas ideas nos habló, a nosotros y a millones de personas, Robinson en 2006. En gran medida, a él se las debemos. No solo porque nos hablara de educación, sino porque nos habló exactamente como lo hizo, convirtiéndose en el rey indiscutible de ese nuevo medio –su famosa charla en TED es la más vista en la historia de la plataforma–. Robinson hacía uso del humor, de la interlocución directa a las vivencias más íntimas de la audiencia (y las suyas propias), de historias maravillosas que hacían memorables sus palabras y que nos hacía reconocer, como el que despierta de un sueño, la inercia institucional que había atrapado a nuestros sistemas educativos en una dinámica autorreproductiva, cada vez más alejados de las necesidades sociales del momento y anclados en aproximaciones pedagógicas diseñadas para tiempos pasados, tiempos grises, fabriles y disciplinarios.
En sus charlas y en sus libros Robinson nos anunciaba una revolución. Una revolución educativa que, por fin, reconocería la diversidad humana y el carácter dinámico y social del aprendizaje, que llevaría a entender, finalmente, que “si no estás preparado para equivocarte, nunca serás capaz de hacer algo original”, y que la escuela, más que hacernos olvidar la creatividad infantil, debería impulsar esta como palanca de crecimiento personal y humano.
Casi 15 años después, y decenas de millones de visualizaciones de muchedumbres que imaginamos igual de arrobadas y persuadidas que nosotros, es difícil pensar que esa revolución esté cerca de producirse en los grandes sistemas públicos de educación reglada.
¿Estaba equivocado Robinson en sus planteamientos? ¿Fracasó, como tantos antes de él, en su empeño de transformar el sistema, en desencadenar el cambio institucional que nos trajese el tipo de educación que demandan la complejidad de sociedad contemporánea y el respeto a la propia diversidad y riqueza de los estudiantes en capacidad e intereses? ¿O había algo en su mensaje y en los que lo recibimos con entusiasmo que, precisamente, debilitaba irremediablemente esa transformación estructural?
Nosotros nos inclinamos por la tercera posibilidad.
Seguimos convencidos de que tenía razón en su diagnóstico, que con trazo grueso resumimos así: el sistema educativo está anclado en los fundamentos pedagógicos de hace más de un siglo, con programas cerrados de aplicación general, escasa atención a las excepciones personales del tipo que estas sean, división del tiempo en unidades estancas dedicadas a una única materia, clasificación inapelable de los estudiantes en cohortes de edad, transmisión unidireccional de los contenidos estipulados en los programas por parte de los docentes, ausencia casi absoluta de la aplicación práctica del conocimiento y las habilidades adquiridas en situaciones de la vida real; trabajo de carácter repetitivo, de entrenamiento en el hogar, con la paradoja que conlleva: precisamente cuando los estudiantes se dan cuenta de dónde están sus problemas de comprensión es cuando no tienen apoyo docente; peso menguante o inexistente de las humanidades y de la expresión artística, musical y dramática –tan queridas por Robinson–.
Tampoco creemos, y coincidimos en esto con las decenas de millones de personas que ven y siguen viendo, entre risas y momentos de deslumbradora comprensión, sus charlas. En particular, su uso del humor, que empezaba siempre por sí mismo, era seguramente la única palanca para sacudirnos de nuestra modorra, provocada en gran medida por el adormecimiento de la creatividad y la crítica que el sistema educativo consigue instalar a largo plazo. Decía Henri Bergson que nos mueve a risa “lo mecánico calcado sobre lo vivo”: el humor desvela y denuncia lo que de anquilosado, de repetitivo, tienen movimientos, formas de hablar o de pensar. Y esto lo hizo como nadie Robinson con su implacable pero risueña crítica de la educación esclerotizada.
Ambas cosas nos llevan a pensar que la razón del fracaso de Robinson no podía estar en sus argumentos ni, desde luego, en lo que ahora llamaríamos el “relato”. Se situaba, precisamente, en el encuentro entre su extraordinaria capacidad de comunicación y movilización, y la audiencia que lo recibió y se sintió muchas veces interpelada y movida a la acción. Y sí, sabemos que suena paradójico. Habría que preguntarse, por tanto, a quién llegó con sus libros y charlas y qué reacción provocó en ellos.
Nuestra intuición es que Robinson tejió un discurso deslumbrante en un medio novedoso que llegó fundamentalmente a las élites globales –entendidas en sentido amplio, es decir, élites económicas, sociales, culturales, cognitivas, poseedoras, en definitiva, de capital económico, social y cultural–. Cuando este mensaje alcanzó a su audiencia, la reacción no se hizo esperar… y fue la de impulsarlos, impulsarnos, a abandonar la educación “tradicional” (la común, la pública). Y con ello se perdieron las esperanzas (o la correlación de fuerzas, que dirían en los años setenta) de reformarla.
Albert Hirschman explicaba que el declive de las organizaciones, como las educativas, viene marcado por tres respuestas posibles. La primera sería la “salida”, el abandono de la organización por parte de los que tienen medios para hacerlo y encontrar alternativa, análoga al consumidor que deja de adquirir un producto para comprar otro, enviando así una señal “numérica” a la organización (una señal que tendrá la fuerza que tenga el número de los que la dejan, pero que no será fácilmente interpretable por los responsables de la organización). Esta “salida” de la escuela “reaccionaria” es la que llenó Silicon Valley, pero también Londres y Madrid de escuelas Montessori, Waldorf y otras inspiradas por la experiencia de Reggio Emilia. Y Ken Robinson cargó de razones a los que huían.
Sin embargo, en el encuentro con su audiencia, sus charlas TED no fueron capaces de activar el más complejo –“engorroso”, según Hirschman– mecanismo de la “voz”, típico de la acción política, que es la precondición para que se produzcan cambios más amplios, como los que deberían producirse en la educación, la pedagogía y el entorno institucional en el que tienen lugar. Porque del tercer mecanismo identificado por Hirschman, la “lealtad”, la permanencia en la organización, no cabe leer si se produce por falta de recursos, de conocimientos, de impulso de cambio, o por aceptación del sistema educativo “realmente existente”.
La política educativa, rehén de la lucha partidista, afectada más allá de lo necesario por el doloroso proceso de consolidación fiscal resultado de la crisis de 2008 y secuestrada por intereses corporativos y sindicales mejor o peor entendidos, no se inmutó y, en nuestro país, las sucesivas “reformas” educativas gatopardistas cuestionaron solo superficialmente, si lo hacían, los fundamentos pedagógicos del sistema o las características del acceso a la carrera docente.
En su preciso obituario, el New York Times recordaba que Ken Robinson era miembro del consejo asesor de una pequeña comunidad educativa privada en Manhattan: una escuela fundada por profesionales de las artes escénicas y dedicada al fomento de la expresión artística y musical entre sus jóvenes alumnos. Robinson se incorporó al mismo cuando el proyecto ya estaba iniciado, pero, al parecer, su influencia en ella fue grande.
Una escuela de privilegiados en Manhattan. Qué sabor agridulce nos deja la pequeñez del logro ante lo grandioso del reto del que Ken Robinson, de forma magistral y conmovedora, nos hizo conscientes.