Manifestantes sostienen una gran bandera peruana en una marcha por el centro de Lima en enero de 2019. GETTY

Perú: 40 años cuesta abajo

Ningún gobierno ha sido exitoso en estas cuatro décadas. Todos han terminado repudiados y sus cabezas visibles, en manos de la justicia. Los peruanos, convocados a las urnas cada cinco años bajo pena de multa, siguen apostando una y otra vez, a ver si en la próxima aciertan.
Luis Pásara
 |  3 de septiembre de 2020

Han transcurrido cuatro décadas desde el fin del gobierno militar (1968-1980) y la vuelta a la democracia con el segundo gobierno de Fernando Belaunde. Pero los peruanos no están satisfechos con la democracia que tienen. En 2018, el Latinobarómetro encontró que el 51% de los peruanos encuestados consideraba que la suya era “una democracia con grandes problemas”, porcentaje superado solo en Argentina, Brasil y República Dominicana. Al tiempo que en Venezuela, sorprendentemente, el 12% de los entrevistados se declaró “muy satisfecho” o “más bien satisfecho” con la democracia, en Perú esas respuestas sumaron el 11% de los entrevistados, porcentaje debajo del cual solo quedó Brasil. Igualmente reveladora fue la respuesta a la pregunta “¿Para quién se gobierna?”. El 85% de los encuestados en Perú escogió: “Grupos poderosos en su propio beneficio”. Y solo 12% prefirió: “Para el bien de todo el pueblo”. El 8% dijo tener alguna confianza en el Congreso y 7% en los partidos políticos.

Es probable que los hechos recientes en la escena política peruana estén incrementando la insatisfacción. Una gestión desde el ejecutivo que, pese a las medidas adoptadas tempranamente, no ha logrado contener la extensión de la pandemia y que en julio intentó dar –con un nuevo gabinete a la postre desautorizado por el Congreso– un golpe de timón a favor de los grandes grupos económicos. Un nuevo Congreso –instalado en marzo para sustituir al que fue disuelto en 2019– que es igual o peor que el anterior en la defensa de intereses particulares. A siete meses de las elecciones generales, el panorama no es prometedor.

A ese panorama concurren los efectos devastadores de la pandemia. En la segunda quincena de agosto, Perú era el sexto país del mundo en número de contagios confirmados, el Sistema Nacional de Defunciones registraba un “exceso” de más de 63.000 muertes y la tasa de mortalidad por Covid-19 solo era superada internacionalmente por Bélgica. El trimestre abril-junio concluyó con una caída del 30,2% del PIB. Y, sin que el nivel de contagios se haya estabilizado, los estimados sobre el incremento de la pobreza son más que preocupantes. Perú se ha encontrado con las consecuencias de estas cuatro décadas que, pese a un crecimiento económico relativamente alto en América Latina –sobre todo en los últimos 20 años–, no promovieron cambios que hubieran podido permitir que la lucha contra la pandemia no se hiciera desde la precariedad que ahora ha quedado en evidencia.

 

Cuatro décadas de apuestas fallidas

En 1980 se instaló un gobierno democráticamente elegido. Sucedió al gobierno militar que, en sus 12 años, había fracasado en su intento de cambiar el país por la vía autoritaria. En su segundo gobierno (1980-85), Belaunde no pretendía cambiar o reformar el país. Ni siquiera atendió al desafío planteado por la subversión –que Sendero Luminoso inició el mismo día en que eran elegidos presidente y Parlamento– ni al de la inflación, que trepó a alrededor del 110% en 1983 y en 1984. El PIB decreció un 10% en 1983.

Con tan mediocres resultados, la ciudadanía decidió apostar por Alan García y su promesa de un “futuro diferente”; así llegó el Partido Aprista al poder, un triunfo que su líder histórico, Víctor Raúl Haya de la Torre, no pudo alcanzar en 60 años de carrera política. La economía se recuperó inicialmente, hasta que fue aplastada por la inflación: 1.722% en 1988, 2.775% en 1989 y 7.649% en 1990. En 1988, el PIB se contrajo un 9,4%; el año siguiente volvió a decrecer, un 12,3%. Un mecanismo cambiario de doble tasa y los estímulos otorgados a exportaciones ficticias instauraron la corrupción en gran escala. Mientras tanto, el aparato de justicia fue copado por gentes del partido de gobierno y el Ejército continuó a cargo del problema subversivo: los muertos se multiplicaron y cientos de detenidos fueron ejecutados sin que Sendero Luminoso fuera derrotado.

Con el apoyo del gobierno de García, Alberto Fujimori venció a la candidatura de Mario Vargas Llosa y llegó a la presidencia en 1990. Tras un shock de política económica que aumentó la pobreza, la economía se recuperó hasta llevar el crecimiento del PIB al 12,3% en 1994, pero cuatro años después pasó a un porcentaje negativo (0,4%). Desde 1998, el país mantuvo la inflación en un solo dígito. Disuelto el Congreso por Fujimori en 1992, se instauró una dictadura que controló los medios de comunicación, amnistió a los militares responsables de violaciones de derechos humanos, estableció redes de corrupción en el poder judicial y cercó a la oposición, con el concurso del todopoderoso asesor Vladimiro Montesinos. La detención de Abimael Guzmán, producida en 1992, sirvió para legitimar ante un sector de la ciudadanía no solo las violaciones de derechos humanos, sino también la corrupción de su gobierno, delitos por los que Fujimori fue condenado en 2010 a 25 años de prisión.

 

Gobiernos en ‘piloto automático’

Después del breve paréntesis del gobierno transitorio de Valentín Paniagua, Alejandro Toledo (2001-06) inauguró una conducción del gobierno denominada en el país como “en piloto automático”, que dejó la economía en manos de gentes ideologizadas por el neoliberalismo predicado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. La receta fue simple: facilitar la inversión privada y cuanto menos Estado, mejor. Esa política económica, sobre la base de un crecimiento sostenido, efectivamente redujo los niveles de pobreza de modo significativo, pero renunció a implantar servicios públicos de calidad. A la larga, el resultado se ha traducido en una educación pública de muy bajo nivel y un sistema de salud que con ocasión de la pandemia está mostrando condiciones lamentables.

Mientras tanto, la corrupción se ha ido extendiendo como un cáncer durante sucesivos gobiernos. García aportó lo suyo en el segundo gobierno (2006-2011), como lo hizo en seguida “la pareja presidencial” Ollanta Humala-Nadine Heredia (2011-16). Pedro Pablo Kuczynski, elegido en 2016, era un lobista de carrera que tuvo que renunciar dos años después de que se hiciesen públicos sus vínculos con la empresa brasileña Odebrecht.

 

Vuelta a la realidad

La pandemia ha mostrado al país tal cual es. La economía peruana sufrirá la mayor caída en Suramérica y se ha demostrado que aquellos que creían haber salido de la pobreza, en rigor estaban en la debilidad estructural que un confinamiento de unos meses reveló. Está en cuestión la ideología de los emprendedores que, albergándose en la informalidad, establecieron un negocio frágil que no ha resistido los efectos del virus. Esto no solo ha ocurrido en Perú, pero en este caso resalta la endeblez de lo construido en estos 40 años. Algunos lograron mucho, pero la mayoría se encuentra ahora en el punto de partida.

De allí que la encuesta de IPSOS sobre identidad nacional –que, llevada a cabo en julio, cuenta con una serie de siete años a partir de 2013– haya encontrado en 2020 un notorio incremento del sentimiento pena/tristeza en torno al país: casi dos de cada cinco encuestados (37%) lo manifestó así. A la congoja habría que añadir –en una pregunta de respuestas múltiples– el sentimiento de vergüenza, admitido por el 8%, y el de rabia/odio, confesado por el 7%.

La desembocadura actual muestra un país en zozobra. La actuación gubernamental pone de manifiesto las carencias de un Estado debilitado que trata de afrontar la creciente desobediencia ciudadana. El 22 de agosto, una fiesta masiva organizada en Lima al margen de las disposiciones existentes fue interrumpida por la policía de manera que produjo una estampida en la cual murieron 13 jóvenes. La aprobación del presidente, Martín Vizcarra, que fue del 87% cuando declaró el estado de emergencia en marzo, ha experimentado desde entonces una caída: en agosto llegó a 60%, al tiempo que  la actuación de su gobierno resultó aprobada solo por dos de cada cinco entrevistados (40%).

Hay fundamentos sólidos para acusar al gobierno de Vizcarra de carecer de brújula, estar orientado solo por su popularidad en las encuestas y beneficiar a los miembros de su entorno informal de amigos y coterráneos. Pero debe tenerse presente que Vizcarra sigue un estilo que en lo fundamental tiene muchos precedentes. Ningún gobierno ha sido exitoso en estas cuatro décadas. Todos han terminado repudiados y sus cabezas visibles –Fujimori, Toledo, García, Humala y Kuczynski– han estado o están en manos de la justicia. El electorado –convocado forzosamente a las urnas cada cinco años bajo pena de multa– ha seguido apostando una y otra vez, a ver si en la próxima acierta. Si es que no ocurre antes un sismo político, la siguiente oportunidad tendrá lugar en abril de 2021 y nada indica que vaya a ser una ocasión distinta a las anteriores.

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