Si hay una tarea pendiente en este siglo XXI, esta es, sin duda, la de la igualdad entre hombres y mujeres. A pesar de los avances logrados en las últimas décadas, ningún país del mundo ha alcanzado todavía la igualdad efectiva entre las dos mitades de la población. Las mujeres comparten desigualdades en todas las esferas (política, económica y social) respecto a los hombres: violencia machista, brecha y segregación salarial, ausencia de los puestos de poder y toma de decisiones políticas y económicas, o desigual reparto de las tareas domésticas y de cuidados, entre otras. Estas desigualdades, que parten de considerar la “mayor autoridad” del varón en el espacio público –y se perpetúan sobre la base de estereotipos y roles de género que la sociedad atribuye a las mujeres–, las atraviesan en todos los lugares del mundo, sin excepción.
Adicionalmente, los indudables avances conseguidos a lo largo del siglo XX se han ralentizado en nuestros días, o experimentan, en determinados ámbitos y países, un cierto retroceso. El esquema masculinizado, generizado y generizante de nuestras sociedades –también a través de la práctica internacional– parte de una visión del mundo en la que lo masculino se identifica con la fuerza, la razón, lo objetivo y lo de mayor valor; frente a lo femenino, que se asocia a la debilidad, la emoción, la subjetividad y la ausencia de valía.
Ninguno de los progresos logrados hasta hoy habría sido posible sin la impronta feminista. Sin la aportación crítica y el impulso constante del feminismo, la situación de las mujeres en todo el mundo sería, sin duda, distinta, mucho más difícil. En su doble condición de teoría crítica y movimiento social, el feminismo cuestiona la organización de la sociedad, que mantiene a las mujeres en un papel de subordinación, y plantea un imprescindible cambio estructural…