Las autoridades chinas pretendían convertir el mes de julio en una fecha histórica para el Partido Comunista de China (PCCh). Aspiraban a que coincidieran los actos conmemorativos del 99 aniversario de su fundación con el anuncio de haber alcanzado el objetivo que el presidente del país, Xi Jinping, había fijado al inicio de su mandato: que la economía china duplicase en 2020 el tamaño que tenía en 2010. La realidad sido muy distinta, forzada por la pandemia del Covid-19, que ha hecho mella en la economía del gigante asiático y ha propiciado nuevas disputas con Estados Unidos. Unas diferencias que generan una creciente atmósfera de guerra fría con Washington, alentada por las declaraciones y gestos procedentes de la Casa Blanca.
La prueba más evidente del cambio de guion lo protagonizó hace pocos días el propio presidente chino y también secretario general del PCCh. Xi escribió una carta a un grupo de voluntarios de la universidad Fudan de Shanghái, donde les urgía a cumplir la “misión” del Partido, esto es, los dos “objetivos centenarios” que Xi lanzó al principio de su mandato en 2013. La primera meta es que en 2021, centenario de la fundación de la organización comunista, el país haya alcanzado el estatus de sociedad globalmente acomodada. La segunda, que para 2050, centenario de la fundación de la República Popular China, este se haya convertido en “un poderoso país socialista”.
Xi sumó a ello la demanda a los miembros del Politburó, máximo órgano dirigente del PCCh, de que se esforzaran en cerrar filas en torno al Partido y en aprender de la historia. Un eufemismo con el que a menudo los líderes chinos se refieren al estudio del colapso de la Unión Soviética, un acontecimiento que les obsesiona, por la posibilidad de que se reproduzca en su país. Consideran que el régimen de Moscú se vino abajo debido a la interferencia extranjera y porque el partido comunista soviético había abandonado sus creencias. De ahí la insistencia de Xi en que sus camaradas se mantengan firmes en sus convicciones, trabajen para fortalecer la organización y combatan cualquier crítica o injerencia exterior, como considera que es el caso, ahora, de EEUU.
La inquietud del presidente chino no es baladí. Desde la fundación del partido el 23 de julio de 1921 en Shanghái, en un edificio situado en la antigua concesión francesa, hoy reconvertido en museo en la cosmopolita zona comercial de Xintiandi, el país y sus habitantes han cambiado enormemente. Unas transformaciones que esgrimen con orgullo sus líderes, pero que no dejan por ello de inquietarles. Recelan de que esa colosal evolución llegue a socavar la confianza de los chinos en la forma con que la organización comunista gobierna el país, lo que derivaría en una pérdida de autoridad. Temen, en suma, que el contrato tácito de desarrollo económico a cambio de paz social se pueda romper, propagándose las protestas y los disturbios.
No les falta justificación para sus temores. China ha vivido unos cambios cuantitativos y cualitativos gigantescos. A aquella reunión de 1921, en la que Mao desempeñó un papel muy secundario según los historiadores independientes, asistieron tan solo una docena de miembros y un representante de la internacional comunista. Ahora hay una lista de espera de entre dos y tres años para ingresar en la organización, que cuenta con 92 millones de afiliados, la mitad de ellos menores de 50 años y graduados universitarios. En los años veinte del siglo pasado, el PCCh pretendía levantar un país fragmentado, agrario y con una sociedad mayoritariamente analfabeta. Ahora, en 2020, gestiona la fábrica y el banco del mundo, de sus universidades salen cada año millones de estudiantes graduados, y pugna con EEUU por la primacía planetaria.
El pulso entre Washington y Pekín por ser el país más influyente del planeta se ha convertido en muy poco tiempo en una lucha sin cuartel, y eso es de lo que ha alertado Xi a sus camaradas. El intercambio de golpes se inició en marzo de 2018, cuando Donald Trump decidió imponer aranceles a las importaciones chinas, para obligar al país asiático a reducir las ayudas estatales y flexibilizar las duras condiciones de las empresas estadounidenses en China. Dos años y medio después, las disputas están al orden del día y el tono de los enfrentamientos rezuma cada vez más a guerra fría, según dan a entender las capitales de las dos superpotencias.
Un escenario de tensiones que la administración estadounidense contribuyó a elevar varios grados la semana pasada. La inició con el cierre del consulado chino en Houston, el primero que Pekín abrió en EEUU, tras ser acusado de ser un centro de espionaje, y la culminó el secretario de Estado, Mike Pompeo, con unas declaraciones propias de los tiempos de la guerra fría. Afirmó que había llegado la hora de que las naciones libres pasarán a la acción y que “no se trata de elegir entre EEUU y China. La elección es entre libertad o tiranía. Quienes estén con nosotros deben saber que EEUU estará a su lado. No tienen que hacerlo por nosotros, tienen que hacerlo por ellos mismos”. Estas declaraciones no dejaron indiferente a nadie y mucho menos a los líderes chinos, que en Pekín conmemoraban el centenario del nacimiento del PCCh. El régimen respondió ordenando el cierre de la legación estadounidense en Chengdú.
Espiral de tensión
El cierre de consulados, sin embargo, no es más que el último capítulo de una espiral de tensión con demostraciones de una creciente hostilidad. Los frentes en disputa van desde los intercambios comerciales y el veto al gigante tecnológico Huawei y su tecnología 5G, a las acusaciones de EEUU a China de violar los derechos humanos en la Xinjiang o de intentar crear un imperio marítimo en el mar del Sur de China, de cuyas aguas Pekín reivindica el 90% de soberanía territorial.
No obstante, lo que ha encendido las alarmas en la capital china ha sido el rápido deterioro de las relaciones con Washington de las últimas semanas. Una situación protagonizada por la Casa Blanca, que ha llevado a cabo acciones contundentes contra Pekín, que reaccionó con nuevas represalias. Todo comenzó con las acusaciones de Trump a China de actuar con falta de transparencia y estar detrás del origen y expansión del Covid-19, así como de enviar espías a EEUU para obtener información sobre cómo fabricar una vacuna eficaz. Siguieron con la expulsión de periodistas (China respondió de la misma forma) y la restricción de visados, y alcanzaron su punto culminante con la retirada del trato económico preferencial a Hong Kong en reacción a la nueva ley de seguridad promulgada por Pekín, a lo que se sumó la imposición de sanciones financieras y la prohibición de entrar en EEUU a los funcionarios chinos involucrados en el desarrollo de dicha ley. Una medida que Washington no aplicaba desde los tiempos de la matanza de Tiananmen en 1989. A ello se añade la detención de funcionarios chinos acusados de investigar para el ejército chino.
Esta dinámica de acción-reacción, con acciones cada vez más contundentes, ha llevado a muchos observadores a definir las actuales relaciones entre los dos países como de nueva guerra fría. La afirmación tiene defensores y detractores. Los últimos sostienen que la pugna entre la Unión Soviética y EEUU era ideológica y que los intereses de Moscú y Washington no estaban tan interconectados, financiera y productivamente, como lo están ahora los intereses de las dos principales economías mundiales. Otros sostienen, en cambio, que la lucha ahora es por la hegemonía tecnológica y financiera. Un horizonte que no permite vislumbrar una tregua a corto plazo. Entre otras razones, porque Trump se halla en plena campaña para las elecciones presidenciales de noviembre y Xi necesita exhibir firmeza para demostrar que su estrategia para devolver a China su estatus de potencia hegemónica es acertada. El pulso va para largo.
Que yo sepa, la fundación de la República Popular de China fue en 1949, por lo que su centenario será en 2049, no en 2050 como se afirma en el artículo. Además, hay una contradicción interna en el artículo cuando dice «Estas declaraciones no dejaron indiferente a nadie y mucho menos a los líderes chinos, que en Pekín conmemoraban el centenario del nacimiento del PCCh», ya que al principio del artículo dice que el centenario del Partido Comunista de China será en 2021, el año que viene.
El artículo dice «el Covid 19», pero debería decir «la Covid 19»: «Covid 19» es el nombre de la enfermedad, no del virus.
A pesar de todo ello, el artículo es bastante interesante. Desde luego, me parece claro, como dicen algunos analistas, que la lucha entre Estados Unidos y China es por la hegemonía mundial, sobre todo tecnológica pero, efectivamente, también financiera (lógicamente, van unidas ambas dimensiones). Esta lucha de Estados Unidos por la hegemonía fiinanciera mundial empezó al inicio de la década de los años 2000, cuando Estados Unidos comenzó a difundir masivamente en el mundo muchos de los productos financieros que había creado durante la década de los 90. Ese fue el origen de la crisis financiera que se produjo a partir de 2007, a saber, el deseo de Estados Unidos de afirmar su hegemonía financiera en el siglo XXI. Estados Unidos, ya a principio de los 2000, temía que el centro del poder financiero mundial se desplazase a Asia, en especial a China.
Parece que Estados Unidos no se dio cuenta hasta algunos años después de la verdadera ambición hegemónica de China. De ahí que ahora las élites estadounidenses estén tan inquietas por la «emergencia» de China, que durante décadas adoptó conscientemente un perfil bajo a nivel mundial.