“El negocio del Congo es único en la historia del mundo. Es una gran expedición de piratas”.
E. D. Morel (1873-1924)
El 30 de junio, coincidiendo con el 60º aniversario de la independencia del Congo, Política Exterior publicó un artículo titulado “Sueños rotos en el Congo”. Su autor, Marcos Suárez Sipmann, repasaba el histórico discurso de Patrice Lumumba, primer ministro del nuevo país, y a continuación recordó la trayectoria de los congoleños hasta la actualidad. En las conclusiones, Suárez Sipmann destacaba “la condena del colonialismo, la esclavitud y la corrupción” como los tres factores que habían marcado al Congo, y añadía que África no debería caer en la cultura del victimismo por el pasado colonial. Ante estas ideas, es necesario añadir algunas consideraciones.
Centrémonos solo en lo que hoy conocemos como República Democrática del Congo. Este territorio es, probablemente, el mejor resumen que tenemos hoy día de las relaciones entre África y Europa. La primera revolución de los automóviles (caucho), la bomba atómica de Hiroshima (uranio), las balas de la guerra de Vietnam (cobre), los móviles (coltán), los drones y las baterías de los coches eléctricos (ambos cobalto) tienen un punto en común: las materias primas que facilitaron estos procesos venían y vienen del Congo. La relación entre ambos, ayer y hoy, no puede calificarse de otra cosa que colonialismo.
El asesinato de Lumumba fue un episodio más de la guerra sin tregua entre colonizadores y colonizados. El artículo de Sipmann parece dar a entender que el choque entre Lumumba y Mobutu Sese Seko dio paso a un conflicto con actores internacionales. La cronología fue más bien a la inversa: ya en 1958, el embajador de Estados Unidos, Larry Devlin, inició sus primeros contactos con Mobutu. Su presencia en la mesa redonda en Bruselas convenció del todo a Washington de que Mobutu sería su hombre en el Congo, y desde entonces trabajaron para conseguir su llegada al poder.
El asesinato de Lumumba fue aplaudido por el diario ABC y el líder de los katangueños que le asesinaron, Moïse Tshombe, llegó a exiliarse en la España franquista poco más tarde. El historiador congoleño Georges Nzongola-Ntalaja consideró el asesinato de Lumumba como el más importante del siglo XX, al ser “un obstáculo para los ideales de unidad nacional, independencia económica y solidaridad panafricana que Lumumba había defendido”.
Es cierto que Mobutu es el arquetipo de dictador africano, pero el autor no dice que si no hubiera contado con el apoyo de las potencias occidentales, el mariscal no habría durado 32 años en el poder. El sátrapa congoleño acumuló 5.000 millones de dólares durante ese periodo y vio cómo en varias ocasiones los franceses le enviaban paracaidistas para acabar con los problemas territoriales del país. Mobutu fue recibido por Kennedy y Reagan en la Casa Blanca, y Bush padre elogió sus esfuerzos en la guerra de Angola. En una ocasión, un economista del Fondo Monetario Internacional (FMI), Erwin Blumenthal, se desplazó al entonces conocido como Zaire para comprobar el estado de las finanzas del país. Su informe no pudo ser más tajante: la frontera entre la cuenta bancaria de Mobutu y las cuentas del gobierno era inexistente, y no había ninguna posibilidad de que los créditos se devolvieran. Después del informe, el FMI –cuyo “accionista mayoritario” es EEUU– triplicó los fondos enviados al dictador.
El discurso colonialista del pasado decía que los africanos eran pobres porque eran idiotas; los análisis actuales, más elegantes, citan informes de Transparencia Internacional para concluir que los africanos son pobres porque son corruptos. No tienen en cuenta que la corrupción, como los embarazos, suele necesitar dos actores: Mobutu era un ladrón, pero las riquezas las acumulaba en bancos suizos. Hoy, los dictadores africanos siguen el mismo esquema. Criticar la corrupción en abstracto señala a unos y absuelve a otros.
Neocolonialismo
El artículo tiene la virtud de mencionar la palabra neocolonialismo en varias ocasiones, pero nunca concreta lo suficiente. A partir de ahí, se nos presenta el Congo como un lugar destruido por las guerras, el caos, la corrupción y unos líderes nefastos. El lector podría concluir que el país ha quedado atrapado en un ciclo de acción-reacción entre personajes infames (Tshombe, Mobutu, Kabila) y que de este caos se benefician las potencias exteriores. Una especie de “a río revuelto, ganancia de pescadores”. La realidad congoleña, sin embargo, es menos casual y más causal.
Sipmann habla de las dos guerras del Congo y de la presencia de “tropas regulares de media docena de países africanos y varias organizaciones guerrilleras”. Después, de “innumerables grupos rebeldes armados”. En la Guerra Mundial Africana intervinieron Ruanda y Uganda, pero la política exterior de ambos países no se puede entender sin el apoyo explícito de Washington. Respecto a la cuestión de los refugiados ruandeses en el este del Congo, Susan Rice llegó a decir que “Kagame y Museveni saben lo que hay que hacer, lo único que tenemos que hacer nosotros es mirar hacia otro lado”. A continuación, las tropas ruandesas aniquilaron a decenas de miles de personas.
Desde el fin de la guerra en 2003, ambos países cuentan con grupos con siglas cambiantes y objetivos fijos: controlar minas de oro, coltán y otros recursos para luego enviarlos a Ruanda y Uganda. Ambos, también, aportan tropas –entrenadas por EEUU– a las misiones de paz de la ONU en África; a cambio, la Casa Blanca –más allá de amonestaciones periódicas– ignora sus fechorías. Kagame ha movido hilos para quedarse la presidencia hasta 2034, y Museveni es presidente de Uganda desde 1986. Con todo este historial, Kagame sigue siendo un invitado de honor en Yale o Harvard, donde expone sus dotes de liderazgo. Cuando pierdan el poder, los analistas les considerarán “arquetipos de dictador africano” y la rueda seguirá girando. Cuando caemos en el relato caos-guerras-muertes-analfabetismo, perdemos los matices clave que determinan la historia del continente africano. Incluso cuando el artículo habla de “potencias coloniales y neocoloniales”, añade la muletilla del “victimismo” en la frase siguiente.
Para comprender la situación, basta con echar un vistazo a la estructura de la propiedad de las empresas mineras que operan hoy en el Congo. Pese a que tengan nombres locales, el porcentaje para los accionistas extranjeros casi siempre sobrepasa el 50%, y en algunos casos se dispara hasta el 99%. Los beneficiarios son belgas, canadienses, estadounidenses y, ahora también, chinos. La historia más longeva es la de la multinacional belga Groupe Forrest International. Fundada en 1922, no ha dejado nunca de extraer minerales y riquezas del Congo, fuera cual fuera la administración gubernamental.
Quien mejor definió el sistema imperante fue el propio Mobutu en su lecho de muerte. Cuando cayó el muro de Berlín, sus aliados occidentales le abandonaron: triste y defenestrado, el dictador congoleño, aquejado de un cáncer de próstata que acabaría con él, se definió como “la última víctima de la Guerra Fría”.
Excelente y clarificante artículo!
Excelente artículo!
Veía venir la cualidad del mismo al encontrarme con una cita del gran Morel al inicio. Pobre hombre, si supiera que 100 años después casi todo sigue igual…
Mis más sinceras felicitaciones por el artículo.
Interesante artículo.