Es absurdo pretender leer en medio de una crisis global como uno hubiera leído en otras condiciones (en los momentos de mayor incertidumbre, era absurdo solo intentar leer). Más aún cuando se leen libros que inventarían soluciones, proponen planes o trazan el contorno de las batallas en la lucha contra otra crisis global inminente, aún más grave y para la que no hay siquiera la promesa esquiva de una vacuna. Esta crisis, climática; aquella, sanitaria; ambas, interrelacionadas y con raíces profundas en nuestra manera de desatender los límites, la complejidad, las interacciones con esa mezcla indisoluble de naturaleza y sociedad que es ahora el mundo entero, como nos ha dejado dolorosamente claro el fulgurante recorrido de un virus que en otoño de 2019 estaba casi con seguridad aún en el cuerpo de un murciélago en una cueva en Wuhan.
¿Desde dónde leemos (y debemos leer) ahora? Desde la urgencia, desde la alerta y, sí, también desde la impaciencia y la indignación. Nos ha quedado claro con qué están jugando realmente quienes desdeñan los pronósticos científicos, como los que de manera reiterada avisaron de la posibilidad de una pandemia (escenario que formó parte de los ejercicios de traspaso de poderes de la presidencia entre Barack Obama y Donald Trump, tras lo cual este último canceló el programa de alerta temprana). Esto incluye a los que parecen aceptar de forma pasiva dichos diagnósticos, para después posponer o ralentizar las acciones necesarias, incluida la primera: la de obligarse a interiorizar la dimensión vertiginosa de los problemas, su escala espacial y (sobre todo) temporal, la obligada aceleración de la respuesta. Están jugando con la continuidad misma de una vida saludable y, en último término, de la civilización. Están aplicando un principio de temeridad, frente al principio de precaución de Hans Jonas, orientado de manera…