El 24 de abril de 2013, el edificio Rana Plaza se desplomó en Dacca, capital de Bangladesh, matando a 1.130 trabajadores de empresas textiles que trabajaban en su interior. El incidente provocó estupor a escala global. ¿Cómo podían hallarse tantos trabajadores en un edificio decrépito? ¿Hasta qué punto presentaba la catástrofe un dilema ético para las marcas de ropa occidentales que subcontratan su labor a talleres textiles en el país, o incluso para cualquiera de nosotros como consumidores? A la gravedad de un incidente como este se añadía su recurrencia: tan sólo cinco meses antes, 117 trabajadores habían muerto durante el incendio de otra planta textil en Dacca. En ambos casos, los empleados trabajaban hacinados y explotados. A muchos de los que sufrieron el incendio se les obligó a continuar trabajando mientras las llamas devoraban la fábrica.
La respuesta no se hizo esperar. El gobierno de Bangladesh prometió compensar económicamente a las víctimas y reformar la legislación laboral para evitar futuros casos de explotación a escala masiva. El de Estados Unidos retiró sus exenciones tarifarias a Bangladesh, y comparó el acontecimiento con el incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist en 1911, epítome de la explotación de la clase obrera y punto de inflexión en la lucha por los derechos laborales en EE UU. Un centenar de marcas de ropa firmaron el llamado Acuerdo Bangladesh, prometiendo mejorar las condiciones laborales en las filiales a las que delegan su trabajo. Algunas se comprometieron a poner en pie, mediante donaciones, un fondo de compensación de 40 millones de dólares a disposición de la Organización Mundial del Trabajador.
Un año después, sin embargo, el balance es ambiguo. Bangladesh ha dejado de perseguir a sus sindicalistas y permitido la creación de 140 sindicatos. El gobierno ha obligado a que las empresas textiles destinen un 5% de sus beneficios al bienestar de sus trabajadores, y ha aumentado el sueldo mínimo de 38 a 68 dólares mensuales (49 euros). Pero la compensación económica tarda en llegar, y un reciente estudio de la organización de desarrollo ActionAid señala que el 74% de los 1.436 supervivientes aún sufre traumas físicos y psicológicos. Únicamente la mitad de las 29 marcas que apoyaron a la OIT han contribuido económicamente, dejando el fondo de compensación con un tercio del dinero propuesto. Y Bangladesh, con tan sólo 200 inspectores cualificados para regular un sector crucial de su economía, no ha hecho el esfuerzo necesario para poner coto a la explotación de sus trabajadores. Así lo atestiguó un reciente comunicado de la Casa Blanca en el que se critica la ineficacia con que el gobierno de Sheikh Hasina está adoptando las reformas laborales.
Tras el edificio derrumbado –o tal vez entre sus escombros– se esconde un problema estructural difícil de resolver. Los salarios de la clase media en países occidentales llevan años estancados (España es una buen ejemplo de la erosión que está sufriendo la clase media). Ante la merma en capacidad adquisitiva, para compañías como Inditex, Cortefiel, o el Corte Inglés –todas ellas acusadas de emplear mano de obra explotada en India–, resulta tentador exportar sus costes de producción a países en vías de desarrollo. Recibir a estos inversores forma parte del modelo de desarrollo de Bangladesh (actualmente el segundo exportador textil del mundo, únicamente por detrás de China), que emplea a cuatro millones de trabajadores en sus cinco mil fábricas de ropa. A pesar de la explotación a la que están sometidos, muchos de los trabajadores reciben salarios por encima de la media nacional. Además, una mayoría de la mano de obra la componen mujeres, a las que el acceso regular a una fuente de ingresos otorga mayor poder en el seno de sus familias. La solución, por tanto, no radica en expulsar a las marcas de ropa, sino en convertir su inversión en un proyecto de desarrollo sostenible.
Lo que de momento no parece es que el gobierno de Bangladesh y las multinacionales estén dispuestos a hacer ese esfuerzo. Lamentablemente, muchos bangladesís aún se ven obligados a trabajar en condiciones inhumanas. De perpetuarse una situación como la actual, tarde o temprano recaerá sobre los consumidores exigir a las marcas de ropa un cambio de paradigma.