Tras la desaparición del vuelo MH370, las acciones de Malaysian Airlines se desplomaron, perdiendo en un solo día el 18% de su valor. ¿Le ha ocurrido lo mismo a Malasia, el país desde donde despegó el Boeing 777? Aunque un imprevisto como el que ha tenido lugar no es suficiente para destruir la reputación del país, lo cierto es que el valor de una “marca nacional” puede verse dañado enormemente por episodios puntuales sacados de contexto.
La búsqueda del avión desaparecido generó un grado de cooperación inesperado entre los países de la región –Malasia, al igual que Vietnam y Filipinas, ve con preocupación las reclamaciones chinas de las islas Spratly y Paracel–, pero las críticas no han tardado en llover sobre el gobierno de Najib Razak. Especialmente por parte de Pekín: 150 de los 239 pasajeros desaparecidos eran chinos. La mala comunicación del ejecutivo y las escasas intervenciones del primer ministro han tensado lo que hasta hace poco era una relación bilateral muy sólida. Malasia es uno de los principal socios comerciales de China en la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, por sus siglas en inglés).
La gestión de Razak (hijo y sobrino de antiguos jefes de gobierno) también ha suscitado dudas sobre la competencia de las élites malasias. A pesar de todo, la antigua colonia británica, actualmente una monarquía constitucional rotativa, ha sido considerada un modelo de desarrollo durante décadas. Malasia es un país multiétnico, en el que los malasios forman algo más de la mitad de los casi 30 millones de habitantes (la comunidad china, económicamente dominante, alcanza el 26% de la población). El 60% de la población es musulmana suní y el sistema legal, mezcla de ley anglosajona e islámica, protege la libertad religiosa, aunque la apostasía esta fuertemente penalizada.
Malasia también se cuenta entre las economías más prósperas de la región. Las exportaciones –de productos agrícolas como el aceite de palma y la goma, los yacimientos de gas y petróleo que explota Petronas, pero también componentes electrónicos como discos duros– han sustentado un crecimiento considerable (4,7% en 2013, 5,6% en 2012) y generado un PIB per cápita de 17.500 dólares. El país es un destino de inmigración regional. El gobierno espera convertir Malasia en un país de ingresos elevados en 2020.
Pero todas estas bazas pueden venirse abajo en un momento de crisis. Sirva como ejemplo la crisis financiera de las economías asiáticas en 1997. Hasta el día previo al desplome del baht tailandés, muchos de los países afectados –en concreto Corea del Sur– eran considerados un ejemplo de desarrollo eficaz, producto de una “cultura confucionista” que Occidente sería incapaz de imitar. De ese momento en adelante, el origen de la crisis –causada por una liberalización de flujos financieros en una región con un modelo de desarrollo poco capacitado para beneficiarse de ellos– fue atribuido, de forma bastante interesada, a la corrupción de las élites regionales. Donde antes había burócratas competentes, ahora había nepotismo y corrupción. Países tan diferentes como Corea del Sur e Indonesia acabaron en un mismo saco, y sufrieron una pérdida considerable de reputación.
Aunque es improbable que el incidente del Boeing 777 genere a Malasia un daño comparable en su reputación, ambas historias ilustran hasta qué punto es difícil cultivar la imagen de un país como “marca”, cuando ese país es visto con estereotipos y prejuicios desde fuera. Antes del estallido de la crisis, España era “la Prusia del sur”. Tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, devino sinónimo de toros y fiestas, como de costumbre. No se trata de negar que en el país haya ejemplos infinitos de corrupción y mala gestión, sino de constatar que este fenómeno precedía al estallido de la crisis. La reputación de un país, y los beneficios que aporta cuando es positiva, a menudo es tan volátil como difícil de cuantificar.