¿Se imaginaban los fundadores de la World Wide Web las funciones principales que desempeñaría su criatura? Este redactor no pretende menospreciar el potencial de Internet, pero la respuesta, sospecha, es: visualizar vídeos de gatos, visualizar vídeos pornográficos y, en un distante pero importante tercer puesto, extender bulos paranóicos. La web se ha convertido en el caldo de cultivo perfecto para las teorías conspirativas más febriles y desaforadas. En la era del Internet 2.0, esta última tendencia va en aumento. Durante las elecciones italianas de 2013, se dio a conocer una medida propuesta por el senador Cirenga, aprobada con 257 votos a favor y 165 abstenciones, que destinaría 134.000 millones de euros a programas de reinserción laboral para políticos italianos. ¡Inconcebible! El problema es que ese dinero representa el 10% del PIB de Italia. Que el Senado italiano no tiene 422 escaños. Y que el susodicho Cirenga no existe. El artículo original se publicó en una revista satírica. No importa. La noticia prendió fuego en las redes sociales y pronto se convirtió en un argumento de peso para clamar contra la corrupción en Italia. Un reciente estudio dirigido por Walter Quattrociocchi, de la Universidad Northeastern, concluye que la “frontera de la credibilidad” es fácil de sobrepasar en las redes sociales. Tan pronto como un número crítico de usuarios retransmite bulos, estos se convierten en hechos incontestables. La tendencia a frecuentar fuentes de información alternativas en vez de los medios tradicionales, cada vez más extendida, vuelve a los consumidores de noticias aún más vulnerables a información no corroborada. Así ocurrió en Reddit tras los atentados de Boston en 2013. Un usuario de la plataforma sugirió que el responsable era Sunil Tripathi, un estudiante universitario que había desaparecido meses antes. Redes como Facebook, Twitter y 4chan hicieron eco de la acusación, y Tripathi pronto resultó ser el presunto autor de un atentado terrorista. En realidad era inocente. Los moderadores de Reddit tuvieron que pedir disculpas a su familia. Aunque Internet haya dado alas a los amantes de la paranoia, las teorías conspirativas no son nuevas. Entre las más famosas del siglo XX se encuentra la del Dolchstoss, presunta puñalada en la espalda de judíos, comunistas y masones al Imperio alemán durante la Primera Guerra mundial. Ya sabemos que fue una patraña urdida para facilitar el ascenso de personajes como Adolf Hitler. Igual de célebres son los protocolos de los sabios de Sión, un panfleto antisemita publicado en la Rusia zarista para justificar pogromos. En él, una serie de “ancianos” judíos plasman sus planes para dominar el mundo mediante –adivínenlo– el comunismo y la masonería. Lo preocupante es que a día de hoy continúan gozando de cierta credibilidad. Tal vez influya el pasado de España, gobernada durante décadas por un personaje obsesionado con contubernios judeo-masónicos. No es casualidad que el antisemitismo sea el hilo conductor de muchas teorías. Los conspiracionistas, conscientes de ello o no, suelen partir de premisas racistas. Ya lo dijo Alexander Cockburn: una de las teorías más candentes en la actualidad, la del 11 de septiembre como operación encubierta de la CIA, parte de la base de que un puñado de árabes barbudos jamás serían capaces de pilotar un avión. ¡No es tan fácil como montar a camello! Nada detendrá a quienes han engullido la píldora roja. Ni siquiera la evidencia, ese arma tan persuasiva a la que recurren (¿recurrimos?) los siervos del Nuevo Orden Mundial. Wikileaks es un ejemplo perfecto. Las filtraciones de Bradley Manning revelaron que la política exterior estadounidense es hipócrita e indiferente a los derechos humanos. Pero para saber eso basta con leer las noticias. Y lo que en ningún caso reveló Julian Assange fueron conspiraciones para dominar el planeta. Da igual. Quattrociocchi es un illuminati. Cockburn miente. Assange trabaja para la NSA. El autor de este post ha sido abducido por la CIA y está escribiendo desde un sótano en Langley, Virginia, encañonado por un sicario del cartel de Sinaloa que trabaja para el gobierno de EE UU por orden de la familia Rothschild. En la habitación contigua, biólogos israelíes desarrollan nuevos chemtrails con los que exterminar a la humanidad. Y si el lector continúa respirando, se arriesga a ingerir nanorrobots que interferirán en su actividad renal cuanto trate de contradecir los deseos del Club de Roma. ¡Un gorro de papel de plata, antes de que sea demasiado tarde! La idea de que el mundo lo gobiernan tres o cuatro familias selectas puede parecer inquietante, pero en realidad reconforta. Supone que, a pesar de todo, el mundo es gobernable. Con quitar de en medio a unos cuantos señores perversos se solucionarían los problemas de la humanidad. Por desgracia estos problemas son complejos, y resolverlos no depende de la voluntad del Grupo Bilderberg, ni del gobierno de China, ni de Wall Street ni de Barack Obama, sino de todos y de ninguno. La política internacional no es un puente de mando controlado por masones. Es un gallinero. Este género de paranoia se quedaría en fenómeno pintoresco de no ser porque distrae de lo que realmente importa. El mundo está lleno de gobernantes que mienten, abusan de su poder o sacrifican vidas sin miramientos. No es un complot, sino el triste día a día de las relaciones internacionales. Haciendo de cada noticia un complot estrambótico, los conspiracionistas restan fuerza a la importancia que verdaderamente tiene vigilar a nuestros dirigentes.