Editorial: Metropolitan Books
Fecha: 2013
Páginas: 238
Lugar: Nueva York

Breach of Trust

Andrew Bacevich
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Durante la última década, Andrew Bacevich se ha consolidado como uno de los mayores críticos de la política exterior americana. Lo ha hecho con una serie de libros excelentes, como The New American Militarism, The Limits of Power y Washington Rules. Pero a diferencia de Noam Chomsky o el ya fallecido Howard Zinn, Bacevich no es un disidente izquierdista sino un veterano de Vietnam, que perdió a un hijo en Irak y se autodefine como conservador. Esta trayectoria vital le confiere una autoridad moral considerable.

Su último y reciente libro es Breach of Trust. En él, Bacevich carga contra el ejército americano y los presidentes que han empleado su inmenso poder sin miramientos; contra un congreso que no ha hecho nada por impedirlo, y mercenarios que aprovechan la ocasión para sacar tajada; contra periodistas ávidos de guerra como Cristopher Hitchens, Richard Cohen, o David Brooks; contra una sociedad americana que prefiere sobremedicarse y sobrealimentarse en vez de levantar un país que libra dos guerras simultáneas y sufre enormes problemas de desigualdad y pobreza.

Ni siquiera el equipo de baseball local se libra. Los Red Sox organizan un evento de apoyo a las tropas empalagoso y artificial, digno de Banderas de nuestros padres. El autor los fulmina.

Para Bacevich, el problema empezó en Vietnam. El ejército americano terminó la guerra en estado crítico. De puertas para adentro sufría una crisis de autoridad: los sesenta y la guerra generalizaron el consumo de drogas, la tensión racial y la insubordinación entre los soldados rasos. De puertas para afuera sufría una crisis de legitimidad, habiéndose convertido en sinónimo de la barbarie cometida en Indochina bajo el pretexto de combatir el comunismo. Ante su inminente descomposición Richard Nixon decidió convertirlo en una fuerza profesional, compuesta exclusivamente por voluntarios pagados.

El proceso tuvo aspectos positivos. Atraer a voluntarios obligó a las fuerzas armadas a convertirse en una institución más inclusiva, erradicando la discriminación racial y abriendo sus puertas a mujeres y, de 2011 en adelante, a homosexuales. Redimiéndose militarmente en la Guerra del Golfo, las fuerzas armadas terminaron –valga la ironía– la travesía en el desierto que habían iniciado en Vietnam.

Pero en ese proceso el ejército americano dejó de ser lo que siempre había sido: una fuerza compuesta por ciudadanos que, en tiempos de guerra, tomaban las armas para defender su país. El ciudadano se convertía así en soldado. El soldado se convirtió entonces en guerrero. Y los guerreros se han consagrado ahora como una casta segregada, sobre cuyos hombros pesa salvaguardar la integridad del país. La sociedad responde con una admiración desmedida y no exenta de culpabilidad: la que produce pertenecer al 99% del país que mira mientras el 1% combate.

No es necesario, dada la historia de nuestro país, explicitar el peligro que conlleva esta relación.

La profesionalización tampoco ha logrado que las fuerzas armadas sean capaces de reformar radicalmente sociedades enteras, como se ha esperado que hicieran en Afganistán e Irak. Ésa, sencillamente, no es la tarea de ningún ejército. Pero ante la debacle en ambos países, la sociedad americana se ha mantenido pasiva. ¿El motivo? Que al contar con guerreros profesionales, ya no son ciudadanos de clase media, sino “otros” –a menudo americanos de extracción humilde, que ven en el ejército su única oportunidad de ascenso social– los que luchan y mueren por su país. Para eso les pagan.

El contraste con la Segunda Guerra Mundial es revelador. Entre 1941 y 1945, actores de la talla de Clark Gable y Henry Fonda se vieron de la noche a la mañana en uniforme, igual que el hijo de Franklin Delano Roosevelt. Murieron 453 graduados de Harvard, entre ellos un presidente consumido. Y mientras esto ocurría aumentaron los impuestos y las privaciones, sin que nadie se quejase.

Sesenta años después, George W. Bush inauguró la Guerra contra el terror rebajando impuestos para que el país saliese de compras. La guerra perpetua apenas ha cambiado la vida de la mayoría de los americanos, contentos con delegar su ejecución al equipo de Barack Obama. Es así como una camarilla de expertos reunidos en la Sala de Emergencias decide a quién, dónde, y cuándo asesinar con unidades de élite, en una operación secreta y a todas luces ilegal, cuya legitimidad en ningún momento ha sido objeto de debate público.

¿Hay alternativas? Bacevich propone plantar cara a los tres nos en los que se ha atrincherado la sociedad americana: no cambiar, no pagar, y no sangrar. Aboga por una sociedad más comprometida con las guerras que libra su país, pagándolas inmediatamente en vez de emitiendo deuda. Y sobre todo, por la recuperación de la figura del ciudadano-soldado como pilar del ejército americano. Para ello sería necesario un servicio obligatorio (militar o social) de dos años. Surgiría así un ejército de ciudadanos dispuestos a defender su país, pero reacios a involucrarse en guerras frívolas.

La propuesta es valiente pero arriesgada, y el autor la considera abocada al fracaso. Demasiada gente vive de las rentas que proporciona el complejo militar-industrial, en tanto que la sociedad americana es presa de su insoportable levedad. El futuro no es alentador. Tampoco lo es la lectura de este libro sobrio y urgente. Precisamente por eso resulta imprescindible.