Nada brilla tanto como la verdad; y el presidente Obama ha deslumbrado al mundo entero con las verdades que el 4 de junio en El Cairo le ha cantado al mundo islámico y sobre todo a palestinos e israelíes, el conjunto del nudo gordiano que estrangula al Próximo y Medio Oriente.
Si su nombre, Barack Hussein, y un padre africano y musulmán las realzaron, fue la elocuencia de sus palabras la que dio a su discurso el alcance que ha tenido. En 55 minutos evocó cuantos problemas del pasado y el presente acechan al enigma islámico; tampoco escatimó las culpas del colonialismo y las intervenciones americanas durante la guerra fría.
Es el tercero de los mensajes que ha dirigido al mundo islámico en los primeros días de su presidencia. Su oportunidad y significado destaca sobremanera después del vergonzoso descuido y los crasos errores de los ochos años de la presidencia republicana. Ha eclipsado a Osama bin Laden y sus atávicos resentimientos; ha emplazado a todo el mundo islámico a una visión realista de sí mismo, enalteciendo la voz moderada y moderna de su mayoría, silenciada por el extremismo fundamentalista.
Es tan fantástico ver cómo Obama endereza el país, cómo le devuelve su admirable naturaleza, que olvidamos los tremendos problemas que gravan su presidencia. El mismo discurso de El Cairo, pese a su brillantez, al plantear y hacer suyos tantos y tan graves problemas ha subido notablemente el envite de las soluciones que preconiza. Si ha sabido señalar con valentía la senda a palestinos e israelíes, ¿sabrá ahora cómo inducirles a seguirla? ¿Será capaz de forzar la mano del lobby sionista en el Congreso? Después de todo, todos los presidentes, desde el propio Truman en 1947, han predicado las mismas soluciones sin lograrlo por la intransigencia israelí, la división y confusión…