Cuáles son las fuerzas que determinan la vida contemporánea? ¿Cuál es la relación entre economía y política, cultura y sociedad, ciencia y tecnología? ¿Hacia dónde avanza la humanidad? Éstas son sólo algunas de las preguntas –ingenuas, lo comprendemos– propias del fin de un milenio. Son interrogantes siempre presentes, que cobran mayor fuerza ante el comienzo de una nueva etapa. Las respuestas variarán y ninguna de ellas será del todo correcta: la evolución histórica es impredecible, pese a la constante acumulación del conocimiento humano. Ésa es quizá la principal lección del siglo XX: el error de toda forma de determinismo histórico.
La conclusión del siglo de las ideologías, los cien años probablemente más violentos de la historia de la humanidad, revela el fracaso de la idea de totalidad. Como supo ver una lúcida mente de nuestra época, Isaiah Berlin, no todos los valores humanos son compatibles. El esfuerzo de la búsqueda del ideal es, por ello, inútil: la irreductible libertad del ser humano la hace imposible. El mensaje del siglo es, así, la necesidad de tolerancia –y también de humildad– para afrontar el problema del gobierno de las sociedades.
Pero la política es sólo una de las dimensiones de la vida. Su exagerado peso en el siglo que termina quizá sea una de las razones del agotamiento ideológico y de la tendencia de distintos grupos sociales a buscar otros elementos de identidad. Es un proceso que probablemente se acelerará en el siglo XXI, impulsado por la revolución en las comunicaciones y la información que está haciendo desaparecer los viejos límites de tiempo y espacio.
De manera creciente estamos conectados con todo el mundo. Pero esa mayor difusión de la información contrasta con otro hecho innegable: el verdadero conocimiento sigue siendo un bien escaso. Por esa razón, es útil examinar algunas ideas…