POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 7

La cuestión alemana y Europa

La cuestión alemana ha estado ligada del modo más estrecho a los intereses europeos desde, por lo menos, la Guerra de los Treinta Años. Con el condicionamiento de la situación central de Alemania en el continente y de su peso político, todas las cuestiones interalemanas vinieron a ser, a la vez, cuestiones europeas.
Ottfried Hennig
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A la Confederación alemana (Deutscher Bund) se la utilizó, ya en los días de su formación, en provecho de determinados objetivos políticos. “La Confederación alemana se hizo en contra de París (…) y en favor de Petersburgo, que era entonces la ciudad santa, la ciudad del Gobierno, la ciudad de las tradiciones restauradoras. ¿Qué resultó de aquí? Que la Confederación no fue un imperio como pudo serlo entonces; y no fue un imperio, porque a la Rusia no le podía acomodar nunca tener enfrente de sí un imperio alemán y tener reunidas a todas las razas alemanas.” El pensador español Juan Donoso Cortés, embajador de España en Berlín de 1848 a 1849, propuso a la reflexión general estos pensamientos en su discurso del 30 de enero de 1850 ante las Cortes españolas, sólo dos años escasos después de las apasionadas discusiones que tuvieron lugar en la Asamblea Nacional alemana, reunida en la iglesia de San Pablo, acerca, precisamente, de la unidad de Alemania. El diplomático español, en medio de una concreta situación histórica, llamaba la atención sobre un hecho que representa una importante continuidad para la historia europea –y sobre todo para la alemana– desde los comienzos de la Edad Moderna, y que conserva vigencia en nuestros mismos días: la cuestión alemana estuvo ligada del modo más estrecho a los intereses europeos desde, por lo menos, la Guerra de los Treinta Años. Con el condicionamiento de la situación central de Alemania en el continente, y de su peso político, todas las cuestiones interalemanas vinieron a ser, a la vez, cuestiones europeas.

Es cierto que el concepto de “cuestión alemana” se empleó ya en el lenguaje de la diplomacia desde principios del siglo XIX, pero sólo llegaría a ser de dominio general en el marco de las deliberaciones de la primera Asamblea Nacional alemana de 1848. Su contenido estaba en el interrogante de cómo podría configurarse políticamente el futuro de la Europa central y organizarse la convivencia de los alemanes. En esta definición, muy ambiciosa, de la cuestión alemana quedan, y quedarán, comprendidas tanto la magnitud como la estructura interna del orden estatal que se trataba de crear para Alemania. En verdad, el 18 de enero de 1871 la cuestión alemana quedaba resuelta con la fundación del imperio alemán (Kaiserreich); pero con la I y II Guerra Mundiales dicha cuestión cobró nueva actualidad en virtud de la discusión de las potencias vencedoras acerca de lo que debería acontecer con respecto a Alemania. Sobre todo en los años comprendidos entre 1939 y 1945, la discusión vendría a reducirse al interrogante de la división y desmembramiento de Alemania.

Después de 1945, bajo la formulación de la “cuestión alemana” se planteaba para los mismos alemanes el problema de hacer efectivo el derecho de autodeterminación de los alemanes todos, así como la reconstrucción de la unidad estatal dentro de una Europa asentada en la libertad.

Este breve repaso muestra claramente que la cuestión alemana, en el curso de la Edad Moderna, no fue jamás patrimonio exclusivo de los alemanes. Esa cuestión, en todo momento, influyó grandemente sobre Europa. En ninguna época de la Historia le fue dado al centro de Europa permanecer protegido y abrigado por el desinterés de los demás. Una de las razones que fueron decisivas para la ulterior formación de un Estado nacional alemán residió seguramente en el hecho de que los pueblos vecinos de los alemanes entendieron que una Alemania desmembrada favorecería más sus intereses que un Estado alemán unitario asentado en el centro de Europa. Mas el camino que Alemania ha recorrido como nación está caracterizado también por otras peculiaridades.

Después de desmembrarse el imperio de Carlomagno, en el Sacro Romano Imperio –al que más tarde vendría a sumarse el complemento “de la nación alemana”– no llegó a cuajar la creación de un espacio unitario de asentamiento, ni siquiera se lograría un gobierno central coherente y estricto. La Alemania de la Edad Media y de comienzos de la Edad Moderna se descompone hasta bien entrado el siglo XIX en numerosos Estados diferentes. El Sacro Romano Imperio no es un Estado nacional “eficiente”; el poder del emperador resulta estrechamente limitado por el poder de los soberanos de los distintos territorios.

 

«La Alemania de la Edad Media y de comienzos de la Edad Moderna se descompone hasta bien entrado el siglo XIX en numerosos Estados diferentes»

 

Ese imperio sigue viéndose profundamente afectado por la escisión entre las confesiones religiosas, que viene a convertirse también en escisión política (cuius regio, eius religio). La descomposición territorial de Alemania alcanza su punto máximo en la catástrofe que supone la Guerra de los Treinta Años y con la confirmación de sus resultados en la paz de Westfalia, en 1648. Consecuencia de ésta sería la cesión de territorios a Francia y a Suecia, la subsiguiente penuria económica y, sobre todo, el ulterior debilitamiento del Reich.

Para los alemanes, nación y Estado nacional serían, a lo largo, de muchos siglos, conceptos no coincidentes. Los alemanes eran ya nación mucho antes de contar con un Estado nacional. En su historia de más de un milenio de duración, vivieron siempre repartidos en varias formaciones estatales. Incluso después de la fundación del imperio alemán en 1871, millones de personas que se sentían alemanas permanecieron, en lo territorial, fuera del Estado mismo, mientras que en el Reich de Bismarck, por otra parte, habitaban fuertes minorías nacionales.

Este es acaso uno de los motivos de que en Alemania se haya hecho tan popular el concepto de “nación cultural y lingüística” (Kulturund Sprachnation), aunque ese concepto –en vista de la carencia, de hecho y durante siglos, de una unidad estatal– partía de la consideración de que la lengua, la cultura y la historia son los elementos realmente constitutivos de una nación. Ahora bien, la nación no se forma nunca solamente por obra de la lengua. El ejemplo más conocido a este respecto es Suiza, en cuyo Estado coexisten; cada una junto a las otras, cuatro lenguas, tres de las cuales se hablan también en países vecinos de mayor extensión territorial. Pero nadie podría poner en duda que Suiza es una nación.

Que para la fundación de una nación es menester, sobre todo, otro aspecto esencial, constituye un hecho al cual se refirió, hace casi exactamente cien años, el filósofo francés de la religión Ernest Renan. A la pregunta de qué es lo que forma y define a una nación dio él la siguiente respuesta, ya clásica:

L’existence d’une nation c’est un plebiscite des tous les jours” (La existencia de una nación es un plebiscito constante, “de todos los días”). Para Renan, los vínculos más fuertes resultarían de los comunes padecimientos y obligaciones; de ellos surgiría la nación como gran comunidad solidaria.

Tengo por falsa una, al parecer, inextinguible leyenda que se sustenta una y otra vez en la literatura y que, de cuando en cuando, es defendida también por los historiadores. Según esa leyenda, Alemania, con la fundación de su Estado nacional, habría recorrido en los siglos XIX y XX un “camino particular” divergente del resto de la historia europea, y que des- de Federico II y Bismarck, pasando por Guillermo II, desembocaría, poco menos que por obra de la Naturaleza, en Hitler y en la II Guerra Mundial.

 

La historia alemana

Quiero oponerme resueltamente a tal aseveración, y considero erróneo y contrario a la Historia verdadera ese determinismo histórico que saca sus consecuencias empezando por el final. Al propio tiempo, esa creencia arranca de un caso tipo –de presunta validez general–, de un ideal de la fundación de los Estados nacionales europeos que jamás ha existido en la realidad. Pero, ¿es que la historia alemana fue un “camino errado” y un “camino particular” por el solo hecho de que transcurrió de otra manera que la historia de las islas británicas y la de los Estados Unidos de América, allende el Atlántico, países ambos que no sin grandes disputas internas y externas llegaron a ser lo que son? También en la misma cuna de la fundación del Estado italiano en el siglo XIX hubo una guerra; el camino de la nación estadounidense se caracterizó incluso por una sangrienta guerra civil. La historia alemana hubo de transcurrir de otro modo, ya en virtud de que la geografía, la prehistoria y la política imperialista europea la conformaron también de otro modo. Las particularidades son cosa que distingue a la historia de toda nación, y a mí me parece que una particularidad alemana consiste en “estilizar” las peculiaridades de nuestra historia, haciendo de ellas algo muy particular.

Sin atender a las peculiaridades de los distintos pueblos europeos, sin dirigir la vista a la muy diversamente articulada estructura básica de Europa, no cabe concebir la historia europea ni la historia de un país o un pueblo europeo.

Además, no es lícito pasar por alto el hecho de que las naciones de Europa tienen una historia común. La multiplicidad comunicante y la influencia mutua son factores capitales que desde la Edad Media caracterizan, y garantizan, la unidad del mundo europeo. La historia alemana constituye una parte de esa historia europea. De igual manera, también Europa es parte de nuestra identidad histórica. De modo muy gráfico y expresivo se refirió José Ortega y Gasset a esta circunstancia en su conocidísimo libro “La rebelión de las masas”, de 1929, cuando, entre las dos guerras mundiales, se encrespaba ya la oleada nacionalista: “Si hoy hiciésemos balance de nuestro contenido mental –opiniones, normas, deseos, presunciones– notaríamos que la mayor parte de todo eso no viene al francés de su Francia, ni al español de su España, sino del fondo común europeo. Hoy, en efecto, pesa mucho más en cada uno de nosotros lo que tiene de europeo que su porción diferencial de francés, español, etcétera (…); las cuatro quintas partes de su haber íntimo son bienes mostrencos europeos.”

La fundación del Reich alemán, con Bismarck, en 1871, significó un profundo cambio en la historia alemana y la europea. Para los alemanes, por de pronto, el Reich trajo un decisivo avance con respecto al anterior desmembramiento estatal. La supresión de las numerosas barreras arancelarias, la unificación administrativa, la de la legislación y la realizada en el campo de la economía contribuyeron sustancialmente a la modernización y al progreso de Alemania. Ahora bien, lo que los alemanes deseaban vivamente desde mucho tiempo atrás, y lo que estimaban como un derecho indiscutible, desde fuera fue considerado, en cambio, con suspicacia. Las grandes potencias europeas se vieron de súbito frente a otra constelación, frente a un bloque centroeuropeo integrado por una potencia que contaba con sesenta y cinco millones de almas y cuyo poderío económico en rápido ascenso, cuya importancia en cuanto potencia política, podían ser valorados poco menos que como un desafío. Resultó, por ello, comprensible que Benjamín Disraeli, a la sazón jefe de la oposición británica, declarase el 9 de febrero de 1871 ante la Cámara de los Comunes que la fundación del Deutsches Reich era nada menos que “la Revolución alemana, un acontecimiento político de mayores dimensiones que la Revolución francesa del siglo pasado (…) No existe una sola tradición diplomática que no haya sido barrida. Tenemos un mundo nuevo, están operando nuevas influencias, nuevos y desconocidos riesgos y magnitudes, con los cuales hemos de entendérnoslas y que por ahora, como todo lo nuevo, resultan todavía impenetrables”.

Sabemos, por la Historia, que Bismarck llegó todavía a plasmar con éxito una política basada en la clara conciencia de los puntos flacos y de las amenazas inherentes a la situación central de Alemania en el espacio europeo. Esa política pretendía reconciliar a Europa con la unificación alemana al presentar al Reich como una potencia “saturada”, de la que sus vecinos nada tenían que temer. Los sucesores de Bismarck perderían rápidamente la confianza por él alcanzada, y no fueron capaces de continuar su política. En tanto que Alemania, después de la 1 Guerra Mundial, pudo conservar todavía su unidad como Estado, los descaminos alemanes que desde 1933 fueron apartándose de las vinculaciones europeas conducirían finalmente a la bancarrota total. Pero fue el III Reich de Adolfo Hitler el que consumó la ruptura completa con los valores de la tradición europea y de la Europa liberal. Su política no poseía nexo alguno con los valores de cualquiera de las fases atravesadas por la historia europea. En 1945 se produjo luego el definitivo derrumbamiento del sistema estatal en el centro de Europa.

 

Alemania dividida

Desde entonces Alemania se halla dividida. Mas su división está ligada también a la división de la comunidad cultural europea. En virtud de ello, viejos pueblos altamente civilizados y cultos, como son, entre otros, el pueblo polaco, el checo, el húngaro, se han visto obligados, desde hace más de cuatro décadas, a vivir bajo un sistema totalitario que les es radicalmente ajeno. La tragedia de la división alemana es, al propio tiempo, la tragedia de la división de Europa. La causa radica hasta hoy en el hecho de que la Unión Soviética ha impuesto su sistema de sociedad y de gobierno a los países ocupados por ella en la II Guerra Mundial y les ha negado, hasta hoy, el disfrute de la libertad, del derecho de autodeterminación y, en general, de los derechos humanos. El resultado de ello es que, en la actualidad, más de cien millones de europeos, fuera de la Unión Soviética, han de vivir, contra su voluntad, bajo dominio comunista. Alemania, como conjunto, sigue existiendo jurídicamente conforme a los acuerdos de las cuatro potencias suscritos en la posguerra; pero esto no quita para que los alemanes constituyan el único Estado de Europa que ha sido dividido y que se hallen separados por una sangrienta línea fronteriza ante la cual arriesgan su vida quienes pretenden escapar al régimen de fuerza de la RDA, el llamado “socialismo real”.

Del proceso histórico que constituía la penetración de la Unión Soviética hasta el Elba, y el que sólo a duras penas pudieran impedir las democracias occidentales que aquélla incorporase además a sus dominios el oeste de Alemania y de Europa, el realista Konrad Adenauer sacó la consecuencia determinante, hasta hoy, de nuestra política exterior. Alemania no puede librarse de su situación central en Europa. La República Federal de Alemania puede sobrevivir sólo en unión con el Occidente. Para Adenauer no había duda alguna de que la cuestión alemana se hallaba indisolublemente ligada a la historia europea. Los alemanes han de tolerar la división de su patria. Pero esto no significa que la acepten. “La reunificación de Alemania en libertad ha sido y es el objetivo primordial de nuestra política”; así lo expresó, con toda claridad, Konrad Adenauer. La conciencia de la unidad nacional, pese a la separación estatal y social existente, sigue siendo todavía un hecho enteramente obvio e indiscutible, y esa conciencia permanece intacta. Los alemanes, en su gran mayoría, se sienten unidos, al igual los de un lado que los del otro, y pertenecientes a un mismo pueblo. Ello, no en último término, obedece también a las numerosas vinculaciones humanas, las relaciones de parentesco y de amistad que se mantienen aquende y allende la frontera interalemana. En tal sentido, la ley Fundamental alemana se pronuncia asimismo por la unidad nacional y estatal de Alemania. En el preámbulo constitucional se hace el requerimiento, a todo el pueblo alemán, de completar la unidad y la libertad de Alemania por medio de la libre autodeterminación, así como de esforzarse por el logro de una Europa unida. Todos los órganos constitucionales de nuestro Estado se hallan obligados a orientar su política a esa meta de la reunificación. Que el camino enderezado a tal propósito debe pasar necesariamente por Europa es una certidumbre que el canciller federal, Hel- mut Kohl, destacó recientemente en su informe sobre el estado de la nación: “Continúa siendo objetivo de todo el Occidente acabar con el conflicto Este-Oeste, dentro de un orden de paz europeo, duradero y amplio, un orden de paz en el cual se realicen las libertades fundamentales para todos los pueblos de Europa, también para la nación alemana, indivisas e incólumes. Deseamos que los caminos de todos los europeos y de todos los alemanes lleguen a juntarse libremente entre sí.”

Pero dado que hoy nadie puede decir cuándo la Historia hará realidad el derecho a la libre autodeterminación de los alemanes y de los pueblos oprimidos de la Europa oriental, consideramos misión nuestra el cooperar en la transformación fundamental de las relaciones Este-Oeste y dejar abierta la perspectiva de la solución de la cuestión alemana. En tanto dure la división, en la parte libre de Europa debe importarnos el empeño de configurar de modo más soportable para todas las personas las repercusiones de esa misma división. Por ello, la República Federal de Alemania está procurando mejorar sus relaciones con los Estados del este de Europa y con la RDA. Es necesario aprovechar de manera más activa las posibilidades que la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa y la Conferencia sobre las medidas de confianza y desarme en Europa ofrecen con respecto a la mejora de la situación de los derechos humanos en favor de los pueblos de la parte de Europa carente hoy de libertades. Los polacos, los húngaros, los checos y eslovacos, al igual que otros pueblos, y también los alemanes de allende el Elba, se ven obligados a vivir bajo la hegemonía soviética. Pero, indudablemente, pertenecer a Europa. Sería deseable que la Comunidad Europea coordinara más fuertemente su política con el Este y que la integrara en la cooperación política europea. Debemos dedicarnos, con redoblado empeño y en común, a mejorar la situación de cuantos viven en la Europa oriental. En este aspecto, importa también servirse de las vinculaciones económicas con los distintos países del Este europeo. La crisis de modernización y productividad que puede observarse actualmente en la Europa oriental brinda numerosas oportunidades para iniciar actividades en tal sentido.

Mas, para Europa, en lo que atañe a la política de seguridad, sigue siendo imprescindible la garantía de defensa y protección de los Estados Unidos por medio de las tropas de este país. Esto lo saben perfectamente los alemanes, y lo sabe, sobre todo, .la población de la parte de Berlín que goza de libertad, libertad que después de 1945 no hubiera podido quedar asegurada sin la presencia de las fuerzas militares de los aliados. A pesar de esta garantía de seguridad que proporcionan los Estados Unidos, garantía imprescindible para el futuro inmediato, habría que reflexionar acerca de cómo puede efectuarse un ulterior robustecimiento de la defensa común europea. Una “europeización” total en ese terreno apenas si resulta posible en un futuro inmediato, por razón de los propios pesos específicos de las superpotencias y del particular predominio soviético en Europa.

 

«Para Europa, en lo que atañe a la política de seguridad, sigue siendo imprescindible la garantía de defensa y protección de los Estados Unidos por medio de tropas»

 

Por lo que toca a la superación definitiva de la división de Alemania y de Europa, cabe describir en todo caso, desde la perspectiva actual, las “condiciones marco” y las premisas con las cuales sería imaginable y deseable una solución.

La reunificación de los alemanes en cuanto Estado es algo que, para nosotros, sólo cabe concebirse como resultado de la utilización de una vía pacífica. No puede ni debe existir otro camino. Jamás debe volver a producirse una guerra, y en ningún caso cabría que una guerra partiera de suelo alemán. La política de la República Federal de Alemania, en lo que se refiere a la propia Alemania, se halla bajo el precepto de una absoluta prohibición del uso de la violencia. Ello se deriva necesariamente de la misma Constitución de la República Federal de Alemania. En tal contexto, no cabe hablar de una hipotética amenaza de Occidente al territorio que se encuentra bajo hegemonía soviética. La OTAN es una alianza defensiva que, de manera enteramente deliberada, no posee capacidad ofensiva alguna; y en ningún Parlamento de los países pertenecientes a la Alianza existiría jamás una mayoría propicia a una política de agresión. Por esta causa el conflicto existente entre el Este y el Oeste, sólo por la vía pacífica puede y debe ser superado, es decir, mediante la cooperación y con la adecuada conciliación de los intereses respectivos, aunque salvaguardan- do en su integridad los valores fundamentales. Hasta qué punto el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, Gorbachov, se halla realmente dispuesto a una fundamental renovación de –según sus palabras– la “común casa europea”, es algo que hoy no puede todavía decirse. En verdad, no existen motivos para la euforia; el Archipiélago Gulag sigue existiendo aún, y, con él, la falta de libertades y la negación de los derechos humanos. Con motivo de la celebración de los setecientos cincuenta años de la ciudad de Berlín, los jefes de Estado y presidentes de Gobierno manifestaron inequívocamente su posición acerca de ese problema; así ocurrió, por ejemplo, cuando la primer ministro británica declaró: “La prueba de que la “glasnost” funciona la aportará solamente la de- molición del muro.”

La Alianza vio con toda claridad, ya en 1967, que la paz europea no puede garantizarse a la larga con una política del statu quo. El Informe Harmel señala, por ello, expresamente, que toda futura regulación debe “eliminar las barreras antinaturales (existentes) entre la Europa oriental y la occidental” y que “no es posible (…) una regulación definitiva y sólida en Europa sin la solución de la cuestión de Alemania, que constituye el núcleo de las presentes tensiones (existentes) en Europa”.

Si algo hay que los alemanes hayan aprendido de su historia reciente será, ante todo, esto: la idea de nación se halla indisolublemente ligada a los principios de la libertad, la autodeterminación y la democracia. La unidad de la nación no puede alcanzarse a costa de la libertad de nuestro pueblo. La libertad prima siempre sobre la unidad. La unidad, seguramente, no se la negaría la Unión Soviética a los alemanes si éstos se avinieran a renunciar a la libertad y a los derechos humanos. Pero semejante unidad es cosa que no nos planteamos de ningún modo. Por esta razón, también, carecen totalmente de fundamento los temores surgidos una y otra vez en el exterior ante la posibilidad de que los alemanes pretendieran llegar a una regulación de la cuestión alemana con la Unión Soviética actuando ellos solos, desligados de sus socios en la Alianza. La gran mayoría de la población de la República Federal de Alemania rechaza esa vía de acción. Sabe que ello pondría en peligro la libertad y la propia existencia y conduciría necesariamente a todos los alemanes a la plena dependencia respecto de la Unión Soviética. La relación internacional de fuerzas se ha modificado sustancialmente después de 1945. El problema del equilibrio no es ya un problema europeo, porque ha adquirido dimensión mundial. La constelación política presenta a fines del siglo XX una diferencia cualitativa si se la compara con la que dio lugar al Tratado de Rapallo; la Historia no se repite. Si prescindimos de porciones insignificantes de la población, los alemanes en general son hoy día muy conscientes de que una política “de columpio”, de balanceo entre los bloques, está condenada al fracaso. Una Alemania neutral sería para la gran potencia continental, la Unión Soviética, una irresistible tentación, dada su política de signo imperialista. El peso político y económico de Alemania, así como su situación en Europa, no permiten semejante opción.

Lo mismo puede decirse de los sueños –carentes, como tales, de todo realismo– de una Europa central instalada más allá de los sistemas de alianza. Aun contando con que todo pueda unir histórica y culturalmente a los pueblos del espacio centroeuropeo, de esa concepción no puede resultar –como certeramente formuló Joseph Rovan– una “peligrosa carga explosiva contra la integración política de la Europa de la libertad”. La República Federal de Alemania no puede situarse fuera del conflicto EsteOeste. Sabe que su fortaleza y su seguridad, que su propio peso en las negociaciones con respecto al Este, lo mismo que todo su margen de maniobra en Europa, se fundamentan en el firme anclaje en la Alianza occidental. Sería peligroso aflojar esta vinculación, o hasta cuestionar su existencia. Jamás podremos poner más peso en lo que atañe al Este, que el peso que poseemos en Occidente.

La “escisión de Europa” es, al propio tiempo, otra manera de formular la cuestión alemana. Por eso los alemanes han de ser los más sensibles defensores de un orden europeo de paz. La configuración futura de la nación alemana no debe ser concebida como amenaza por nuestros vecinos europeos. Por razón de las experiencias vividas a lo largo de la historia europea y de la historia alemana, una solución de la cuestión alemana en el sentido de la plena libertad y del Estado-nación es sólo imaginable dentro de una Europa que se halle constituida en su conjunto bajo el signo de esa misma libertad y que haya avanzado en su propósito de unificación. La Europa unida no hará desaparecer las naciones de nuestro continente, sino que les proporcionará un techo común. Pero el Estado nacional no será ya entonces el viejo Estado nacional, machaconamente obstinado en su plena soberanía, tal como cuajó y tomó forma en los siglos XVIII y XIX. En la Europa futura, todos los Estados miembros habrán renunciado a sustanciales porciones de su soberanía. En ella no habrá coaliciones, ni tampoco conflictos militares. La política europea habrá de convertirse en política interior. Una Europa tal no podrá ya considerar la reunificación de los dos Estados alemanes como un hecho dirigido contra ella misma; y, por tanto, no lo hará. Tomando como referencia esta perspectiva europea, la fijación de fronteras en la Europa oriental y central no podrá figurar, en primer término –ni temporal ni políticamente– en la lista de prioridades. Pero esa Europa unida no puede quedar en una Europa de los Doce; habrá de ser una Europa que se extienda más allá de las actuales líneas divisorias. Europa no es sólo la Europa occidental. Europa no se acaba en las fronteras de la Comunidad Europea, ni tampoco en la frontera interalemana. Ahora bien, lo que importa en primer lugar es llevar adelante, con todas las energías, el propósito de ampliar la unificación de la Europa occidental. Como europeos de la parte libre de nuestro continente, y como alemanes de la parte libre de nuestra patria, se nos depara la ocasión de configurar un modelo: un modelo de lo que sería posible en toda Europa si nuestro continente pudiera vivir en paz y libertad y sin división alguna. Una República Federal de Alemania que está cooperando con empeño en la unificación de Europa puede manifestar, de modo fidedigno, que en la exigencia de la autodeterminación para todos los alemanes hay algo que va más allá de un particular interés nacional: se trata de la idea legitimadora y fundamental de Europa, de una Europa en la que todos sus pueblos, y con ellos el pueblo alemán, tengan el natural derecho a pronunciarse en favor de su Estado nacional.

El presidente del Estado italiano, Sandro Pertini, en un convincente y sugestivo discurso pronunciado ante el Parlamento Europeo en junio de 1985, señaló la interdependencia de la división alemana y la europea, y apuntó hacia el camino que lleva al futuro: “La Alianza dividida es la Europa dividida. Su drama es también el nuestro. Pero el amor por la patria perdida no perturba el ensueño alemán de la paz, lo mismo que el dolor por la parte de Europa separada de nosotros no nos inclina a pensar en la guerra. Nosotros no desatendemos la seguridad, pero tampoco hemos de alimentar intenciones agresivas contra nadie, ni renunciar al diálogo ni a la paz.”