Con las elecciones celebradas en Polonia en junio de 1989 y la arrolladora victoria de Solidaridad se cierra un importante ciclo en aquel país que —a reserva del nombramiento del presidente de la República, que tendrá lugar en el mes de julio— permite hacer balance de lo que representa la reforma polaca en el contexto europeo y en el propio contexto de un país que en ningún momento, desde que su entidad como Estado empezó a resultar molesta para las potencias vecinas a fines del siglo XVIII, ha dejado de luchar por su supervivencia libre e independiente.
Hasta el último tramo del siglo XVI, Polonia fue un país gobernado por dinastías eficaces —los Piats y los Jagellones— que supieron proporcionar una identidad cultural al país y un gran espacio que le hizo ser bastión de resistencia del imperio otomano hacia Centroeuropa. Desde el prisma social, los dos grandes peligros para un país como la Polonia de aquellos tiempos venían del océano paneslavo —el riesgo de la rusificación— y del entorno religioso —1a ortodoxia y el protestantismo—, amenazas a las que Polonia hizo frente adoptando el alfabeto latino en una fonética pensada para el cirílico y dando entrada al cristianismo y luego al catolicismo, lo que le valió no pocos de los problemas que aparecerían desde 1772. La amenaza turca, el deseo prusiano por confirmar territorialmente su potencia militar y los avatares de la Revolución Francesa son los tres factores que están detrás de casi todo lo que ocurre en aquellos años en la Europa Central y Oriental. Polonia se encuentra en ese momento expuesta, más de lo que volvió a estar nunca, a la apetencia de los vecinos, al estar emparedada entre potencias: la Rusia de Catalina II, el Imperio Austro-Húngaro de María Teresa y la Prusia de Federico Guillermo….