Cuando España y Portugal entraron en la Comunidad Europea como consecuencia de un largo camino negociador culminado en los Tratados de Lisboa y Madrid de 12 de junio de 1985 todo hacía pensar que se tardaría muchos años en ver una nueva ampliación de la Comunidad.
La Comunidad –que, hasta entonces, había experimentado dos ampliaciones cuantitativas al ver el ingreso de Gran Bretaña, Dinamarca e Irlanda el 1 de enero de 1973 y de Grecia el 1 de enero de 1981– quería entonces aplicarse a profundizar la integración desde un punto cualitativo como había hecho patente Jacques Delors desde que asumiera la presidencia de la Comisión Europea en enero de 1985.
La economía europea, de nuevo en expansión tras los años del europesimismo y la euroesclerosis post crisis del petróleo, estaba dispuesta a aceptar nuevos avances en la integración por mas que –como tantas veces– algunos de los estados miembros de la Comunidad daban golpes de neo-realismo en el sentido de intentar evitar un reforzamiento de las competencias comunitarias a costa de la soberanía de los estados-nación miembros1.
Todo el diseño del Mercado Único Europeo y el Libro Blanco sobre la realización del Mercado Interior, que recibió luz verde en el Consejo Europeo de Milán de junio de 1985, iba en esta dirección que quedaría luego perfectamente legalizada en el Acta Única Europea firmada por los Doce en Luxemburgo y La Haya los días 17 y 28 de febrero de 1986 y entrada en vigor el 1 de julio de 1987.
Esto no quiere decir, por descontado, que la Comunidad se planteara convertirse en una entidad cerrada contrariando la posibilidad de acceso a ella de nuevos miembros europeos democráticos abierta por los artículos 98 del Tratado CECA, 237 del Tratado CEE y 205 del Tratado EURATOM; sino, simplemente,…