La creación de una moneda única europea podría depararnos desagradables sorpresas, a menos que tuviéramos en cuenta, no sólo sus ventajas económicas sino sus posibles costes sociales y políticos. Habría que sopesar, además, las ventajas relativas de una moneda única frente a las de una moneda común.
Una moneda única tiene la indudable ventaja económica de que reduce los costes de las operaciones de pago intraeuropeas. Pero una unión monetaria tiene el mismo coste social en las regiones menos productivas que una sobrevaloración de la moneda. Asimismo, la ventaja política que una moneda única supone para la creación de un estado unitario europeo, conlleva el que la opinión pública pase por alto los peligros políticos más inmediatos de una excesiva concentración de poder en un “Euro-Fed” o banco emisor europeo mal concebido.
El coste social que conlleva una unión monetaria reside, como digo, en el probable incremento de las diferencias de riqueza entre regiones, y en la tentación consiguiente de conceder préstamos para el desarrollo regional que, lejos de corregir, no harán sino perpetuar el retroceso transitorio inicial. Para citar un ejemplo de esta idea paradójica, cuando el reino de Nápoles se fusionó con el de Piamonte, la combinación de la unidad monetaria con una protección arancelaria común contribuyó a destruir la industria del Sur; y los préstamos concedidos al Mezzogiorno en el siglo XX no han hecho sino incentivar la mendicidad continuada.
El coste político de una unión monetaria estriba en el peligro de la creación de una autoridad monetaria capaz de inflar y desinflar la moneda y, consecuentemente, financiar el presupuesto europeo con una tasa de inflación o unos auges preelectorales estimulados por las administraciones interesadas. Esta es la razón por la cual el Bundesbank vuelve a proponer una y otra vez una unión monetaria reducida, basada en…