A partir de la Segunda Guerra mundial, el continente europeo ha sido escenario de dos evoluciones muy distintas: la construcción en el Oeste, etapa tras etapa, de la Comunidad Europea y la esclerosis progresiva de las economías y dé los sistemas políticos en el Este.
En menos de dos años, desde la caída del muro de Berlín, los acontecimientos se han precipitado. Por supuesto, la Comunidad de los Doce prosigue sus esfuerzos de consolidación económica y política, pero son los países del Este los que retienen la atención: los de Europa central se han emancipado de la férula soviética y acceden, en grado variable, a la democracia, mientras la Unión Soviética repudia el comunismo y su corolario, la centralización totalitaria, sin que nadie pueda prever todavía cuál será el equilibrio político, económico y nacional que la estabilizará.
Hay que imaginar las formas que podría tomar la conjunción de estos tres movimientos históricos: el esfuerzo de construcción comunitaria, el acceso a la libertad de los países de Europa central y la descomunistización y la desintegración de la Unión Soviética.
Está claro que las formas de organización serán necesariamente distintas según se trate de la Europa de los Doce, de los países satélites dé la antigua Unión Soviética o de los emanados de esta Unión, cuya supervivencia está hoy en entredicho.
El primer problema que se plantea es saber si lo que hemos construido mantiene su validez. La respuesta es afirmativa en el ámbito de los principios, pero también debemos reconocer que lo que imaginamos hace treinta y cinco años no basta para organizar el conjunto de Europa.
¿Qué hay que hacer, entonces? Lo primero será reafirmar la rectitud y la perennidad de la inspiración europea.
¿Qué justificación tiene Europa hoy, en un mundo en el que cada cual dice adherirse a…