El primero frustró las expectativas de quienes creían en el Día Final (y el fin de la historia). El segundo milenio concluye con la duda del optimismo secular de los tiempos modernos y la historia iniciando una senda sin ruta.
Los siglos XIX y XX han transcurrido guiados por la convicción de que la historia avanza hacia un futuro que justificará y dará sentido al pasado. Esta era la postura marxista y también la liberal. Isaiah Berlin ha escrito acerca de los grandes autores rusos del siglo pasado que “lo que era común a todos (…) era la creencia de que había soluciones para los problemas esenciales, que se podían descubrir y, con suficiente esfuerzo, ponerlas en práctica en la tierra”.
Hoy esta confianza ya no existe. Se ha abierto una brecha entre lo que se dice sobre el futuro en el discurso público y lo que la gente espera en realidad. En los círculos académicos, como señaló hace poco Henry Kissinger, hay “una afirmación cada vez más extendida de la relatividad de todas las creencias, y dudas sobre la propia validez de la civilización occidental”. La clase política occidental habla y actúa como si progreso y racionalidad fuesen todavía suposiciones seguras, a pesar de la evidencia empírica de lo contrario que proporcionan los acontecimientos de este siglo y el fracaso de los fundamentos intelectuales de esa convicción. Perduran versiones ingenuas o manidas de la teoría del progreso histórico, que aportan el vocabulario con el que se redactan las declaraciones de los gobiernos y se escriben los editoriales y con el que se lleva a cabo gran parte del trabajo académico rutinario. Pero no sólo hay otra parte de la clase intelectual que discrepa –por lo general sin enfrentarse explícitamente a las verdaderas cuestiones que plantea su desacuerdo– sino que ahora existe una amplia percepción popular de que el progreso se ha vuelto adverso y de que es más probable que el futuro sea peor que mejor.
La caída del comunismo en 1989 pareció dejar intacta la versión liberal del optimismo occidental, o incluso haberla reivindicado. Poco de lo ocurrido desde entonces daría validez a ese pun- to de vista, ni siquiera en las sociedades ricas y afortunadas, cuyos problemas sociales actualmente son peores que en 1989. En mu- chas partes no occidentales del mundo, la condición humana es desastrosa y va a peor. La propuesta de que la victoria de la democracia liberal sobre el comunismo podría consolidarse en un “nuevo orden mundial” resultó ser un resurgimiento efímero de un desacreditado wilsonianismo.
Estados Unidos ha demostrado después exactamente lo contrario de aquella voluntad de hegemonía benevolente subyacente a la idea de principios de los años noventa de que, como “única superpotencia”, podría imponer su propia concepción del orden mundial. Desde 1989, o mejor desde la guerra del golfo Pérsico –en la que mediaron intereses petrolíferos– Estados Unidos ha eludido responsabilidades al considerar tanto la administración Bush como la de Clinton, quizá correctamente, que la opinión pública norteamericana no tiene la tolerancia necesaria para los sacrificios que impondría la hegemonía. Su intervención en Bosnia tiene un límite temporal de un año, unido al calendario electoral norteamericano. Una superpotencia, sin embargo, actúa incluso cuando sus intereses no están en discusión.
El fracaso del intento europeo, como agente de la “comunidad internacional” (ante la ausencia de EE UU), de resolver la agresión serbia en la antigua Yugoslavia ha desacreditado la ambición de la Unión Europea (UE) de desarrollar una política exterior y de seguridad común, como se prometía en el tratado de Maastricht. La guerra en Yugoslavia ha demostrado que la idea de que se podría dotar a la comunidad internacional de una existencia y una autoridad colectivas es sólo un noble pensamiento que pasa por alto la profunda realidad de percepciones e intereses nacionales dispares.
La esperanza de los europeos de que la UE se pueda convertir en una nueva forma de asociación política y económica que sustituya al clásico Estado-nación –asociado a muchas desgracias del pasado– y que esta unión ejerza una influencia pacificadora en Europa central y del Este y en la ex Unión Soviética ya no es plausible. En la antigua Yugoslavia, las unidades políticas con capacidad para actuar (o dejar de hacerlo), han sido Francia y Gran Bretaña, como naciones, pero no la UE. Incluso Alemania, que muchos de sus ciudadanos quieren considerar anticuada y a punto de ser absorbida por la UE, actuó por su cuenta en 1991 al precipitar el reconocimiento europeo de una Eslovenia y una Croacia independientes.
Desde luego, se puede objetar que atravesamos un período difícil, que no demuestra nada sobre las posibilidades del futuro; y quizá sea verdad. Mi argumento no es que el futuro no pueda ser mejor que el presente; es que las estructuras intelectuales que se utilizaron en el pasado para demostrar que el futuro sería mejor han quedado descartadas o desacreditadas.
La revelación religiosa prometía la salvación. El marxismo afirmaba proporcionar un análisis científico para demostrar que las masas trabajadoras habitarían un mundo justo y sin clases. El optimismo liberal decía que la aplicación de la razón y los descubrimientos de la ciencia podrían erradicar la injusticia y la miseria. Las elites actuales en general no creen en la religión. En la práctica, el marxismo creó los gulag (campos de concentración rusos) y empobreció los Estados que gobernó. Las previsiones de progreso del liberalismo fueron refutadas por las dos guerras mundiales, el totalitarismo y la guerra étnica, comunal y racial que se extiende hoy desde la Europa balcánica hasta el corazón de África pasando por Rusia, Asia y las ciudades estadounidenses y de Europa occidental.
Aun así, la retórica de progreso sigue siendo utilizada. El asesor norteamericano de seguridad nacional, Anthony Lake, ha dicho que EE UU debe luchar contra los nacionalistas, “tribalistas, terroristas, criminales organizados, maquinadores de golpes de Estado, Estados criminales y todos aquellos que harían que los países recién liberados volviesen a los métodos intolerantes del pasado”.
Nótese que la intolerancia pertenece al pasado. El argumento común tanto de la derecha como de la izquierda es que la sociedad internacional avanza hacia una mayor democracia. A este progreso se le atribuye la clasificación de inevitable , y una política exterior que fomente la democracia se considera no sólo una expresión de los valores occidentales, que lo es, sino como cooperación práctica con una tendencia histórica fundamental que tiene la seguridad como resultado: la ciencia política ha “descubierto” que las democracias no luchan entre sí. Cuando las naciones no occidentales hayan conseguido la situación no bélica de Occidente, el mundo se habrá descubierto a sí mismo y la historia puede terminar (como ya ha insinuado Francis Fukuyama). Este es el romanticismo contemporáneo.
El pensamiento romántico del siglo XVIII sostenía que los males de la sociedad eran consecuencia de la alteración del orden natural de la civilización. El debate se centró en si la restauración de este orden feliz requería una intervención humana enérgica o una mera eliminación de las fuerzas “artificiales” con las que la humanidad malograba la naturaleza. Actualmente, la corriente económica convencional afirma que cuando se eliminen completa- mente las barreras a la industria y el comercio, la mano invisible del comerciante supremo proporcionará una economía perfeccionada. Los republicanos estadounidenses, los conservadores británicos y sus simpatizantes continentales, han adoptado la opinión de William Godwin en 1793: los gobiernos tienen poder para hacer el mal, pero son impotentes para el bien, lo cual crea obstáculos a la natural propensión del hombre a progresar.
El conservadurismo y pesimismo radicales de un hombre como Michael Oakeshott, filósofo y político británico que escribió que la política de una nación únicamente podía servir para mantener el barco del Estado a flote “en un mar sin límites y sin fondo” –“utilizando los recursos de un modo de comportamiento tradicional para conseguir un amigo en cualquier ocasión”– son una excepción entre los teóricos políticos occidentales. Las figuras más poderosas del pensamiento político del siglo XIX fueron Tocqueville, Burke, Burck- hardt y Acton, todos ellos hostiles al punto de vista romántico de la historia, conscientes del precario papel que la razón desempeña en los asuntos políticos y de las corrupciones del poder y la vanidad.
En EEUU apenas es posible hablar de política internacional y de acción política fuera de un esquema conceptual progresista. Como en la Gran Bretaña posthatcheriana, aquellos que pretenden ser conservadores lanzan el más radical de los ataques contra las instituciones y convenciones existentes, con un optimismo sobre lo que hacen que se aproxima a lo utópico. Los verdaderos conservadores de Estados Unidos son aquellos que, como George Kennan, están más angustiados por su futuro.
Hay un aspecto moral e implícitamente teológico en esto, ya que, en la época moderna, la suposición de que el hombre se dirige a algún sitio –lo cual equivale a decir que será mejor de lo que es ahora– ha sido casi siempre la consecuencia implícita de la creencia de que la historia es progreso. El hombre socialista tenía que haber sido mucho mejor que su predecesor presocialista, y el hombre ario a través de la formación científica tenía que haberse mejorado incluso a sí mismo. La formulación política moderna más influyente de la teoría del progreso histórico, el marxismo, es una versión secularizada de la religión mesiánica occidental, aunque desprovista de la conciencia de pecado, sufrimiento y tragedia del judaísmo. Ahora, el marxismo está intelectualmente desacreditado y vinculado a crímenes sanguinarios.
La convicción de que las fuerzas que determinan la existencia histórica son esencialmente benignas ha sido fundamental para la fe de la Ilustración en el progreso humano y para la fe religiosa occidental a la que en gran medida sustituyó. La razón perfeccionaría a los hombres y a la sociedad eliminando lo irracional. Puede que el Dios de los judíos y los cristianos haya sido exigente y sus representantes a veces intolerantes u oscurantistas, pero no cabía la menor duda de que deseaba la felicidad de las almas que había creado. La doctrina cristiana decía que los humildes esta- ban más cerca de Dios que los emperadores y los reyes. El objetivo del marxismo era benévolo: la liberación de la humanidad, aunque la necesaria lucha de clases tuviese que ser violenta. Aquellos que se comprometieron con la labor de la religión, la reforma o la revolución creían que cooperaban con las fuerzas dominantes de la historia y que, en última instancia, habría un final feliz.
Una idea occidental
El optimismo histórico ha sido un asunto peculiarmente occidental. Es una concepción de la historia que contrastaba con la suposición china de imperios dinásticos cíclicos, autosuficientes y egocéntricos, en los que la sucesión de la experiencia dinástica se renueva a sí misma sin avanzar en ninguna dirección. Hicieron falta el colonialismo, los misioneros cristianos y el marxismo para convencer a algunos chinos de que la historia es intención y progreso.
Muchas otras sociedades carecieron incluso de un concepto de la historia (que no surgió en Occidente hasta finales de la Edad Media) y, aparentemente, se vieron a sí mismas como estáticas (o no se vieron de ninguna forma al ser el concepto del “yo” colectivo prácticamente imposible excepto desde el punto de vista de una creencia en la historia). La sociedad simplemente estaba allí y los acontecimentos eran (son) significativos en el marco de la experiencia social, dinástica o tribal, sin más significado en el tiempo, sin “ir” a ningún sitio y sin formar parte de una historia intencionada.
El budismo se describe convencionalmente como una búsqueda de liberación del devenir: es decir, de la historia. El hinduismo busca la absorción del individuo en un espíritu mundial impersonal. Hace poco se criticó al papa Juan Pablo II por decir que el budismo aspira a “un estado de perfecta indiferencia en lo tocante al mundo” y, sin embargo, esa objeción parece haber sido dirigida contra lo que se tomó por crítica –más que interpretación– papal de un intento de liberarse del mal “llegando a ser indiferentes ante el mundo, que es la fuente del mal”. La idea de cristianismo del Papa considera al mundo necesariamente bueno, como creación de Dios.
El islam, como el Occidente judeo-cristiano, se considera poseedor de una historia teológica. La religión islámica defiende una concepción de revelación progresiva (el Corán completa y perfecciona los testamentos judío y cristiano) y los musulmanes chiítas esperan el regreso al mundo del duodécimo imán, descendiente de Mahoma, del que se dice no murió, sino que desapareció, y regresará finalmente como única autoridad legítima de la tierra. Judíos y cristianos creen que la historia es la aventura espiritual y moral de gente responsable de su conducta ante Dios, con una misión divina que acabará llevando a la conclusión temporal de la historia.
La noción de la historia como progresión política inteligible o significativa es occidental y, en su forma secularizada, bastante reciente. Sin esta idea, difícilmente habría una política occidental moderna, y no digamos una guerra moderna. En su novela de 1920 Tormentas de acero, el escritor y entomólogo alemán Ernst Jünger –que en 1996 cumple cien años– describió así un ataque con tropas de asalto en el que participó: “El combate final, el asalto definitivo (…) Aquí estaba en juego el destino de pueblos enteros; se trataba del futuro del mundo. La única idea que tenía en mi mente era la gravedad del momento y creo que, en todos nosotros, todo sentimiento personal se había desvanecido y el miedo nos había abandonado”. Sólo una visión escatológica de la historia permitiría un punto de vista tan apocalíptico de la acción de una pequeña unidad de infantería por parte de un nacionalista alemán que, sin embargo (en palabras de su traductor francés) “no [creía] una sola palabra de aquellas magníficas profecías hegelianas o marxistas relativas a la llegada del Absoluto”.
La suposición convencional del siglo XX ha sido que el futuro podía depender de un episodio semejante. Si esta batalla concreta no se gana, no sólo se habrá perdido el mundo, sino también el tiempo. Es la versión “ur” de la teoría del dominó. Unicamente es posible creer esto si se entiende la historia como la de un destino humano inteligible que se revela gradualmente. Si ya no lo entendemos así, debemos reconocer que la civilización occidental se ha convertido en algo nuevo.
La idea de un progreso y un destino seculares en la historia, al margen de cualquier esquema divino, ha existido en el pensamiento occidental desde el siglo XVII. John Lukacs escribe que Francis Bacon pudo ser el primero que trató sobre progreso en términos de tiempo (en lugar de espacio: “un progreso real”). Lukacs afirma que el siglo XVII también fue el siglo en el que surgió la conciencia histórica: una conciencia personal sobre la posición del individuo con respecto a la existencia de la sociedad y el paso del tiempo. Era un aspecto del surgimiento de la conciencia individual moderna. En los siglos XVII y XVIII también surgió la convicción de que se iban a explicar las leyes de la naturaleza, a recuperar el pasado clásico, a dejar atrás a la Edad Media y a restablecer la civilización sobre la base de la razón y las ciencias naturales.
John Locke, principal responsable del sentido moderno del progreso secular, dedujo que los hombres han nacido con “un título para la libertad perfecta y el disfrute descontrolado de todos los derechos y privilegios de la ley de la naturaleza”, la conclusión de que el propósito de la historia es la liberación progresiva de la humanidad de los límites a esta libertad. De esta idea partieron las revoluciones francesa y norteamericana, así como la doctrina del libre mercado. El liberalismo económico que celebran actualmente los economistas neoclásicos y el individualismo agresivo que fo- mentan algunos de los defensores de los derechos civiles en Occidente avanzan versiones de la afirmación lockeana de que la felicidad individual y el bienestar de la comunidad son productos de la liberación del individuo desde la represión. Estas afirmaciones son las responsables de que hoy la sociedad norteamericana sea como es. A Locke, un puritano, ésta le hubiera parecido indudablemente una observación desconcertante.
Mientras que John Milton, que también era un puritano, era consciente del peligro y la tragedia de la existencia, Locke –como escribe el profesor de Cambridge Basil Willey– ofreció “confianza en la racionalidad del universo, en la virtud del hombre, en la es- tabilidad de la sociedad y en las declaraciones del sentido común ilustrado”. También pensaba que “debajo están los brazos perennes” prometidos por las Sagradas Escrituras para evitar que los hombres cayeran –suposición que excluyen sus actuales partidarios–. Por otro lado, Milton fue poeta de los retos de Satán y del riesgo espiritual: “Así pues, adiós esperanza, y con la esperanza adiós al miedo, adiós remordimiento: todo lo bueno para mí se ha perdido; mal, se tú mi bien”. El interés romántico de Milton por el mal parece más adecuado para un siglo XX de guerras, cataclismos, genocidio, destrucción deliberada de la sociedad civil y de las bibliotecas y monumentos de la civilización, que la confianza de Locke en la bondad.
Es esencial separar la discusión del progreso de la civilización o de la falta del mismo, de la del progreso del hombre. La cuestión de si el hombre como especie se dirige a alguna parte tiene una respuesta convencional en la hipótesis de que la evolución nos lleva hacia una forma de vida más complicada o sutil. Se cree que un hombre más complejo será más inteligente que, aunque no sea moralmente superior a sus antepasados, por lo menos estará menos dispuesto a líneas de acción evidentemente irracionales y autodestructivas o amenazadoras para su especie. Sin embargo, el período histórico actual no ha proporcionado pruebas de progresión o mutación de la especie: todavía no ha aparecido un hombre más avanzado, independientemente de lo que puedan indicar las pruebas fósiles sobre las características físicas del hombre primitivo, nuestro antepasado prehistórico.
Yo diría que no sólo no existen pruebas del progreso moral colectivo del hombre, sino que no hay que esperar ninguna. El hecho de que haya existido una continuidad moral entre hombres y mujeres desde la época de los pintores de las cuevas magdalenienses y las tragedias áticas me parece razón suficiente para tener cierta confianza. Nuestros antepasados, los clásicos griegos, identificaron compromisos morales como propios de Sísifo, tal como son hoy, aunque durante este siglo hayamos tratado de negarlo.
Algunos encontrarán en este punto de vista motivo de desesperación, ya que si hubiera una constancia moral entre hombres y mujeres a través de los tiempos, entonces podría parecer que el inmenso sacrificio que se ha hecho para mejorar la sociedad ha sido una pérdida de tiempo. En mi opinión, la civilización ha progresado al instaurar y ampliar algunas normas de comportamiento internacional y nacional desinteresado (normas de derechos humanos, leyes y una estructura de Derecho internacional), pero lo ha hecho sin un cambio esencial del hombre y sin ninguna auto- maticidad en el proceso histórico, ni seguridad en lo que se ha conseguido. El “retroceso” del siglo XX al barbarismo en sus guerras y en las prácticas de gobiernos totalitarios no fue de hecho un retroceso, sino fenómenos aislados que pueden repetirse. La intolerancia no pertenece al pasado.
El hombre ha mejorado en competencia, conocimiento y comportamientos. Come con tenedor, utiliza los ordenadores que ha inventado para ahorrarse innumerables tareas aburridas y dirige sus guerras, cuando puede, de una forma que le permite evitar la angustia de un encuentro directo con el dolor que inflinge a sus víctimas. Esta es una forma de progreso desde el pasado humano en que empuñábamos hachas y vestíamos pieles de animales. El hombre occidental también cree hoy que los aparatos y la industria seguirán avanzando en progresión casi geométrica. La tecnología llama a un futuro en el que la conciencia humana es sustituida por una realidad virtual más complaciente y los economistas le invitan a un mercado global sin costuras que crea en todas partes un desempleo ruinoso a corto plazo para proporcionar felicidad global a largo plazo. ¿Dónde terminará realmente todo esto? Sólo Dios lo sabe, si es que existe.
¿Cuál es la verdad?
El poeta Czeslaw Milosz, tras el fracaso del comunismo en 1989, expresó su preocupación sobre lo que podría ocupar el lugar del marxismo. El comunismo, dijo, había sido una revolución contra el nihilismo europeo que Dostoievski y Nietzsche habían percibido y expresado, proporcionando una visión del futuro que fue un antídoto contra ese nihilismo. El marxismo resultó un fraude y dejó las cosas peor de lo que las había encontrado.
Hegel había afirmado que se daba una progresión dialéctica de la propia existencia, desde lo más bajo hasta lo más alto y Marx, en una célebre frase, le dio la vuelta a esto, del espíritu a la materia, y así inventó el materialismo dialéctico. Hegel imaginó un “es- píritu mundial” redentor y, después de la victoria de Jena en 1806, llamó a Napoleón “este alma mundial”.
Un siglo después, los alemanes, entre otros, encontraron el alma mundial en Hitler. La diferencia entre los dos personajes es que Napoleón fue en los aspectos cruciales un liberador, cuyas conquistas transmitieron las ideas e instituciones de la Ilustración a la mayor parte de la Europa no francesa y, por consiguiente, fue un creador de la Europa moderna en lo que respecta a sus mejores cualidades. Hitler y el nazismo concibieron al superhombre en términos raciales, lo identificaron con el pueblo nórdico (o “ario”) y afirmaron el derecho de este pueblo a dominar al resto.
Habitualmente, no se considera que el nacionalsocialismo estuviera relacionado con el pensamiento ilustrado, pero fue un movimiento “progresista” en el que el Reich de Hitler pretendía crear por medios científicos una sociedad en la que la humanidad sería permanentemente modificada a través de la “purificación” racial, la creación de una superraza y la eliminación de grupos humanos genéticamente “degenerados”. Sus ideas fueron un producto corrupto del movimiento progresista de la eugenesia del siglo XIX y del darwinismo social que afirmaba que los grupos sociales imitaban la evolución de la humanidad desde el fango primitivo hasta Charles Darwin. Ambas teorías parecían autorizar a sociedades o pueblos “superiores”, a tratar a los menos desarrollados de la misma manera en que los hombres han tratado a los animales inferiores.
El nihilismo de la época de Nietzsche fue un fenómeno intelectual, no una doctrina de acción, en una sociedad cuyas estructuras culturales y políticas estaban intactas. El anuncio de que Dios es- taba muerto equivalió de hecho a declarar que la elevada cultura occidental había llegado a creer que Dios estaba muerto. Nietzsche insinuó que Dios debía actuar en consecuencia afirmando la vida humana. En cambio, afirmó la muerte al destruir las estructuras de la civilización europea en la Primera Guerra mundial y atribuirse las prerrogativas anteriormente concedidas a la deidad.
El leninismo y el nazismo definieron lo que había que considerar como virtud y mal y pusieron en práctica sus teorías con la convicción de que en este asunto no existe una verdad objetiva: el poder establece lo que es verdad. Los estudiosos que también son partidarios hoy en día de esta hipótesis, defienden una epistemología totalitaria. Hannah Arendt es elocuente en esta cuestión en su estudio del totalitarismo. Cuando el poder nazi afirmó que los judíos eran un pueblo parásito y desarraigado, hizo realidad la calumnia al expulsar a los judíos alemanes de sus hogares y trabajos y convertirlos en refugiados dependientes y en una carga mal recibida en otras naciones. Cuando Stalin decidió que había que considerar a un colaboracionista un enemigo del pueblo, el colaboracionista confesaba, era fusilado y se borraba toda prueba de su previa colaboración. Sin embargo, como demuestra la existencia del trabajo de Arendt, había otra epistemología mejor. La verdad objetiva existía y fue reivindicada.
Los fundamentos de la fe secular de Occidente en la razón y el progreso desaparecieron en los campos de concentración nazis, en el gulag y en la implosión de esquemas magnánimos de la perfección de la sociedad humana. La confianza en el progreso humano y el dominio de la razón, y en el enriquecimiento y gobierno tecnológico y científico de la sociedad, debe dar cabida al reconocimiento de que el siglo XX ha producido una delincuencia política peor en aspectos cruciales que la de ningún período del pasado, concebida y justificada en nombre de ideas que se consideraban progresistas y científicas.
Frente al punto de vista liberal de la historia, siempre ha existido el punto de vista trágico de que la historia es una lucha del ser humano contra sus limitaciones, en la que su dignidad se encuentra en la lucha misma, sin resolución en el tiempo histórico. Este punto de vista insiste en la difícil situación de la historia, en su insolubilidad. El creyente en el pecado original y en la providencia divina encuentra aquí un terreno práctico común con el estoico, ateo y humanista Sigmund Freud, quien recordó a sus lectores que el objetivo de la vida es la muerte y quien negó “que en los seres humanos opere un instinto hacia la perfección que les ha llevado a su elevado nivel actual de éxito intelectual y sublimación ética y del que pueden esperar que vele por su conversión gradual en superhombres. No tengo [esa] fe… No logro entender cómo se puede conservar esta ilusión benévola”.
Más que un nuevo paradigma de la historia, lo que impera es un nuevo realismo sobre la historia y sobre el futuro. Hemos conseguido algunas cosas muy notables en la sociedad occidental y en los progresos institucionales desde la Segunda Guerra mundial, pero éstos no son tan seguros como muchos parecen pensar. La pacificación e integración de la sociedad europea occidental, el nivel de cooperación institucionalizada entre todos los países industrializados, los nuevos mecanismos de consulta, arbitraje y adjudicación conseguidos internacionalmente son logros fundamentales. Sin embargo, me parece urgente reconocer hasta qué punto puede ser frágil el consenso social y político y hasta qué punto es fácil liberar fuerzas como las que han arrasado Yugoslavia y parte de Africa, y que continúa en zonas de la ex Unión Soviética y otros lugares. Las fuerzas económicas y tecnológicas que rehacen las naciones avanzadas y sus relaciones entre sí, crean –como indican las tasas de paro o las estadísticas salariales– serias divisiones en sus sociedades.
La historia no se detiene. Consume acción y exige constante- mente decisiones que inevitablemente se toman dentro de algún marco filosófico o ideológico. Si el marco intelectual que teníamos antes ha quedado desacreditado, ¿qué ocupa su lugar? El activismo histórico de la civilización occidental garantiza que Occidente buscará una nueva justificación para su deseo de controlar la sociedad y dominar el universo material. La cuestión es ¿con qué objetivo o en qué marco de expectativas?
En este momento no hay una respuesta evidente. La estructura de las expectativas liberales sobrevive pero vacía de contenido. Esto estaba implícito en el comentario norteamericano más famoso sobre las repercusiones de 1989, el argumento de Francis Fukuyama de que el liberalismo ha “ganado” y la historia se ha alcanzado. No habría más historia; no cabía esperar nada más.
El otro intento reciente norteamericano de formular una nueva teoría sobre el futuro –el choque de civilizaciones de Samuel Huntington– refleja las necesidades burocráticas del paradigma político, pero también está estructurado en los términos de la historia mundial. Personalmente, no me tomo en serio la afirmación de Huntington de que en el siglo que viene las civilizaciones se declararán la guerra unas a otras como hicieron las naciones en los siglos del Estado-nación, motivadas por el choque de sus culturas. Las civilizaciones no son actores políticos. Sin embargo, me parece extremadamente significativo que una proporción tan grande de la clase política y la opinión pública aceptase de tan buen grado el fatalismo de Huntington, que equivale a una reafir- mación de lo que en el políticamente incorrecto siglo XIX se llamó destino racial: no luchamos a causa de las elecciones responsables de actores políticos y morales individuales, sino contra el “otro”, porque estamos biológica (o culturalmente) programados para hacerlo.
Este fatalismo tiene un paralelo moral en el abandono, por parte de otro sector de la comunidad académica, de la idea de objetividad histórica o de la posibilidad de declaración objetiva. A partir de las observaciones diarias de que el poder de los partidos interesados influye en lo que se presenta a la sociedad como verdadero, y de que la manipulación moderna de imágenes no sólo permite la interacción sino también una sustitución mutua entre acto e imagen, se ha planteado la afirmación general de que la realidad no existe autónomamente, sino que es el producto del poder y de la imagen reinantes. Esto es una expresión del nihilismo epistemológico que afirma que la historia está dominada por fuerzas incognoscibles y, por lo tanto, incontrolables. La idea de que somos las víctimas de la historia más que sus forjadores es coherente con algunas otras ideas actualmente en boga, pero va directamente en contra de la tradición occidental activista cuyos excesos siempre han sido prometeanos o faustianos.
El mundo posmoderno
Según la filosofía política clásica, la política se ocupaba de la justicia, definida como dar a los individuos lo que les corresponde, lo cual implica que todas las personas poseen algo que les corresponde de forma inalienable, es decir, derechos. La justicia trata de las relaciones entre “otros” autónomos con demandas y derechos legítimos que deben ser respetados. “Liquidación”, como dijo el filósofo alemán, Joseph Pieper, después de la Segunda Guerra mundial, “significa exterminación basada simplemente en la existencia del otro”, lo que podría ser el caso de las guerras entre civilizaciones, como es actualmente el caso de la limpieza étnica.
En este ambiente intelectual, es fácil concebir el futuro en términos hobbesianos de egoístas luchas de poder, por mucho que se disfracen en la decadente retórica del liberalismo. Un nihilismo con respecto a valores autoriza, si es que no dicta, una política de engrandecimiento del poder. Esto, en versión reducida, es lo que hemos visto en la antigua Yugoslavia y decididamente es una hipótesis plausible del futuro de Rusia que, como Yugoslavia, existe sobre las ruinas morales y culturales del materialismo dialéctico y el desorden material y social del poscomunismo.
El nacionalismo y el comunalismo o el racismo también son respuestas lógicas a la atrofia de las esperanzas liberales sobre el futuro común. Es perfectamente razonable que las comunidades se aferren a sí mismas cuando están inseguras y que desafíen al otro. En la medida en que se sienten inseguras, adornarán y mitificarán su historia y su destino y condenarán a sus rivales. Las comunicaciones modernas hacen esto más fácil. Yugoslavia y Ruanda han demostrado hace poco hasta qué punto la televisión y la radio facilitan el genocidio.
Hasta ahora, las interpretaciones occidentales del significado histórico han dado por hecho que este significado tiene una existencia objetiva. Lo ha dado la revelación divina y la ciencia y la razón lo han identificado, pero el caso es que está ahí. Si se encuentra, y se influye en él, las cuestiones éticas y metafísicas de la existencia humana acabarán siendo resueltas.
El nihilismo moderno rechaza la disciplina y la limitación que forman parte de esta creencia en un referente objetivo para la acción humana. El segundo milenio concluye con el agotamiento de las posibilidades intelectuales, políticas y morales de la creencia en el progreso. Si el nuevo milenio se abre con el pensamiento de que Dios está muerto y la historia no tiene un propósito, excepto el que el poder puede imponer, nos acercamos al universo hobbesiano. O incluso a uno peor, en el que las categorías morales de Milton quedan invalidadas: “Mal, se tú mi bien (…) todo lo bueno para mí se ha perdido”. Una conclusión tan pesimista no es inevitable, ni como cristiano acepto que la historia esté perdida, aunque no con- fundo civitas dei con civitas terrena. Sin embargo, veo en lo que he escrito una respuesta lógica alarmante al interrogante de en qué se convertirá al que se ha llamado ya mundo posmoderno.