Durante la mayor parte de esa historia paralela, los judíos han sido una minoría vulnerable dentro de las sociedades islámica y cristiana, aunque no se puede negar que la experiencia judía bajo el cristianismo fue mucho peor que bajo el islam. La razón se puede encontrar en ciertos factores, pero estuvo claramente condicionada por la visión teológica que tenía la Iglesia de los judíos y del judaísmo. En este ámbito hemos visto en los decenios recientes una transformación que quizá sea la más notable de los tiempos modernos en el pensamiento y la enseñanza teológica tradicional. Innegablemente, ello se ha visto facilitado por el espíritu científico de la sociedad moderna, que ha otorgado una perspectiva histórica y una autocrítica. Pero fundamentalmente la galvanizó el impacto de la shoah nazi, el horror ante lo que había ocurrido dentro de sociedades cristianas y la creciente sensación de que la imagen que de los judíos había alimentado la Iglesia a lo largo de los siglos había facilitado la demonización y, por consiguiente, la deshumanización, del judío, lo que cultivó el terreno para aquellos horrores.
Los orígenes de este retrato de los judíos se encuentran ya en algunos escritos patrísticos nacidos de la “competición” con el judaísmo por el derecho a las promesas y la continuidad bíblicas. Las desdichas de los judíos se consideraban una prueba no sólo de que Dios los rechazaba por la crucifixión de Jesús y su no reconocimiento de los verdaderos y plenos designios divinos, sino como confirmación de estos últimos. Evidentemente, se mantenía, los judíos se habían convertido en los enemigos de Dios, que los había rechazado y maldecido, haciendo que se convirtieran en perpetuos vagabundos sin hogar. Dios, por lo tanto, los había sustituido por la Iglesia, el “nuevo” y “verdadero Israel”.
Fue esta “enseñanza del desprecio” hacia el pueblo judío lo que tuvo consecuencias tan profundas y negativas sobre la vida judía en el mundo cristiano a lo largo de su historia hasta los tiempos modernos. Fue también la razón más importante de la actitud negativa de la Iglesia hacia el naciente movimiento nacional de retorno judío a finales del siglo XIX. Unos cuatro meses antes del primer congreso sionista, celebrado en Basilea en agosto de 1887, Civiltà Cattolica, la revista jesuita y semioficial del Vaticano, publicó un artículo, titulado «La dispersión de Israel en el mundo moderno”, en el que se declaraba que, de acuerdo con el Nuevo Testamento, los judíos habían de vivir en la diáspora como esclavos de los gentiles hasta el fin de los tiempos, en cumplimiento de la maldición que habían invocado sobre sus cabezas y las de sus hijos. Por lo tanto –se mantenía– sería impensable confiarles la custodia de los Santos Lugares, y mucho menos alimentar la idea de Jerusalén como capital de un Estado judío, lo que sería contrario a las palabras del propio Cristo.
La famosa réplica de Pío X a la petición de Theodore Herzl de apoyo papal para la causa sionista ilustra la influencia de tales categorías teológicas sobre su pensamiento: “No nos es posible favorecer este movimiento. No podemos evitar que los judíos vayan a Jerusalén, pero nunca podríamos sancionarlo. Como cabeza de la Iglesia, no puedo contestarle de otra manera. Los judíos no han reconocido a Nuestro Señor, y por lo tanto nosotros no podemos reconocer al pueblo judío; así pues, si ustedes van a Palestina y asientan allí a su pueblo, estaremos dispuestos con iglesias y sacerdotes a bautizarles a todos”.
La ‘shoah’
Aunque ya en la primera parte de este siglo se expresaban en ciertos círculos nuevas tendencias respecto a una reconsideración de las enseñanzas cristianas acerca de los judíos, fue, como hemos mencionado, el impacto de la shoah lo que actuó como máximo catalizador. Dentro de la Iglesia católica, el proceso fue galvanizado por el compromiso personal de Juan XXIII, quien se vio influido por sus experiencias y actividades en beneficio de los judíos durante la Segunda Guerra mundial, así como por sus encuentros personales, especialmente los que tuvo con Jules Isaac. En consecuencia, el Segundo Concilio Ecuménico Vaticano, que él convocó, promulgó, en su trascendental documento Nostra Aetate, la histórica repudiación categórica de aquella “enseñanza del desprecio” hacia el pueblo judío, abriendo la puerta a la “positiva revolución” de las enseñanzas de la Iglesia respecto a los judíos y el judaísmo, que ha continuado durante los últimos treinta años. Además de condenar el antisemitismo, Nostra Aetate rechazaba la idea de una singular responsabilidad corporativa y continua por la muerte de Jesús. Afirmaba además que la alianza divina con los judíos era eterna y no se había roto. Esta reconsideración produjo importantes cambios, tanto en la liturgia como en la educación religiosa.
Acontecimientos paralelos se produjeron en las iglesias protestantes, lo que se reflejó en las pertinentes declaraciones del consejo mundial de iglesias en Amsterdam (1948) y Nueva Delhi (1961), el informe de la comisión sobre fe y orden en 1966 y la consideración ecuménica sobre el diálogo judeocristiano emitida en 1982. Como ejemplos de manifestaciones notables sobre este asunto por parte de iglesias protestantes a lo largo de los tres últimos decenios, se pueden mencionar las declaraciones de la iglesia reformada de Holanda (1970), de la iglesia protestante del Rin (1980) y la del concilio luterano europeo (1990).
Desde Nostra Aetate, la Iglesia católica ha emitido un número de documentos y declaraciones importantes en los que se fomenta el movimiento de reconciliación católico-judío. En 1975 se publicaron las “Normas y sugerencias para la puesta en práctica de Nostra Aetate”. Entre otras cosas, se subrayaba la ascendencia, identidad y enseñanzas judías de Jesús y se recomendaba a los cristianos que “entendieran y apreciaran cómo los judíos se definen a sí mismos a la luz de su propia experiencia religiosa”. Este documento fue realizado por la Comisión Pontificia para las relaciones religiosas con los judíos, establecida por la Santa Sede el año anterior. A fin de servir como asociado oficial judío de esta comisión, se formó el comité judío internacional para las consultas interreligiosas (IJCIC), y los dos organismos comenzaron a reunir- se bienalmente en los encuentros que se conocen con el nombre de enlace internacional judeo-católico (ILC). Esta estructura formal para las consultas y cooperación católico-judía sirvió como poderosa señal de los tiempos.
En 1985, la Comisión emitió un nuevo documento titulado “El vínculo común –judíos y cristianos– notas para la predicación y la enseñanza”. Este texto ampliaba las normas de 1975, insistiendo prolongadamente en las raíces judías del cristianismo y proporcionando una importante reflexión contextual sobre los pasajes negativos de las Escrituras y los escritos cristianos respecto a los judíos y el judaísmo. Además, subrayaba lo que definía como “notable fórmula teológica del Papa Juan Pablo II”, expresada en Maguncia en 1980, en la que definía a los judíos como “el pueblo de Dios, de la alianza antigua, que nunca ha sido revocada”. El documento señalaba también los “valores, obligaciones y expectativas compartidas del reino de Dios” en esta relación especial.
Deben mencionarse la participación y el compromiso personales de Juan Pablo II en este proceso de reconciliación. Particularmente notable fue su histórica visita a la sinagoga de Roma en 1986 y sus repetidas declaraciones en las que reafirma el excepcional vínculo del cristianismo con el judaísmo, así como la integridad y el lugar esencial de este último en el proyecto divino para la humanidad.
Aunque esta notable reconsideración de las relaciones de la Iglesia con el pueblo judío fue calurosamente acogida por este último, permanecía un importante obstáculo: la ausencia de relaciones diplomáticas con Israel. Cuando se recuerda la antes mencionada actitud inicial de la Santa Sede hacia el movimiento nacional judío de vuelta a su patria ancestral, se puede comprender la sospecha que prevalecía en los ámbitos judíos de que, a pesar de las protestas vaticanas en contra, el Estado de Israel presentaba aún dificultades teológicas para la Iglesia católica. A pesar de que los factores políticos eran la razón principal para el retraso de la normalización diplomática, uno de los veteranos católicos del diálogo ha hecho notar que “los cristianos en general no comprenden la importancia de Israel para los judíos”. En efecto, mientras que para el Vaticano el asunto era esencialmente político, la mayoría de los judíos ve a Israel como miembro integral e inextricable de su identidad judía histórica y contemporánea. En consecuencia, creían que si la Iglesia fuese sincera en su declara- do deseo de “esforzarse en entender por qué trazos esenciales se definen a sí mismos los judíos” (“Normas” de 1975) y en “comprender que el recuerdo de la tierra está en el corazón de su esperanza” (“Notas” de 1985), tendría que reconocer con seguridad la importancia de Israel para los judíos y conceder, en consecuencia, al Estado, la dignidad de las relaciones diplomáticas plenas.
«Cuando se recuerda la antes mencionada actitud inicial de la Santa Sede hacia el movimiento nacional judío de vuelta a su patria ancestral, se puede comprender la sospecha de que el Estado de Israel presentaba aún dificultades teológicas para la Iglesia católica»
El Acuerdo Fundamental entre la Santa Sede e Israel firmado al concluir 1993, que normalizaba las relaciones entre los dos, hizo que finalmente se desecharan esas dudas. En efecto, en el preámbulo del acuerdo se reconocía el hecho de que éste no era meramente diplomático, sino parte y componente de una histórica “reconciliación entre católicos y judíos”. Por lo tanto, ésta fue en muchos aspectos la culminación de un nuevo comienzo en las relaciones de la Iglesia con el pueblo judío que empezó con la promulgación de Nostra Aetate en 1965.
En aquellas sociedades democrático-pluralistas donde han arraigado estos cambios en las actitudes cristianas y donde el acercamiento a la comunidad judía se verifica sobre la base de un mutuo respeto, la participación judía en el diálogo ha sido importante. Indudablemente, ésta no ha sido motivada por los mismos impulsos teológicos o históricos que han motivado a los cristianos. Para comenzar, no sólo el judaísmo es menos teológico que el cristianismo, sino que no se ve obligado a dirigirse al cristianismo a fin de comprenderse a sí mismo, como sucede en el caso contrario. (No quiere decir esto que el judaísmo deba ignorar al cristianismo, sino que sus raíces no se hallan en él como éste tiene las suyas en el judaísmo.) Además, en las trágicas relaciones históricas, el judaísmo se hallaba invariablemente en el “extremo receptor” del prejuicio y de las consiguientes hostilidades. Por lo tanto, los motivos más importantes para la participación judía en el diálogo han sido combatir la ignorancia y distorsiones que han contribuido a las tragedias pasadas y promover una sociedad que sea segura para ellos y para todas las minorías religiosas. En efecto, en el mundo occidental de hoy existe una conciencia creciente entre las diferentes comunidades religiosas, acerca de que todas las religiones son minorías en la moderna sociedad secular, enfrentadas con una actitud dominante materialista y egotista que presenta una seria amenaza para la visión espiritual y ética del mundo. En tal contexto, la necesidad de trabajar de consuno, en favor de los valores e intereses que se comparten se hace tanto más apremiante. Así, pues, a medida que los “problemas” del pasado se resuelven cada vez mejor en un nivel doctrinal (aunque las heridas tardarán tiempo aún en curarse), las relaciones judeo-cristianas han comenzado a centrarse cada vez más en los años recientes, en las responsabilidades que se comparten y en la cooperación interna y con la sociedad en su totalidad.
El grado hasta el que han prosperado estas relaciones bilaterales en los años recientes se evidencia en el crecimiento del consejo internacional de cristianos y judíos establecido hace unos cincuenta años y que ahora ha prosperado hasta constituir una amplia organización verdaderamente internacional que abarca unos treinta organismos nacionales que fomentan las relaciones cristiano-judías.
Como ya hemos dicho, este desarrollo se ha visto facilitado de modo importante por el moderno contexto sociocultural. Por consiguiente, allí donde tal espíritu no ha sido parte constituyente del tejido social y cultural, se ha visto poco cambio en las actitudes y enseñanzas teológicas. Esto es lo que sucede con la inmensa mayoría de las iglesias ortodoxas orientales. Además, dentro de la propia sociedad secular, ha habido importantes reacciones antimodernistas frente al desafío cultural y moral de los tiempos, encarnadas en movimientos religiosos que han rechazado, consiguientemente, el espíritu ecuménico e interreligioso. Además, hay aún muchos lugares del mundo en donde, a pesar de los cambios operados en la doctrina oficial de la Iglesia, la mayoría de los propios cristianos son inconscientes aún de estas modificaciones de las enseñanzas de la Iglesia. En tales sociedades, las actitudes judías hacia el cristianismo tienden a ser por lo tanto cautelosas y suspicaces.
Desde luego, sólo han pasado treinta y tres años desde la promulgación de Nostra Aetate y se necesitará mucho más tiempo para asegurar que las distorsiones y prejuicios del pasado no sean más que una curiosidad histórica en el mundo. Aunque cae del lado cristiano una desproporcionada carga histórica a este respecto, ha de llevarse a cabo un proceso educativo gradual dentro de ambas comunidades religiosas para llegar a convencernos de que no estamos destinados a ser competidores, sino más bien “socios” en el destino y proyecto divino para la humanidad.
Contrariamente a la experiencia judía en tierras cristianas, tanto las comunidades judías como las cristianas bajo el islam gozaron de un estatuto de minorías protegidas, aunque inferiores. Si bien esto no siempre garantizó su bienestar, sí que proporcionó un ambiente más seguro para los judíos que el que prevalecía en la mayor parte de la cristiandad. Por otra parte, a pesar de que no compartiera la misma sagrada escritura con el judaísmo como el cristianismo, el islam fue considerado históricamente por los judíos como mucho más próximo a ellos tanto en su forma de vida religiosa como en su teología: carente del género de problemas teológicos (por ejemplo, la Encarnación, la Trinidad y el empleo de imágenes) que el judaísmo veía en el cristianismo tradicional. Además, paradójicamente, el mismo hecho de que el islam no compartiera el texto ni la historia de la Biblia hebrea con el judaísmo significaba que ninguna “competición religiosa” implicaba la deslegitimación de este último. Al mismo tiempo, el islam reconoce a los judíos (y a los cristianos) como “pueblo del libro” y por lo tanto concede a los judíos una legitimidad religiosa, aunque su condición sea por fuerza inferior a la de los musulmanes. Así, a pesar de polémicos debates religiosos, no hubo nada paralelo en el islam a la “enseñanza del desprecio” cristiana hacia los judíos. Además de ello, no sólo no presentaba el islam un obstáculo religioso al diálogo, sino que lo propugnaba (Corán, las Cámaras, 49 v. 13).
Sin embargo, el diálogo interreligioso moderno encontró mucha suspicacia dentro del mundo musulmán. Tenía esto relación en gran parte con las tensiones culturales y políticas planteadas por la propia sociedad moderna. Semejante a las reacciones ocurridas dentro del cristianismo y del judaísmo contra las tendencias ecuménicas e interreligiosas, ha habido una amplia alienación dentro de la sociedad islámica del espíritu moderno, que somete incluso la propia tradición religiosa a una investigación crítica rigurosa. Ello se ve exacerbado por la apreciación de que las mismas libertades de la sociedad moderna facilitan mucho caos y degeneración moral. Por añadidura, imágenes y recuerdos negativos del comportamiento occidental hacia el mundo islámico en el pasado han despertado sospechas incluso respecto a los motivos del propio diálogo interreligioso moderno, que a veces se estima que no es sino otro vehículo para la dominación occidental. Por supuesto, las relaciones particulares entre el islam y el judaísmo se han visto especialmente viciadas en el pasado reciente por la política del conflicto árabe-israelí.
Sin embargo, en los últimos años la presencia musulmana en la actividad interreligiosa ha aumentado considerablemente, no sólo en Asia, sino también en el mundo árabe. Se pueden ver ejemplos en la impresionante participación musulmana en la notable reunión anual de dirigentes religiosos convocada por la comunidad romana de Sant’ Egidio, que ha continuado la iniciativa interreligiosa del papa Juan Pablo II en 1986, que se desarrolló en Asís. Otro ejemplo se ve en la conferencia mundial sobre la religión y la paz (WCRP), en la que dirigentes de la liga mundial musulmana (con base en La Meca) y otras importantes organizaciones internacionales árabes musulmanas actúan en la presidencia.
Hassan de Jordania
Una de las figuras islámicas más importantes del mundo árabe que se ha dirigido tanto a los cristianos como a los judíos ha sido el príncipe Hassan de Jordania, que inició la creación de institutos y estudios interreligiosos dentro y fuera del reino hachemita. Su ejemplo fue particularmente excepcional antes del comienzo del proceso de paz de Madrid en 1991 y el acuerdo de Oslo en 1993.
Sin embargo, desde estos importantes hitos de la historia de Oriente Próximo, ha habido una voluntad mucho mayor dentro del mundo musulmán árabe de participar en diálogos con los dirigentes y representantes religiosos de Israel, así como de la diáspora. Un ejemplo notable fue la conferencia judeo-cristiano-musulmana sobre la religión y la paz celebrada bajo el patrocinio del rey Juan Carlos I en la universidad de Alcalá de Henares en 1994, que reunió a muftís y ulemas, así como clérigos cristianos de todo el mundo árabe, en un diálogo con destacados rabinos y otros dirigentes judíos de Israel y de Europa.
Del mismo modo, en el propio Israel, la participación islámica en el diálogo interreligioso ha aumentado notablemente en los años recientes. Pese a la existencia de factores culturales y políticos que trabajan en contra de la cooperación entre las religiones, el directorio del fondo Abraham recoge unas trescientas instituciones y organizaciones de Israel que fomentan la coexistencia y la cooperación entre judíos y árabes.
Innegablemente, la inmensa mayoría de esta actividad ha sido de un carácter general educativo, civil y filantrópico y poca parte de ella ha sido específicamente interreligiosa. Sin embargo, el Consejo Coordinador Interreligioso de Israel (ICCI) actúa como armonizador de unas sesenta instituciones y organizaciones que tienen alguna dedicación específica interreligiosa. Sin embargo, hasta hace poco no sólo eran casi todas ellas judías o cristianas, sino que la participación en esta actividad interreligiosa estaba compuesta casi en su totalidad por personas originarias de las sociedades pluralistas occidentales o que habían experimentado considerable influjo de ellas.
En los últimos años se han establecido institutos de Estudios Islámicos Avanzados en Israel, de forma paralela a organismos semejantes en muchos países no musulmanes. Los directivos y el personal de estas instituciones no sólo reflejan confianza en relación con la sociedad dominantemente judía, sino que también están extraordinariamente abiertos al diálogo y a la cooperación. Al mismo tiempo, hay un aumento del interés judío local en el islam. En consonancia con ello, se están estableciendo en Israel grupos de estudio islámico-judíos, así como programas trilaterales, lo que refleja el deseo de todas las partes de beneficiarse de una destacada presencia islámica en el diálogo interreligioso local.
Buena parte de la creciente participación islámica en las relaciones interreligiosas, lo mismo local que internacionalmente, se deriva de la conciencia de la necesidad de contraponerse a la negativa imagen del islam tal como desproporcionadamente la exponen otros, particularmente en Occidente. Sin embargo, hay también un creciente reconocimiento de que las personas de fe hacen frente a un desafío común, lo mismo desde el exterior que desde el interior.
Todas nuestras tradiciones religiosas están siendo manipuladas hasta cierto punto desde dentro de ellas mismas por grupos de intereses creados, que frecuentemente reaccionan a una sensación de marginación económica, política o psicológica. Con frecuencia esta manipulación de la religión adquiere dimensiones fanáticas y violentas. Tales manifestaciones no sólo amenazan el orden civil, sino también el propio tejido de la tradición religiosa particular.
Parece haber un aumento del reconocimiento, dentro del mundo islámico (que parece estar enormemente acosado por tales amenazas) de que la mejor forma de responder a éstas es con el apoyo de la cooperación internacional e interreligiosa, y no en aislamiento. Además, esa cooperación puede también servir como importante instrumento educativo para la tolerancia y la paz, testimoniando la alternativa religiosa al extremismo y la hostilidad.
Las amenazas
Nos hemos referido de pasada a algunas de estas amenazas que el mundo moderno presenta a todas las personas con una fe religiosa. Además de ello, precisamente en nuestro mundo rápidamente cambiante de sorprendentes progresos tecnológicos, hay un extendido deseo, incluso entre aquellos que no son miembros de ninguna denominación religiosa determinada, de recibir guía moral y espiritual. No sólo la tradición abrahámica comparte fundamentales valores y enfoques religioso-éticos frente a muchas de estas amenazas, sino que pueden evidentemente responder con mayor eficacia si trabajan en unión que si lo hacen aisladas unas de otras. Este reconocimiento ha estimulado notablemente la cooperación interreligiosa. Además, crece la convicción del hecho de que las líneas divisorias no se hallan entre las religiones, sino más bien dentro de todas ellas. La división tiende a ser cada vez mayor entre aquellos que mantienen una visión más aislacionista, exclusivista y extremada, por una parte, y aquéllos que tienen un enfoque más expansivo, tolerante y universal, por otra, y ambos tipos se encuentran dentro de todas las tradiciones religiosas.
La cooperación interreligiosa se convierte así en un imperativo para las personas de convicción religiosa que intentan vivir con tolerancia y respeto a la diversidad, tanto fuera como dentro de sus propias comunidades. Además, la necesidad de guía religiosa dentro del mundo moderno en particular requiere un idioma inclusivo y pluralista que la cooperación interreligiosa puede proporcionar, especialmente cuando las enseñanzas de las religiones de que hablamos tienen tanto en común, derivado de sus raíces y orígenes comunes. A este respecto, las palabras del príncipe Hassan de Jordania, expresadas el 24 de octubre de 1996 en el colegio Leo Baeck de Londres, son muy oportunas: “El diálogo interreligioso –declaró– no debe contemplarse como un diálogo entre distintas creencias, sino como uno de creyentes en las creencias sobre asuntos de común interés humano. Su objetivo no es tratar de las creencias metafísicas que son particulares de cada fe, sino identificar y compartir valores humanos universales.” “…(Pero) el reconocimiento de la diversidad no compromete la integridad de nadie, porque sólo mediante la exploración de la diversidad podemos esperar vivir en unión. Sólo exaltando lo que tenemos en común y comprendiendo y tolerando nuestras diferencias podemos ofrecer esperanzas de un futuro mejor. Esto es especialmente verdad respecto a la familia de Abraham, porque el judaísmo, el cristianismo y el islam son ramas de la misma familia.”
Esta idéntica apreciación discurre como hilo dorado a través de las declaraciones del Magisterium respecto al diálogo interreligioso en general, así como a las relaciones cristiano-judías en particular. Una de las más profundas manifestaciones a este res- pecto fue pronunciada por Juan Pablo II en Maguncia en 1980, cuando denominó tal cooperación “tercera dimensión” del diálogo y “sagrado deber de judíos y cristianos”. “…Como hijos de Abraham –dijo el Papa– estamos llamados a ser una bendición para el mundo (Génesis 12 v. 2) comprometiéndonos a trabajar juntos en favor de la paz y la justicia entre los pueblos”. Naturalmente, la importancia de referirse a Abraham como nuestro padre común y modelo estriba claramente en que judíos y cristianos están ligados con los musulmanes en este “sagrado deber”.
Éste, pues, es el imperativo religioso del diálogo abrahámico: trabajar juntos para promover los valores éticos que compartimos, en un mundo que busca al mismo tiempo la comprensión y la tolerancia, así como una guía y dirección; promover las verdades universales en medio del respeto a la diversidad; trabajar juntos para contribuir a traer el Reino de los Cielos a la tierra.