En el ya largo debate sobre el mejor camino político y económico hacia la modernización, a finales de los años setenta se formuló la idea de un “modelo” asiático. Con él se buscaba una explicación a por qué, durante los veinte años anteriores, Asia oriental había experimentado el más largo período de crecimiento constante de la historia. Además de Japón, que tuvo un crecimiento medio del 9,8 por cien y seis por cien, respectivamente, durante esas dos décadas, los denominados “cuatro dragones” –Corea del Sur, Taiwan, Singapur y Hong Kong– crecieron a una media del 9,3 por cien, mientras que los países de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) lo hicieron a un ritmo ligeramente superior al ocho por cien. Contradiciendo las teorías de la dependencia tan de moda en aquella época, los países asiáticos habían demostrado que se podía romper el círculo vicioso de la pobreza y conseguir el objetivo nacional de alcanzar a Occidente.
Durante los años ochenta y noventa, con cifras distintas según los casos, ese crecimiento se ha mantenido y extendido a países como China y Vietnam. Los hechos parecían confirmar lo acertado de una estrategia apoyada en el ahorro, en grandes inyecciones de capital, en una mano de obra disciplinada y cualificada y en una producción orientada a la exportación. Parecía haberse encontrado una fórmula mágica y algunos creían que ese crecimiento no se detendría nunca. En realidad, las naciones asiáticas se encontraban ya a mediados de los años noventa al final de un largo ciclo expansivo, demostrando que no constituían una excepción a las reglas de la economía y que tenían que atender necesidades muy distintas de cuando la industrialización era su objetivo prioritario.
Pero ha sido la reciente crisis financiera la que ha precipitado el reconocimiento de estas circunstancias y de su principal motivo: el insuficiente desarrollo de las instituciones que exigen una economía y una sociedad modernas. Por ello, no se trata sólo de una caída cíclica o de un hundimiento bursátil; además de la necesaria adopción de reformas económicas estructurales, lo que está también en discusión es una determinada manera de gobernar.
La crisis que comenzó en Tailandia el pasado mes de julio constituye un duro golpe al mito del Pacífico, pero el crecimiento de Asia se va a mantener. Se verá reducido en los países más afectados por la tormenta monetaria (Tailandia, Indonesia, Malaisia, Filipinas y Corea del Sur) durante los próximos dos o tres años, pero el ascenso del continente seguirá su curso siempre que sus líderes sepan hacer frente a una tarea inaplazable: responder a la doble presión que ejercen la globalización y sus propias sociedades sobre sus instituciones y prácticas políticas y económicas. Las razones de este hecho se deben a dos características esenciales de la estrategia de modernización asiática: su apertura al comercio exterior y su creencia de que el pluralismo político es un obstáculo al desarrollo.
Todas las economías asiáticas han triunfado como resultado de su integración en la economía internacional. Huyendo de la sustitución de las importaciones y del temor al “capitalismo de monopolio” descrito por los antiguos teóricos del desarrollo, los países de la región se dedicaron con gran ahínco a competir entre sí por la atracción de capital y tecnología extranjeros. El propio Deng Xiaoping reconoció en 1982, después del trágico error de la Revolución Cultural, que “ningún país del mundo, cualquiera que sea su sistema político, se ha modernizado con una política de puertas cerradas”. Nadie mejor que los asiáticos ha comprendido lo que significa la ventaja comparativa de las naciones en una economía mundial, pero es ahora la globalización la que, como ha ilustrado la crisis monetaria y bursátil, les plantea dos desafíos de largo alcance: la naturaleza de sus relaciones con Occidente y los límites de su estrategia de desarrollo.
«Todas las economías asiáticas han triunfado como resultado de su integración en la economía internacional»
En sus relaciones con Occidente hay una cuestión de poder e interdependencia económica y un problema de ideas. La primera la ponen de relieve las grandes cifras de comercio e inversiones, con una influencia a largo plazo sobre el equilibrio político internacional y, de manera más inmediata, con un efecto directo sobre sus economías una vez que la crisis se ha extendido a Corea del Sur y Japón. El segundo se refiere al enfrentamiento de dos conceptos distintos de la modernidad. No estrictamente un choque de civilizaciones, porque, como se verá, se trata más bien de un problema interno: la búsqueda de un argumento para la defensa de unas estructuras tradicionales –autoritarias– de poder. De ahí declaraciones como las del primer ministro malayo, Mahathir Mohamed, denunciando una conspiración norteamericana, a través del financiero George Soros, para frenar el crecimiento de las economías asiáticas a fin de imponer a sus países valores occidentales como la democracia y los derechos humanos.
Las sociedades de Asia se han transformado como consecuencia de su rápido crecimiento, pero los gobernantes de algunos de sus países no se han preocupado por desarrollar la correspondiente infraestructura que exige ese avance. Mientras comenzaban a industrializarse y crecer no hubo problema, pero a medida que atraían mayores inversiones y se integraban en la economía mundial, fenómenos como la polución medioambiental, las desigualdades sociales o la corrupción revelaban la incapacidad de los gobiernos autoritarios para gestionar economías cada vez más complejas.
La crisis ha sido en buena parte reflejo de la falta de transparencia y de responsabilidad de las autoridades, lo que nos conduce a la segunda característica del modelo asiático: la idea de que es posible modernizarse y hacerse tan poderoso como Occidente, sin necesidad de adoptar sus ideas políticas. Para los defensores de los denominados “valores asiáticos”, el progreso económico estará mejor garantizado por un régimen de autoritarismo “suave” que por uno democrático. Si esta idea ya estaba en entredicho, el seísmo financiero ha venido a desacreditar para siempre muchos de sus argumentos.
La discusión sobre los valores asiáticos
Hace apenas cincuenta años, Asia estaba saliendo del colonialismo. Buena parte del continente había sufrido además el imperialismo japonés y la inestabilidad china, a los que siguieron las guerras de Corea y Vietnam. Países como Indonesia y Malaisia vivieron graves conflictos internos de origen étnico. Las guerras y revoluciones que caracterizaban la región ofrecían un panorama poco halagüeño respecto a sus posibilidades. Y, sin embargo, mientras Occidente temía que una ola comunista pudiera imponerse en la cuenca del Pacífico, el pragmatismo económico, de manera muy poco visible entonces, se estaba imponiendo sobre la política. El miedo a las consecuencias de la inestabilidad, la presión amenazadora de la China de Mao, la división de Corea y los efectos de la guerra de Vietnam llevaron a los líderes de la región a dar prioridad a la eficiencia económica.
La situación internacional creaba una atmósfera en la que los líderes políticos no podían permitirse ningún tipo de experimentación social ni de aventuras ideológicas. Se habían percatado, además, de que la fuerza económica conducía al poder político y de que el capitalismo, no el comunismo, era la ruta más rápida al crecimiento. Japón había emprendido un camino que seguirían los cuatro dragones primero, Indonesia, Tailandia y Malaisia después, Filipinas y China un poco más tarde y, sólo recientemente, India y Vietnam. Birmania y Corea del Norte son las únicas excepciones al modelo asiático.
No es necesario detenerse en destacar la heterogeneidad de Asia, las enormes disparidades entre sus países y lo absurdo de tratarla como una entidad única. Pero hay un aspecto común especialmente relevante para nuestro análisis: la búsqueda del crecimiento económico y del poder nacional bajo la etiqueta de la modernización. Al contrario que Europa, cuya identidad procede de su historia, lo que une a los países asiáticos es un compartido deseo de cambio y de lograr un futuro muy distinto de su pasado. Esta motivación es clave para entender el debate que surgió a principios de los años noventa sobre los valores asiáticos, aunque para entonces ya se mezclaban argumentos culturales de razonable fundamento con hipócritas actitudes de poder. Es muy importante distinguir entre ambos.
Líderes como Mahathir, Lee Kuan Yew, ex primer ministro de Singapur, o el presidente chino, Jiang Zemin, han acudido a los valores asiáticos no sólo para buscar una explicación común al crecimiento de sus países, sino también para argumentar por qué sus ciudadanos podían beneficiarse de las ventajas materiales que conocen los occidentales, pero no de sus ideas sobre la dignidad del individuo y sus derechos democráticos. Es más, tratan de hacer ver que, para asegurar su bienestar y su mejora constante del nivel de vida, deben aceptar las estructuras políticas y socia- les tradicionales.
Ciertamente parece discutible que un sistema autoritario sea necesario para mantener el crecimiento económico y que la promoción de los derechos humanos mine ese éxito. ¿Por qué se defiende este punto de vista? La razón es un rápido cambio social y la pérdida de control político que ocasiona.
Asia está sujeta a una notable transformación y por ello el debate de los valores asiáticos se ha hecho tan ruidoso: los valores son reafirmados cuando se cree que están amenazados. Algunos líderes no parecen confiar en la capacidad de sus países para adaptarse al éxito económico sin perder su identidad. En palabras de Lee Kuan Yew, “hemos dejado atrás el pasado y nos inquieta que no quedará nada de nosotros que sea parte de lo antiguo”. En un esfuerzo por hacer frente a ese rápido cambio cultural, la discusión de los valores es, así, un esfuerzo por defender la identidad y promover la capacidad de integración de unas sociedades económica, social o étnicamente fragmentadas.
Pero el mayor obstáculo al establecimiento de los derechos humanos y el pluralismo político no es su herencia cultural, sino la resistencia de unos gobernantes autoritarios. La discusión de los valores está siendo usada para justificar un régimen no democrático mediante referencias a la cultura y la historia. Sus defensores señalan que existen unas diferencias fundamentales entre los valores asiáticos de comunidad, orden, disciplina y respeto por la autoridad, y los valores occidentales de libertad e individualismo. En su opinión, estos últimos han conducido al declive social y a la decadencia moral de las naciones de Occidente. A fin de evitar que ocurra lo mismo en sus países, deben resistir las presiones a favor de la democracia y los derechos humanos. Lo que la gente quiere y necesita, dicen, no es un gobierno democrático, sino un “buen gobierno”, es decir, un gobierno que proporcione bienestar económico, estabilidad política, orden social y una administración honrada y eficaz. Es la visión idealizada de una sociedad confuciana moderna en la que una elite incorrupta gobierna sabia pero firmemente, sin verse obstaculizada por el individualismo o las presiones de los grupos de intereses que tanto dificulta el gobierno en Occidente.
Es posible que un gobierno autoritario resulte eficaz durante un tiempo. Cuando un país se propone dar el salto a un crecimiento sostenido, que en el caso asiático ha comenzado por una reforma agraria radical que permitió financiar la industrialización, su gobierno debe ser capaz de resistir las presiones de poderosos intereses. Un gobierno autoritario quizá pueda conseguir la disciplina necesaria para el despegue económico con mayor facilidad que uno democrático, especialmente si ese país está sujeto a divisiones internas. La incapacidad filipina –que sí tiene un sistema democrático– para hacer frente a esa reforma agraria y su notable retraso respecto a sus países vecinos, es buen ejemplo de ello. Pero superada esa fase, la experiencia indica que sólo la democracia produce un buen gobierno a largo plazo. Como consecuencia del alto crecimiento, no es sólo la necesidad de sus economías, sino también los deseos de los ciudadanos lo que les empuja hacia la democracia. En esto, como en otras cosas, el modelo asiático no es distinto de los demás: la quiebra moral que achacan a Occidente los apologistas de los valores asiáticos no es el resultado de una característica inherente a su cultura, sino a las sociedades industriales. Además, si algo ha puesto de relieve la crisis financiera ha sido precisamente la falta de un buen gobierno, ese elemento clave de su teoría.
Causas de la crisis
El pasado 2 de julio Tailandia devaluó su moneda, el baht, provocando una reacción en cadena que llevó a los inversores a vender ringgits malayos, pesos filipinos y rupias indonesias, entre otras divisas de la región. Desde entonces, las monedas y las bolsas de estos cuatro países han perdido entre un 35 y un cincuenta por cien de su valor. En noviembre, el won coreano se devaluó en un veinte por cien respecto al dólar y la bolsa de Seúl se desplomó, afectando de manera directa a Japón y ocasionando, por tanto, un serio riesgo a la economía mundial.
La causa inmediata de la crisis fue el estallido de una burbuja especulativa en el sector inmobiliario tailandés. Pero a medida que la tormenta monetaria se agudizó y extendió, las explicaciones técnicas de fijación de tasas de cambio o de mercados sobre- valorados resultaban insuficientes. La crisis reveló la existencia de una serie de problemas estructurales en las economías del sureste asiático y en Corea del Sur.
Las razones, en efecto, son básicamente internas, hecho que algunos líderes de la región han negado, para acusar a Occidente o a los mercados internacionales de sus problemas. El primer ministro malayo, como ya se ha mencionado, habló abiertamente de una conspiración judía. Éstas fueron sus palabras en un discurso pronunciado el 24 de julio: “Vemos en la actualidad un esfuerzo bien planificado para socavar las economías de los países de la ASEAN mediante el debilitamiento de sus divisas. Nuestras economías están saneadas, y sin embargo cualquiera con unos cuantos miles de millones de dólares puede destruir todo el progreso que hemos logrado”. Para Mahathir, las fluctuaciones de divisas habían sido causadas por “elementos hostiles” que han cometido “infames actos de sabotaje” y que constituyen “la cumbre de la criminalidad internacional”. Olvidó mencionar que uno de los más arriesgados especuladores de divisas a principios de los años noventa fue el banco central malayo, que perdió entre 3.000 y 6.000 millones de dólares actuando contra la libra esterlina.
Habría que recordar también que los líderes asiáticos nunca protestaron cuando recibían grandes inversiones extranjeras, bue- na parte de las cuales se dirigieron a dudosas inversiones inmobiliarias. Sólo cuando la exuberancia irracional se convirtió en un lógico temor comenzaron las acusaciones. Las declaraciones de Mahathir son insostenibles; sin embargo, no deben sorprender. Durante más de una década, los líderes del sureste asiático han estado convencidos de su invencibilidad gracias a los formidables resultados de sus economías y las proyecciones de que su crecimiento no tendría fin. Cuando surgían críticas sobre el carácter autoritario de sus gobiernos, el nepotismo o la desigualdad social, eran consideradas como los lamentos de un decadente orden occidental. Ya no podrán seguir manteniendo este punto de vista.
Una crisis es la manera en que un mercado le dice a un gobierno que sus políticas no son sostenibles. Y, como ha dicho Lee Kuan Yew, “en casi todas las crisis económicas, la razón principal suele ser política, no económica”. Lo no sostenible es la manera en que una pequeña elite empresarial y política no ha dejado de favorecerse a sí misma, mientras que ha olvidado atender las consecuencias sociales del crecimiento rápido, así como el hecho de que sus economías han llegado ya al punto en que las exportaciones comienzan a dejar de ser el motor de su desarrollo, cuyo empuje debe ser ahora interno.
Ninguna economía puede superar fácilmente el pánico y la retirada inmediata de confianza. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que hablamos de países con un alto ahorro, reducida inflación, sin déficit fiscal, con mercados de trabajo flexibles y baja fis- calidad; es decir, la crisis monetaria no es consecuencia de la prodigalidad de sus gobiernos. Ha sido en el sector privado donde han surgido los problemas. Por esta razón, si se capea adecuadamente el temporal financiero, podrán reanudar a corto plazo su crecimiento. Pero es una condición indispensable para ello que, además de la corrección de los fallos estructurales y de la regulación del sistema bancario, se ponga fin a la peculiar relación entre mundo empresarial y poder político.
«Ninguna economía puede superar fácilmente el pánico y la retirada inmediata de confianza»
¿Qué ha ocurrido en ese sector privado? Los países de la región han recibido de 1990 a 1996 un enorme volumen de inversiones extranjeras: China, 217.000 millones de dólares; Malaisia, 60.000 millones; Indonesia, 50.000; Tailandia, 48.000. El potencial de ese capital para reducir la pobreza y aumentar los ingresos es notable, pero no siempre ha tenido el destino adecuado. Un alto porcentaje de esas inversiones fue dirigido a proyectos inmobiliarios y a sectores no exportadores: la incompetencia o el favoritismo hace que los bancos concedan créditos sin preocuparse por el riesgo, que las multinacionales construyan fábricas innecesarias y que los especuladores inflen los mercados a niveles irreales. Esa inflación de activos, como ya demostró Japón a principios de los años noventa, termina estallando tarde o temprano. En el caso del sureste asiático, el reventón se ha producido ahora.
Los inversores percibieron la caída en el crecimiento de las exportaciones asiáticas. La combinación del aumento de los costes salariales, la creciente competencia de China y un exceso de oferta causó su estancamiento. Un informe del Banco Asiático de Desarrollo del pasado mes de abril indicaba que las exportaciones de sus trece países miembros habían sufrido una espectacular desaceleración: de un aumento del 18,6 por cien en 1994 y del 22,1 por cien en 1995, se había pasado al 4,8 por cien en 1996. Si los países asiáticos querían seguir compitiendo tenían que devaluar sus monedas respecto al dólar para reducir sus costes de producción. Y, al mismo tiempo, como consecuencia de esa concentración de capital en el sector inmobiliario, había un riesgo cierto de que bancos y compañías financieras no pudieran hacer frente a sus deudas, contraídas en dólares, al debilitarse las tasas de cambio. En pocas palabras, cuando el dinero dejó de fluir, todos los problemas salieron a la luz.
Estas circunstancias producirán el efecto de reducir el crecimiento. Tailandia se puede contraer al uno por cien en 1998 , aunque las estimaciones del gobierno sean del 3,5 por cien, y al dos por cien en 1999 (en 1996 tuvo un crecimiento del 6,4 por cien). Indonesia, Malaisia y Filipinas pueden pasar del crecimiento entre el cinco y el ocho por cien de los dos últimos años a entre el 1,5 y el cuatro por cien en 1998 y 1999. Ese menor crecimiento hará aún más difícil la labor de los gobiernos, que se ven repentina- mente acosados en todos los frentes.
Ha habido durante la crisis una resistencia a reconocer la fragilidad política subyacente. El crecimiento rápido ha creado, y ocultado al mismo tiempo, tensiones sociales, étnicas y religiosas. A pesar del enorme avance en la lucha contra la pobreza, los ciudadanos del sureste asiático perciben una desigual distribución de la renta. Cuando todos mejoraban su nivel de vida, las tensiones podían diluirse, así como las críticas por la corrupción o los abusos de poder. El temor a una explosión popular es precisamente otra razón de la prioridad otorgada a la obtención de altas cotas de crecimiento, aun a costa de la racionalidad económica.
Un crecimiento más lento, combinado con las medidas impopulares necesarias para la recuperación, que supondrán una pérdida de los ingresos y un aumento del desempleo, planteará difíciles desafíos a los gobiernos de la región, tanto liberales como autoritarios: todos ellos se encontrarán cada vez más presionados entre las demandas de los reformistas para recortar el gasto público, aumentar los impuestos y adoptar otras medidas de austeridad, y las demandas de los trabajadores descontentos y los más pobres. Existe, por ello, cierto escepticismo acerca de la capacidad y la voluntad política de los gobiernos de hacer lo que resulta necesario. La inmadurez de las instituciones políticas dificulta la tarea de convencer a los segmentos menos favorecidos para que acepten un empeoramiento de su nivel de vida con el fin de hacer frente a las devaluaciones. Para complicar las cosas, 1998 es año electoral en varios países de la zona.
La forzada renuncia en noviembre del primer ministro tailandés Chavalit Yongchaiyudh, y la aprobación dos meses antes de una reforma constitucional han sido un serio aviso a los países vecinos de que necesitan una amplia base de apoyo interno y una política creíble para recuperar la confianza de los inversores extranjeros y del Fondo Monetario Internacional (FMI), que exige la adopción de difíciles reformas como condición a su ayuda. La nueva Constitución, que pretende reforzar el parlamentarismo, los partidos políticos y acabar con la práctica de la compra de votos y la corrupción, se ha adoptado con la oposición de muchos intereses creados, incluyendo los de miembros del gobierno. Las próxi- mas elecciones, posiblemente en mayo, serán una prueba de las nuevas reglas, aunque hay serias dudas de que vayan a ser un ejemplo de madurez democrática.
Indonesia celebra elecciones presidenciales en marzo. Suharto, de 76 años, será reelegido para un séptimo mandato de cinco años, pero se avivará el debate de la sucesión, al tiempo que los problemas económicos intensificarán las críticas al gobierno y los disturbios raciales que ya conoce el país desde hace más de un año. La depreciación de la rupia ha provocado un importante aumento del precio de alimentos básicos como el arroz, y miles de personas han perdido su trabajo en un país cuya tasa no oficial de desempleo se acerca al cuarenta por cien. El plan del FMI puede debilitar todavía más la posición de Suharto –el movimiento que acabó con Sukarno en 1965 comenzó con la devaluación de la rupia– pero hay cierta confianza en que adoptará las reformas que se le exigen. En un fin de semana cerró dieciséis bancos, algunos propiedad de sus familiares, mostrando su disposición a sacrificar parte de la red clientelista que él mismo había construido como base de su poder.
En mayo habrá elecciones presidenciales en Filipinas. Aunque sus problemas políticos no son los de un régimen autoritario, las dificultades económicas no facilitarán el funcionamiento de su democracia, en la que puede surgir una reacción nacionalista contra las reformas exigidas por los organismos económicos internacionales. En Malaisia no habrá elecciones este año, pero aumentará la presión por saber cuándo cederá Mahathir el mando a su segundo, Anwar Ibrahim.
Una vez más se pone de relieve que la idea de mantener separados la economía y el sistema político, de liberalizar la primera y no el segundo, no puede sostenerse de manera indefinida. Para funcionar correctamente, un libre mercado requiere un buen gobierno y, al final, esto significa democracia. Transparencia, información completa, respeto a la ley y un sistema judicial independiente es lo que requiere un mercado; en una palabra, instituciones y reglas que merezcan credibilidad e inspiren con- fianza. Difícilmente pueden darse esas circunstancias donde imperan la corrupción, el nepotismo o los abusos de poder.
Las estructuras políticas de Asia muestran una estrecha y poco saludable relación entre los negocios y la política. En la mayor parte de la región, han sido los grupos con buenos contactos y familiares de políticos los que han conseguido las mejores concesiones y los más sustanciosos contratos. Es inevitable que, con el tiempo, esta manera de actuar tenga consecuencias políticas. Si la cuestión era antes cómo realizar el cambio político sin dañar al crecimiento, hoy hay que preguntarse cuánto daño están causando a la economía el clientelismo y el favoritismo político.
El desafío de la globalización
Las economías asiáticas están integradas en los mercados globales y, como ha mostrado la crisis, sujetas por tanto a su disciplina. La globalización premia, pero también castiga. Es una fuente de crecimiento y de prosperidad, pero penaliza a quien no siga sus normas y puede afectar a la estabilidad social. Beneficia a exportadores, inversores y consumidores, pero reduce las opciones políticas de los gobiernos –el imperativo de la competitividad internacional es prioritario– al tiempo que dificulta el mantenimiento de los instrumentos que defienden a sus ciudadanos de los riesgos económicos.
Para hacer sostenible el capitalismo global contemporáneo, los gobiernos necesitan desarrollar estrategias e instituciones que reduzcan el alcance de los giros económicos y absorban mejor los choques. El profesor de la Universidad de Harvard, Dani Rodrick ha señalado que ha sido el Estado de bienestar lo que ha hecho la globalización políticamente aceptable en Europa. No de- be sorprender por ello que los países más abiertos al comercio exterior son los que tienen un mayor gasto público, como es el ca- so de los países escandinavos. Pues bien: muchos de los mercados emergentes no tienen esa estructura institucional para hacer el capitalismo tan estable y tolerable como lo es para los habitantes del mundo más desarrollado, aunque en el caso de Asia es una de las razones añadidas de su éxito. La media del gasto público como porcentaje del PIB es inferior al veinte por cien en Asia, frente al cincuenta por cien de la Unión Europea o el 36 por cien en EEUU. Cuando ese Estado de bienestar supone hoy en Europa una pesada carga, puede dudarse que constituya una solución para los países asiáticos, pero sin duda requieren algún tipo de instrumentos que desempeñen esa función amortiguadora, sobre todo cuando las medidas necesarias para salir de la crisis se van a traducir en un aumento del desempleo, de los impuestos y una caída de los ingresos. Si no se responde de alguna manera a la volatilidad de los mercados, puede producirse una reacción contra el libre mercado y contra las reformas democráticas que resultan esenciales para consolidar el progreso político y económico de los países emergentes.
La integración económica internacional plantea, así, un serio dilema: la globalización aumenta la demanda de protección, al tiempo que limita la capacidad de los gobiernos para responder de manera efectiva a esa demanda. Y, en consecuencia, a medida que la globalización se profundiza, se erosiona el consenso social que requiere el mantenimiento de un mercado abierto. Como los países económicamente más maduros, los asiáticos deben intentar evitar una reacción contra la globalización y hacerla compatible con la estabilidad política y social interna. La búsqueda de un nuevo equilibrio entre mercado y sociedad es un complejo desafío, al que deben responder en este momento de reforma institucional sin culpar al “imperialismo” de los mercados financieros o a los “efectos perversos” de la mundialización sobre los países subdesarrollados.
Éste es un efecto añadido de la globalización que la crisis ha contribuido a poner de manifiesto. Pero la mayor preocupación de Occidente es si el resto del mundo puede verse afectado por la gripe asiática. La crisis tailandesa y su rápido contagio a través de la región ha mostrado mejor que nunca hasta la fecha la realidad de una economía global. Por primera vez, además, ha sido un acontecimiento en Asia el que ha afectado a los mercados occidentales y no a la inversa. Las devaluaciones van a tener un impacto inmediato sobre el comercio. En el caso de EEUU, el cuarenta por cien de sus exportaciones se dirige a Asia oriental, de donde también procede un tercio de sus importaciones. El 37 por cien de las exportaciones japonesas va a los mercados del sureste asiático, que representa el 35 por cien de sus importaciones. Las cifras europeas son mucho más reducidas: excluyendo Japón, no llega al ocho por cien de sus exportaciones.
El nuevo esfuerzo exportador para salir de la crisis ya ha afectado a la balanza comercial norteamericana: en septiembre su déficit bilateral con Corea del Sur, Singapur, Taiwan y Hong Kong se duplicó. Las estimaciones de su déficit comercial para 1998 son de 150.000 millones de dólares, dos terceras partes de las cuales serán con Asia (el déficit de 1997 ha sido de 115.000 millones de dólares). Este aumento agravará la politización del problema, ya que en EEUU el déficit comercial siempre es percibido como causante de pérdida de empleo y reducción de salarios (no es casualidad que el Congreso haya negado al presidente Clinton la autorización para negociar acuerdos comerciales –fast track– en estas circunstancias). Si las devaluaciones asiáticas provocan una reacción proteccionista, sus efectos sobre la economía mundial pueden ser imprevisibles. Mercosur ya ha anunciado un aumento de sus aran- celes del veinticinco por cien.
Cuando se desató, nadie pensaba que el caos financiero pudiera tener graves consecuencias fuera del sureste asiático. Pero el riesgo de contagio se convirtió en alarma cuando, en noviembre, Corea del Sur fue la siguiente pieza del dominó en caer y, días más tarde, quebró la tercera institución financiera japonesa en menos de un mes. Esta vez se trataba, además, del cuarto banco de inversiones del país. La crisis asiática se había convertido en una amenaza global y se adentraba por una nueva y peligrosa fase.
Corea, con un PIB mayor que los de Indonesia, Malaisia y Tailandia juntas, se encontraba con una deuda externa de 120.000 millones de dólares, una quinta parte de la cual vencía antes de final de año. Después de una dura resistencia, no tuvo más remedio que solicitar el 21 de noviembre la ayuda del FMI para hacer frente a su falta de liquidez. Tras Tailandia e Indonesia, el Fondo tenía que prestar un tercer paquete de ayuda en cuatro meses. Corea solicitó en principio 20.000 millones de dólares, aunque el acuerdo final logrado el 3 de diciembre ascendió a 57.000 millones de dólares, superando así el rescate de México en 1995 (50.000 millones de dólares).
Como en el sureste asiático, la crisis reveló una peculiar relación entre gobierno y grandes grupos empresariales (chaebol), que explica tanto el éxito coreano como sus problemas actuales. En una economía dirigista en la que el gobierno y los bancos que controlaba proporcionaban capital sin límite a determinadas industrias, no debe extrañar que llegara el día en que no pudiera afrontarse el exceso de endeudamiento (la deuda de los treinta mayores grupos coreanos supone un tercio del PIB). El modelo del Estado desarrollista ha agotado sus posibilidades y creado un exceso de capacidad que obliga a Corea a desmantelar el sistema que, en tres décadas, le hizo pasar de una renta per cápita similar a la de Ghana a convertirse en la undécima potencia industrial del mundo.
«En una economía dirigista no debe extrañar que llegara el día en que no pudiera afrontarse el exceso de endeudamiento (la deuda de los treinta mayores grupos coreanos supone un tercio del PIB)»
También como en Indonesia o Tailandia, las medidas que le obligará a adoptar el FMI –flexibilización del mercado de trabajo, clausura de bancos insolventes, completa liberalización del sistema financiero, reestructuración industrial– pueden causar importantes reacciones sociales. Con una tasa de desempleo del dos por cien y una garantía de empleo de por vida, los despidos en masa en un país con un activo sindicalismo van a provocar huelgas y manifestaciones violentas. Tener que recurrir al Fondo supone un duro golpe a la confianza nacional de un país recién ingresado en la OC- DE y su burocracia resistirá lo que considera como una pérdida de soberanía económica. El vacío político –hasta febrero no tomará posesión el presidente salido de las urnas el 18 de diciembre– contribuirá a aumentar la inestabilidad de un país que vive, además, bajo la permanente amenaza militar de Corea del Norte.
El terremoto financiero coreano afecta directamente a Hong Kong, por lo que puede sumar a China a la crisis, y sobre todo a Japón. Bancos de este último país han concedido créditos en Corea por valor de 24.000 millones de dólares. Además, la devaluación del won es una dura prueba para la economía japonesa cuando sus ex- portadores y los coreanos compiten en los mismos mercados.
Ya antes de que estallara la crisis en Tailandia, y por razones que tienen que ver con la madurez de su economía y el agotamiento de su sistema de posguerra, Japón se encontraba al borde de la recesión: desde 1992 no ha llegado a un uno por cien de crecimiento anual. Las deudas acumuladas durante la economía burbuja (1985-90) constituyen una pesada carga para los bancos japoneses y obligan al gobierno a inyectar liquidez para evitar una quiebra del sistema (el riesgo crediticio alcanza los 250.000 millones de dólares). Su grado de integración económica con el resto de Asia es muy importante y muchos de sus bancos han contribuido a la burbuja inmobiliaria en el sureste asiático. Pero la quiebra en noviembre de Yamaichi, el cuarto banco de inversión japonés, fue motivada por problemas específicamente nacionales, aunque resultaron naturalmente agravados por las devaluaciones en el sur del continente.
El gobierno ha estado paralizado por la oposición pública a que se salve a los bancos en quiebra con su dinero. Pero ya no hay alternativa. Si Japón, con una economía diez veces la coreana, se ve afectada por el pánico en sus mercados de capitales y sus bancos comienzan a liquidar activos en el extranjero, podría empujar a la economía mundial a la deflación. La prioridad inmediata del gobierno es demostrar que puede hacer frente al hundimiento de sus instituciones financieras de manera creíble, coherente y rápida. La contención de la crisis regional depende crucialmente de la acción del gobierno japonés, mayor exportador mundial de capital, respecto a su propio sistema financiero.
Más difícil resulta que Japón pueda contribuir directamente a la resolución de los problemas del sureste asiático. El papel que EEUU desempeñó con ocasión de la crisis latinoamericana hace dos años –importando de la región tras la devaluación de sus monedas y prestando ayuda financiera directa e indirecta– es el que Tokio debía haber ejercido respecto a sus países vecinos. Pero Japón no puede realizar esa aportación cuando es parte del problema: su déficit presupuestario dificulta su papel de locomotora, al tiempo que sus bancos han contraído la misma enfermedad que los del resto de la región.
Japón propuso la creación de un Fondo Asiático de cien mil millones de dólares para hacer frente a situaciones de inestabilidad en el continente, pero Washington se opuso rotundamente al entender que los países asiáticos no adoptarían las reformas necesarias si supieran que pueden obtener ayuda financiera sin tener que cumplir las estrictas condiciones del FMI. Aunque este proyecto se ha convertido finalmente en una reserva financiera complementaria del Fondo, según acordaron en Manila el pasado mes de noviembre los ministros de Finanzas de la región, lo cierto es que la ausencia de fondos japoneses exigirá más de Estados Unidos. La actitud del Congreso, que ha denegado una contribución norteamericana de 3.500 millones de dólares a los programas de estabilización del FMI, pone en una situación muy difícil a la administración Clinton.
Si los países del sureste asiático y Corea adoptan las reformas exigidas por el FMI y Japón inyecta la suficiente liquidez en su sistema financiero, el daño estará controlado y no tendría por qué convertirse en una crisis global. El resultado más probable es un período de menor crecimiento, el mantenimiento de cierta volatilidad en los mercados y tensiones políticas derivadas de conflictos comerciales. El crecimiento económico mundial será en 1998 cercano al 2,5 por cien (las estimaciones previas eran del 3,5 por cien) y la reducción de sus exportaciones a Asia se traducirá en un uno por cien menos de crecimiento en EE UU y en la Unión Europea.
Asia y Occidente
La esperanza de muchos es que las lecciones del seísmo –la necesidad de una mayor flexibilidad de las divisas y un mayor control y transparencia de los sistemas bancarios, entre otras– se apliquen en pocos meses. La capacidad de adaptación y el instinto de supervivencia de los asiáticos harán que abandonen una fórmula que funcionó durante las primeras fases de su desarrollo, pero resulta hoy insuficiente. Tras la crisis puede abandonarse la idea de que las economías asiáticas sean superiores a las del resto del mundo, pero esto no modifica el hecho de que pronto retomarán el camino de un crecimiento que, a más largo plazo, afectará al equilibrio político internacional. Asia oriental supone hoy un tercio del PIB mundial, porcentaje que continuará aumentando. En el año 2025, Asia (incluyendo India) puede representar el 55 o sesenta por cien de la renta mundial, mientras que la de Occidente puede haber caído del 45 por cien actual al veinte o treinta por cien. Entre 1980 y 1996, su porcentaje de reservas de divisas ha crecido del diez a más del cincuenta por cien mundial (superan hoy los 600.000 millones de dólares). Con tasas nacionales de ahorro del treinta al 45 por cien, la región genera cada año más ahorro que EE UU y Europa juntos. Asia oriental capta hoy más del sesenta por cien de los flujos de capital privado hacia los países en desarrollo (cien mil millones de dólares anuales). La tendencia se recuperará tras un paréntesis de dos o tres años, por lo que hay que comenzar a preguntarse si Asia modificará las reglas de un sistema económico dominado hasta ahora por Occidente.
Pero Asia no es sólo sobre dinero o mercados, aunque la magnitud de los cambios apenas parece haberse comprendido fuera del continente. Su emergencia plantea un debate de gran alcance sobre cómo organizar la sociedad internacional y sobre valores humanos básicos. El espectacular crecimiento económico de la región ha propiciado una nueva confianza de los asiáticos en sí mismos. La riqueza, como el poder, es considerada como prueba de virtud, una demostración de superioridad moral y cultural. Pero ni Occidente está corrompido por un exceso de libertad individual, ni la disciplina colectiva y la represión individual son las claves del renacimiento de Asia. Por otra parte, los denominados valores asiáticos no son en realidad tan distintos de los que motivaron la expansión de Occidente. Debe recordarse, además, que la energía que produjo los imperios occidentales tenía menos que ver con va- lores puritanos que con libertades políticas y económicas, mientras que la debilidad de Asia el siglo pasado era una cuestión menos de laxitud moral que de arcaicas instituciones políticas.
Como se ha visto, son numerosas las razones por las que una serie de países han acudido a los valores asiáticos: desde un intento de evitar la pérdida de identidad nacional, amenazada por la creciente influencia de la cultura occidental como resultado de su expansión económica, hasta la protección de determinados intereses establecidos frente a las demandas de democratización y liberalización. El autoritarismo no es una característica natural e inamovible de las sociedades asiáticas y, como consecuencia especialmente del desarrollo económico, se encuentra en retroceso. Corea del Sur y Taiwan son dos claros ejemplos de abandono del paternalismo autoritario que se supone reflejaba la naturaleza confuciana de sus sociedades. Esto ocurre porque el respeto a la dignidad individual y a la libertad personal y el deseo de un gobierno responsable tienen un atractivo universal. Pero ya que cada país asiático responde a esta tendencia global en el contexto de su historia particular, seguirá su propio camino de desarrollo político.
Más que diferencias sociales o morales, el debate sobre los valores refleja, sobre todo, una cambiante distribución de intereses políticos y económicos en el mundo de la posguerra fría, y responde a la voluntad asiática de abandonar el papel de seguidores para manifestar su nueva autonomía. Es esto lo que explica acusaciones como las de Mahathir. Y revela, al mismo tiempo, que lo que importa no es la cultura, sino la historia. El hecho de que la mayoría de los países asiáticos hayan tenido un desarrollo tardío y motivado por la necesidad de reaccionar al impacto de Occidente, dio una dimensión común a su modernización. No obstante, aunque es indudable que las civilizaciones de Asia tienen características que las distinguen de la occidental, sus pensadores no han llegado aún a formular un sistema compartido de valores o una filosofía comparable a la que Europa consiguió crear a través de varios siglos. Mientras que Occidente ha articulado sus ideales y valores morales, Asia no ha resuelto aún el problema de su identidad. La definirá a partir de ahora, porque a ello le obliga su emergencia económica y política.
Ésta es la razón por la que el intento de recuperar o reafirmar valores enraizados en el pasado no parece funcionar. Como ocurrió en Europa hace cuatrocientos años, el crecimiento económico se traduce en una mayor riqueza personal y una menor dependencia de la familia y la sociedad. La tendencia creciente hacia el individualismo no es, por tanto, una consecuencia de la mala influencia de la cultura occidental, sino un resultado de la propia naturaleza humana. Los gobiernos asiáticos no deberían intentar detener el cambio social, agarrándose a sus valores tradicionales, porque se encontrarían con la oposición de las clases medias y de los más jóvenes. Es la propia sociedad la que debe encontrar el equilibrio entre valores tradicionales y contemporáneos; no puede ser impuesto por las autoridades. La función de éstas, en cambio, es superar su incapacidad de ir más allá de lo informal y lo personal en la manera de gestionar una economía y de gobernar y articular las instituciones basadas en normas transparentes que exigen sus países. Su ausencia, como ya se ha mencionado, está en el origen de la crisis financiera.
En el fondo, pues, la discusión sobre los valores asiáticos no es sobre si la historia universal se está desplazando a Oriente, ni sobre un próximo choque de civilizaciones; es sobre cómo organizar unas sociedades ricas y modernas de cara al próximo siglo y cómo lograr un equilibrio entre libertad y orden, entre la responsabilidad del gobierno y la del individuo, entre el respeto de los derechos individuales y la cohesión de la comunidad. Una cuestión que afecta tanto a Asia como a Occidente. El liberalismo se impuso al comunismo en el siglo XX, pero la paz y la prosperidad han creado un nuevo descontento, que reconoce en el auge de Asia las mismas fuerzas que originaron la expansión occidental. En una época de difusión de poder, en la que los gobiernos han dejado de ser el motor de las sociedades y la política se ha convertido en una actividad crecientemente secundaria, centrada en la confrontación de intereses específicos y guiada por reglas y procedimientos, más que por principios, también los asiáticos tienen algunas cosas que enseñar a Occidente. Así, no sólo por su peso económico, sino también por su aportación al campo de las ideas, la irreversible modernización de Asia transformará el mundo del siglo XXI.