A principios de 1995, en un artículo publicado en la revista Foreign Affairs, me referí a la antigua Yugoslavia como “el mayor fracaso en la seguridad colectiva de Occidente desde los años treinta”. A pesar de que el artículo contaba con la aprobación del departamento de Estado, la frase no fue unánimamente bien recibida por todos en la administración. Aunque hacía referencia a acontecimientos que habían tenido lugar entre 1990 y finales de 1992, existía la preocupación de que hubiera quien lo aplicara a sucesos como los acontecidos en 1994, hacia la mitad del primer mandato del presidente Clinton.
Yugoslavia representaba sin lugar a dudas un fracaso de dimensiones históricas. ¿Por qué y cómo había ocurrido y justo en el momento del gran triunfo de Occidente sobre el comunismo?
Naturalmente no existía una respuesta única ni sencilla. Pero cinco importantes factores ayudaban a explicar la tragedia: primero, una defectuosa interpretación de la historia de los Balcanes; segundo, el final de la guerra fría; tercero, el propio comportamiento de los dirigentes yugoslavos; cuarto, la inadecuada respuesta de Estados Unidos a la crisis; y, finalmente, la equivocada creencia de los europeos de que podrían afrontar solos el primer desafío de la posguerra fría.
Muchos libros y artículos sobre Yugoslavia han dejado la impresión de que la guerra era inevitable. El más famoso de todos los publicados en inglés sobre la región fue el monumental Black lamb and grey falcon, de Rebecca West, que vio la luz en 1941. Las actitudes pro-serbias de West, y su afirmación de que los musulmanes son racialmente inferiores, habían influido sobre dos generaciones de lectores y políticos. Algunas de sus teorías se volvieron a tratar, aunque revisadas, en el famoso best-seller de 1993 de Robert Kaplan, Balkan ghosts: A journey through history, que creó en la mayoría de sus lectores la sensación de que nada podía hacerse desde fuera en una región tan impregnada de antiguos odios. Según numerosos artículos, el libro tuvo un profundo impacto sobre el presidente Clinton y otros miembros de la administración poco después de que asumieran sus cargos.
Así surgió la idea de que los “odios ancestrales”, un término vago pero útil para una historia que resultaba demasiado complicada (o trivial) para los extranjeros, hacía imposible (o carente de sentido) que cualquier persona que no perteneciera a la región intentara prevenir el conflicto. Esta idea trivializaba y simplificaba en exceso las fuerzas que desgarraban Yugoslavia a comienzos de la década de los noventa. La apoyaron funcionarios y políticos a lo largo de la guerra, e incluso hoy día se sigue aceptando como válida en ciertas partes de Washington y Europa. Aquellos que la invocaban estaban, en su mayoría, intentando excusar su propia renuencia o incapacidad para afrontar los problemas de la región. Algunas de las más sorprendentes interpretaciones provenían de Lawrence Eagleburger, embajador de EE UU en Yugoslavia y, a finales de 1992, sucesor de James Baker como secretario de Estado. Eagleburger expresaba con cierta regularidad su frustración respecto a aquellos norteamericanos que pedían una mayor decisión. En septiembre de 1992, por ejemplo, casi dos meses después de que se hubieran filmado por primera vez las atrocidades cometidas por los serbios contra los musulmanes en los campos de exterminio de Bosnia occidental, señaló: “Ya he dicho esto 38.000 veces, y tengo que decírselo también a la gente de este país. Esta tragedia no es algo que pueda resolverse desde fuera, y ya va siendo hora de que todos lo entiendan. Hasta que bosnios, serbios y croatas no dejen de matarse, no hay nada que el resto del mundo exterior pueda hacer al respecto”.
Era indudable que los grupos étnicos dentro de Yugoslavia alimentaban profundos motivos de queja de unos contra otros. Pero las fricciones étnicas por sí mismas, por serias que fueran, no hacían que la tragedia fuese inevitable ni que los tres grupos fuesen igual de culpables. En Yugoslavia había enfrentamientos entre los grupos étnicos, pero esto también ocurría en muchas otras partes del mundo donde el odio racial no había desembocado en la limpieza étnica y la guerra civil.
Yugoslavia ya había conocido antes períodos de intensos conflictos étnicos, los más recientes durante la Segunda Guerra Mundial. Pero las luchas entre 1941 y 1945 fueron parte del mayor escenario de matanzas, desencadenado por las ambiciones de Hitler, en el que se había convertido toda Europa. Aunque los serbios alimentaban una antigua animosidad que provenía de su derrota a manos de los turcos en Kosovo, en 1389, los tres grupos habían convivido durante siglos. Serbios, croatas y musulmanes trabajaban juntos en todos los ámbitos sociales. No había notables diferencias físicas ni étnicas entre ellos y, de hecho, los matrimonios interraciales eran muy comunes. Muchos me dijeron que antes del colapso de su país, ni siquiera sabían cuáles de sus amigos eran musulmanes y cuáles serbios. A lo largo de la guerra oí frecuentes relatos de viejos amigos que se enviaban mensajes personales y regalos, e incluso que se ayudaban a cruzar las líneas enemigas. Como Noel Malcolm escribió en 1994, en Bosnia: A short history: “Después de haber viajado por toda Bosnia durante quince años, y de haber vivido en pueblos musulmanes, croatas y serbios, no puedo creer la afirmación de que el país siempre hervía con los odios étnicos”.
«La tragedia de Yugoslavia no estaba predeterminada por la historia»
La tragedia de Yugoslavia no estaba predeterminada. Fue producto de dirigentes incapaces, e incluso criminales, que fomentaban las confrontaciones étnicas para beneficio propio, tanto político como financiero. Más que abordar los problemas de gobierno concretos de la era pos-Tito, condujeron a su pueblo a una guerra. Warren Zimmermann escribió en sus memorias como embajador acerca de cómo el odio racial fue inflamado deliberadamente: “Quienes aseguran que las ‘antiguas hostilidades balcánicas’ explican la violencia que se apropió de Yugoslavia y la destruyó, olvidan el poder de la televisión en manos del racismo incitado desde el poder. Mientras la historia, especialmente la carnicería de la Segunda Guerra mundial, acumuló buena parte del combustible que fomentó el odio racial en Yugoslavia, el nacionalismo institucionalizado de Milosevic y Tudjman sirvió de antorcha (…) Yugoslavia puede tener un pasado violento, pero no único. Lo que hemos visto era un nacionalismo provocador de violencia, inculcado básicamente a través de la televisión (…) Puede que muchas personas en los Balcanes sean débiles o incluso fanáticas, pero en Yugoslavia sus dirigentes han sido criminales. El virus de la televisión diseminó por toda Yugoslavia el odio interétnico como una epidemia (…) Una generación entera de serbios, croatas y musulmanes fue animada por las imágenes de televisión a que odiaran a sus vecinos”.
En el mismo sentido, Malcolm observó: “Después de haber visto Radio Televisión Belgrado en el período 1991-92, puedo comprender cómo los serbobosnios llegaron a creer que estaban en peligro de caer en manos de fuerzas ustachi, yihads fundamentalistas, o lo que fuera (…) Era como si toda la televisión de EE UU hubiera sido tomada por el Ku Klux Klan”. Josip Broz Tito ocupó el poder en Yugoslavia luchando contra los nazis, y lo mantuvo durante unos sorprendentes 35 años. En 1948, tuvo lugar el suceso que definió a Yugoslavia: la histórica ruptura de Tito con la Unión Soviética.
A partir de entonces, Occidente estuvo dispuesto a pasar por alto o minimizar los problemas internos de Yugoslavia por la importancia estratégica de apoyar a un Estado antisoviético –aunque fuera comunista y antidemocrático– en esa zona vital de Europa. Durante los siguientes cuarenta años, Yugoslavia recibiría un tratamiento especial por parte de Occidente.
Cuando Yugoslavia empezó su agonía final, en 1991, otros acontecimientos trascendentales en otras partes del mundo hicieron sombra a cuanto ocurría en los Balcanes. El Muro de Berlín había caído y Alemania estaba unificada; el comunismo había muerto o estaba muriéndose en Europa central; la Unión Soviética estallaba en quince naciones independientes; y, en agosto de 1990, Irak invadía Kuwait, poniendo en movimiento la coalición dirigida por EE UU que liberaría Kuwait a principios del siguiente año. Yugoslavia, que había perdido su importancia estratégica a los ojos de la mayoría de los políticos occidentales, cayó herida de muerte, prácticamente ignorada por Occidente.
El drama interno yugoslavo
En tiempos de Tito era famoso el dicho de que Yugoslavia tenía seis repúblicas, cinco naciones, cuatro lenguas, tres religiones, dos alfabetos y un partido. Pero después de su muerte, en 1980, el Partido Comunista se debilitó. Como muchos otros dictadores, Tito no había permitido el desarrollo de un sucesor fuerte. Una presidencia central cada vez más ineficaz rotaba anualmente entre las seis repúblicas semiautónomas yugoslavas.
En el resto de Europa central y oriental, la democracia y los ideales democráticos habían constituido el arma más eficaz en la lucha contra el comunismo. Pero en Yugoslavia demostró serlo el nacionalismo extremo. Racistas y demagogos –a menudo, comunistas o ex comunistas– convocaban a la gente proclamando una conciencia étnica. Aquellos que querían mantener un Estado multiétnico, o lograr un acuerdo que supusiera más autonomía para las repúblicas, fueron expulsados del país o silenciados, a veces de forma brutal.
La crisis comenzó en la católica y pro-occidental Eslovenia, la menor y más rica de las seis repúblicas yugoslavas. En 1989, mientras caía el muro de Berlín, Eslovenia empezó a plantear una serie de desafíos directos al gobierno central. Kosovo, una región “autónoma” perteneciente a Serbia, cuya mayoría albanesa vivía bajo el duro dominio serbio, oscilaba entre la secesión y la revuelta abierta.
En Serbia, Slobodan Milosevic, el más ágil dirigente yugoslavo, vio su oportunidad. Rebautizando el Partido Comunista Serbio como Partido Socialista Serbio, Milosevic retomó la causa del nacionalismo serbio. En 1989, en el sexto centenario de la derrota de los serbios a manos de los turcos en Kosovo, Milosevic acudió al legendario campo de batalla y pronunció un discurso incendiario ante un millón de serbios. (Cuando en 1995 le pregunté por su famoso discurso, Milosevic negó enfáticamente que hubiera sido racista, y acusó al embajador Zimmermann de organizar el boicoteo diplomático occidental, y a la prensa occidental de distorsionarlo. Desgraciadamente para él, sin embargo, sus palabras y sus consecuencias han quedado grabadas.)
En la primavera de 1991 la crisis yugoslava se agudizó. La victoria en el desierto contra Sadam Husein había sido producto del magnífico liderazgo de los aliados de la coalición por parte de la administración Bush, pero dirigir al mismo tiempo la operación “Tormenta del Desierto” y tratar con los estertores de muerte de la Unión Soviética habían agotado a Washington. Tal y como Zimmermann escribió en sus memorias, “Incluso para una superpotencia es difícil hacer frente a más de una crisis a la vez”. Además, las elecciones presidenciales estaban a sólo un año de distancia. Los dirigentes políticos estadounidenses no querían involucrarse en los problemas de Yugoslavia, y muchos consideraban que no tenían solución. En palabras de David Gompert, miembro del Consejo Nacional de Seguridad en esa época, la administración Bush sabía que “un año antes de que empezaran los combates Yugoslavia estaba siendo llevada al abismo por unos pocos políticos demagogos, [pero] no sabía cómo evitarlo (…) El equipo de seguridad nacional de Bush, que tan bien se había desenvuelto en anteriores ocasiones, estaba dividido y desconcertado”.
En junio de 1991, el secretario de Estado, James Baker, hizo su única visita a Belgrado, un viaje de un día, encajado entre un importante encuentro con funcionarios soviéticos en Berlín y un emotivo viaje a Albania, donde un millón de albaneses le vitorearon en las calles de la capital.
Su percepción de la situación quedó reflejada en el informe personal que esa misma noche envió al presidente Bush desde Belgrado, y que recogió en sus memorias: “Creo que no conseguiremos un diálogo serio sobre el futuro de Yugoslavia hasta que todas las partes tengan una mayor sensación de la urgencia y del peligro. Puede que no consigamos provocarla desde fuera, pero debemos continuar presionando”.
Éste fue un error crucial de interpretación. Los yugoslavos, que sabían perfectamente cuán urgente y peligrosa era la situación, habían estado esperando a ver si EE UU y sus aliados intervenían. Una vez que se dieron cuenta de que EE UU, en la cima de su influencia mundial, no se comprometería, comenzaron rápidamente su descenso al infierno. Apenas cuatro días después de que Baker abandonara Belgrado, Croacia y Eslovenia declararon su independencia. Dos días más tarde, el 27 de junio, comenzó la primera (y la más corta) guerra balcánica: la invasión de Eslovenia por el ejército yugoslavo.
Seguirían otras tres guerras: entre croatas y serbios, serbios y bosnios, y croatas y bosnios, en las que cientos de miles de personas perderían la vida, más de dos millones se verían desplazadas, y destruyendo, además de la nación yugoslava, los sueños sobre lo que el presidente Bush había llamado un pacífico “nuevo orden mundial” en Europa. Mucho después de haber dejado Belgrado, el embajador Zimmermann reflexionó sobre la tragedia: “La negativa de la administración Bush a comprometer desde el principio el poderío norteamericano fue nuestro mayor error en toda la crisis yugoslava. Hizo que fuera inevitable un resultado injusto, y desperdició la oportunidad de salvar a más de cien mil vidas”. EE UU seguía apoyando algo que ya no existía. Dada su experiencia en Yugoslavia, las figuras claves para elaborar la política estadounidense deberían haber sido Eagleburger y el asesor de Seguridad Nacional, Brent Scowcroft, que había sido agregado militar en Belgrado al principio de su carrera en la fuerza aérea. Preguntado al respecto en 1995, Scowcroft dijo: “Eagleburger y yo éramos los que más nos preocupábamos por Yugoslavia. El presidente y Baker se situaron en la otra dirección. Baker, por su parte, diría: “Nadie nos ha dado vela en este entierro”. El presidente me preguntaría una vez a la semana: “Cuéntame otra vez de qué trata todo este asunto”.
Confusión atlántica y pasividad europea
Por primera vez desde la Segunda Guerra mundial, Washington había dejado un importante asunto de seguridad totalmente en manos europeas. En sus memorias, el secretario de Estado James Baker no intenta disculparse por esa decisión: “Ya era hora de que los europeos se pusieran a la altura de las circunstancias y mostraran que podían actuar como una potencia unificada. Yugoslavia era un primer test tan bueno como cualquier otro”.
En realidad, Yugoslavia era el peor sitio posible para hacer un “primer ensayo” de la nueva política norteamericana basada en la necesidad de “que los europeos se pusieran a la altura de las circunstancias”. Ahora que la amenaza soviética había desaparecido y Alemania estaba reunificada, Europa tenía que empezar a asumir un papel más importante en la Alianza Atlántica, que es lo que siempre había querido. Pero durante más de medio siglo había sido incapaz de “actuar como una potencia unificada” sin el liderazgo norteamericano. La actuación de la administración Bush en 1989–90, en uno de los últimos grandes conflictos de la guerra fría, la unificación alemana, había sido uno de los más brillantes capítulos de la política exterior estadounidense de todo el siglo; sin la firmeza y el apoyo visionario de Washington no habría tenido lugar, dada la oposición de Gran Bretaña y Francia. Sin embargo, sólo un año más tarde, los mismos que la habían hecho posible dieron la espalda al primer desafío de la Europa de la posguerra fría.
La crisis de Yugoslavia debería haber sido dirigida por la OTAN, la institución atlántica más importante, aquella cuyo núcleo principal era EE UU. La mejor posibilidad de evitar la guerra habría sido dejar bien claro a los yugoslavos que el poder aéreo de la OTAN sería utilizado contra cualquier parte que intentara resolver las tensiones étnicas de Yugoslavia por la fuerza.
EE UU y los europeos podrían entonces haber dialogado con las partes yugoslavas para mediar en pacíficos –aunque ciertamente contenciosos y complicados– acuerdos de divorcio entre las repúblicas. Pero Washington no lo veía así. David Gompert opinó cándidamente de sus propios colegas: “La gestión de la crisis yugoslava por parte del gobierno de EE UU entre 1990 y 1992 contradijo y socavó su política respecto a la idea central y el cometido de la OTAN en la Europa de la posguerra fría, [que] suponía la responsabilidad de responder precisamente ante el tipo de conflicto que se estaba desarrollando en los Balcanes. (…) Como era predecible, el intento de mantener la crisis yugoslava al alcance de la mano no salvó a EE UU de los efectos de, o la responsabilidad por, el fracaso que siguió”.
El error de cálculo de Europa fue igualmente lamentable. Quedó bien recogido en una memorable declaración del ministro de Asuntos Exteriores de Luxemburgo, Jacques Poos, cuyo país ocupaba entonces la presidencia rotatoria de la Comunidad Europea (más tarde llamada Unión Europea). “La hora de Europa –declaró Poos– ha llegado”. El día siguiente de que empezara la guerra entre “Yugoslavia” y Eslovenia, seis días después del viaje de Baker, en junio de 1991, Poos encabezó una misión de la troika comunitaria –los ministros de Asuntos Exteriores de la anterior, presente y futura presidencia de la Comunidad Europea– a Belgrado. Poos no lo hizo mejor que Baker. Pero el proceso reveló las diferencias existentes entre EE UU y los europeos.
Baker estaba tan decidido a que EE UU no se involucrara en el conflicto, que rechazó de plano una propuesta del secretario de Estado adjunto, Thomas Niles, para enviar un observador a las conversaciones entre las partes yugoslavas, auspiciadas por los europeos, por temor a que incluso esa pequeña acción pudiera implicar cierto papel norteamericano.
En esta lamentable secuencia, tanto Europa como EE UU demostraron estar igualmente equivocados. Europa creía que podría resolver la crisis yugoslava sin la ayuda de EE UU; Washington creía que, una vez que la guerra fría hubiera acabado, podría dejar Yugoslavia en manos de los europeos. La hora de Europa no había llegado en Yugoslavia; Washington tenía una vela en ese particular entierro. Se tardaría cuatro años en deshacer estos errores; cuatro años antes de que Washington, tarde y de mala gana, aunque de modo decisivo, entrara en el conflicto e impusiera su liderazgo, con el apoyo europeo. Pero esto no ocurriría antes de que tuvieran lugar nuevos y fuertes enfrentamientos dentro de la Alianza Atlántica, y desastres históricos en Bosnia.
La guerra yugoslavo-eslovena comenzó el 27 de junio. Fue corta y, comparada con lo que vendría después, casi una broma. En diez días, después de algunas bajas en ambos lados, Milosevic ordenó la retirada del ejército yugoslavo. Pocos días más tarde, en una reunión celebrada en la isla adriática de Brioni, el ministro de Asuntos Exteriores holandés, Hans van den Broek, el principal representante europeo, presidió un acuerdo que dio la independencia definitiva a Eslovenia, pero dejó la situación más explosiva que nunca. Como escribieron Laura Silber y Allan Little: “El acuerdo de Brioni fue recibido como un triunfo de la diplomacia europea. Pero no fue nada de eso. Dejó todos los puntos problemáticos sin resolver (…) El triunfo diplomático fue de Milosevic y el presidente esloveno Milan Kucan, quienes habían acordado entre ellos la salida de Eslovenia de la federación (…) y, en efecto, su resultado fue la destrucción de la Yugoslavia federal”.
El acuerdo Kucan-Milosevic fue un ejemplo típico de la flexibilidad táctica de Milosevic y sus excelentes habilidades negociadoras, y sirvió a sus planes a largo plazo de una forma que no fue bien comprendida en su momento. La salida de Eslovenia facilitaba a Milosevic la creación de una Yugoslavia dominada por los serbios, ya que dejaba fuera del país a una república que casi no los tenía. Croacia, con cientos de miles de serbios dentro de sus fronteras, no estaba dispuesta a aceptar este resultado. El presidente Franjo Tudjman había soñado durante mucho tiempo con hacer de Croacia un Estado independiente. Pero dentro de los límites de su “país”, originalmente dibujados por Tito para definir la república dentro de Yugoslavia, había zonas donde los serbios vivían desde hacía siglos. En la corta guerra en Eslovenia, el ejército yugoslavo parecía estar defendiendo la integridad territorial de Yugoslavia; cuando un par de semanas más tarde, ese mismo ejército volvió a entrar en guerra contra Croacia, se había convertido en un ejército serbio luchando por los serbios que habitaban dentro de Croacia.
«Europa creyó que podía resolver la crisis yugoslava sin la ayuda de EEUU»
La guerra entre serbios y croatas comenzó con un enfrentamiento entre soldados irregulares e incidentes locales, rápidamente fue a más hasta convertirse en una guerra en toda regla. En agosto de 1991, un oscuro teniente coronel del ejército yugoslavo llamado Ratko Mladic unió sus fuerzas regulares a los irregulares locales –grupos de jóvenes racistas y de criminales que disfrutaban dando palizas a los croatas– y lanzaron un ataque sobre Kijevo, un pueblo croata aislado en la Krajina, controlada por los serbios. Ya había habido combates antes contra Kijevo, pero esta acción, completamente respaldada por Belgrado, “estableció la pauta para el resto de la guerra en Croacia: la artillería del JNA [yugoslava] apoyando una infantería formada en parte por soldados de reemplazo, y por voluntarios serbios reclutados en la zona”. En pocas semanas los combates se habían extendido a gran parte de Croacia. El JNA comenzó un cruel ataque con artillería sobre Vukovar, una importante ciudad croata junto a la frontera serbia. Vukovar y la región circundante, conocida como la Eslavonia oriental, cayeron en manos serbias a mediados de noviembre, y Zagreb quedó amenazada, provocando el pánico en Croacia. (Uno de los aspectos centrales de nuestras negociaciones en 1995 sería la devolución pacífica de Eslavonia oriental a Croacia.)
Después de agotar otras posibilidades, la Comunidad Europea solicitó al antiguo secretario de Asuntos Exteriores británico, lord Carrington, que asumiera la tarea de llevar la paz a Yugoslavia. Carrington, un hombre cortés, cuya integridad era legendaria, me diría más tarde que nunca en su vida había conocido gente tan mentirosa como la de los Balcanes. A medida que la guerra en Croacia se extendía y Vukovar se derrumbaba bajo el fuego de la artillería serbia, Carrington propuso un plan de compromiso.
Una vez más, EE UU se mantuvo al margen. Ningún negociador norteamericano participó; el apoyo de Washington al plan Carrington se limitó a tibias declaraciones públicas y a mensajes diplomáticos de bajo nivel. A mediados de noviembre, el secretario general de las Naciones Unidas, Butros Butros-Gali, nombró a Cyrus Vance negociador por parte de las Naciones Unidas, y le pidió que trabajara mano a mano con Carrington. Como antes había sido secretario de Estado, muchas personas creyeron que ahora EE UU se había, de alguna manera, comprometido, impresión que la administración Bush no desmintió.
La designación de Cyrus Vance estimuló mi propio interés por Yugoslavia. Había trabajado dos veces para él: la primera en 1968, durante las negociaciones de paz de París con Vietnam del Norte, y otra, cuando fui secretario de Estado adjunto para Asuntos de Asia Oriental y el Pacífico durante la administración Carter. Carter y yo habíamos sido colaboradores cercanos, y sentía un gran respeto y afecto por él y su familia. Vance era un mediador nato. Pese a sus más de setenta años, desarrollaba su trabajo con la suficiente energía, intensidad y meticulosidad como para sobrevivir a personas que tenían la mitad de edad que él. Más aún, Vance puso sobre la mesa algo que Carrington no podía ofrecer: la posibilidad de enviar a Croacia una fuerza de paz de la ONU si se conseguía un acuerdo para detener los combates.
Alemania reconoce a Croacia
Al mismo tiempo que comenzaba el esfuerzo de Vance y Carrington, la Comunidad Europea estudiaba una de las decisiones más controvertidas de la guerra: reconocer o no a Croacia como Estado independiente. Durante meses, Alemania había estado presionando a la CE y a EE UU para que lo hicieran. Vance y Carrington se oponían vivamente a la postura alemana. Algún tiempo después ambos me dirían que habían advertido en los términos más contundentes posibles a su viejo amigo y colega, el ministro de Asuntos Exteriores Hans Dietrich Genscher, de que el reconocimiento de Croacia provocaría una reacción en cadena que terminaría con una guerra en Bosnia. Razonaban, correctamente, que Bosnia tendría que seguir la dirección marcada por Croacia, y sería la próxima en declararse independiente. Entonces, predecían, la importante minoría serbia se rebelaría frente a la obligación de vivir en un país dominado por los musulmanes. Como más adelante diría un yugoslavo, cada grupo étnico preguntaría: “¿Por qué debo ser yo una minoría en tu Estado cuando tú puedes ser una minoría en el mío?”. La guerra era inevitable. Genscher, el más veterano ministro de Asuntos Exteriores de Europa, ignoró la advertencia de sus viejos amigos.
Durante una reunión de urgencia de ministros de Exteriores celebrada en Bruselas, a mediados de diciembre de 1991, le dijo a sus colegas que, si no le apoyaban, Alemania reconocería a Croacia de forma unilateral. Enfrentados a la amenaza de una ruptura pública de la “unidad” europea justo en el momento en que el tratado de Maastricht proclamaba el nacimiento de una nueva Europa unificada –tratado cuyo principal impulsor había sido el canciller alemán Helmut Kohl– los demás europeos cedieron. Para disgusto y vergüenza de Carrington, los británicos ni siquiera enviaron a la reunión a su ministro de Exteriores, dejando que Londres fuera representada en esta crítica ocasión por su adjunto. EE UU se opuso a la decisión de la CE, pero sin excesivo énfasis: tal y como Baker admitió en sus memorias, “nuestro foco de atención durante los siguientes meses sería manejar la disolución pacífica de la URSS”. Incluso el infalible, educado y generoso Warren Zimmermann criticó a sus superiores sobre este punto, y describió el telegrama de instrucciones de Washington sobre el reconocimiento de Croacia como “superficial (…) suficiente para mostrar que habíamos hecho algo, pero no tanto como para producir resultados”. La declaración del departamento de Estado, escribió Zimmermann, fue “débil y matizada, [diseñada] principalmente para evitar alterar a la comunidad croata de EE UU”. Pocos meses después, Washington reconocería a Croacia.
En los últimos años me han preguntado varias veces si la decisión alemana de reconocer a Croacia desencadenó la guerra. Ésta es una pregunta complicada. Por una parte, creo que la decisión de Alemania fue un error.
Por otra, muchas otras acciones tomadas en 1991 por las potencias extranjeras demostraron ser errores mayores. Al final, aunque la decisión alemana probablemente acelerara el inicio de la guerra en Bosnia, el conflicto habría comenzado una vez que hubiera quedado claro que Occidente no intervendría. Acusar sólo a Bonn de provocar la guerra en Bosnia elude la responsabilidad de muchos otros. Alemania fue usada como chivo expiatorio por lo que ocurrió en Bosnia por personas que querían desviar la atención de sus propios fallos.
Dada la historia de Alemania en la región –la relación de los nazis con su Estado títere en Croacia durante la Segunda Guerra mundial y los campos de la muerte, donde murieron judíos y serbios– la postura de Bonn también produjo la preocupación de que Alemania, unida por primera vez desde 1945, estuviera a punto de embarcarse en una política exterior más activa, quizá más agresiva, en Europa central y oriental. Pero no encuentro evidencias que demuestren la teoría de que la política de Alemania derivara de su historia en la región o de un plan para una nueva implantación alemana en Europa central. Durante los años en los que fui embajador en Alemania, llegué a conocer bien a Genscher, así como a muchos de sus antiguos colaboradores del ministerio de Exteriores. Estaban entre las personas más civilizadas y progresistas con las que nunca había trabajado. Comprendían la terrible historia de su país durante la época nazi y estaban decididos a hacer de Alemania la llave de una Europa pacífica y democrática. Creía –y eso dije como embajador– que con el fin de la guerra fría era deseable que Alemania desarrollara una política exterior más activa, que se correspondiera con su tamaño y fortaleza económica.
El presidente Clinton, que había visitado Alemania varias veces siendo estudiante y había aprendido alemán, se alegró de la emergencia de Alemania como principal participante en la tarea de dar forma a la política europea. Era mejor trabajar por la emergencia gradual de Alemania como potencia europea, esta vez próspera y democrática, que ahogarla y arriesgar una dura reacción más adelante.
Así, aunque la decisión sobre Croacia fue equivocada, su importancia no debe ser sobrestimada. De hecho, la atrevida declaración de Alija Izetbegovic al Parlamento bosnio el 27 de febrero de 1991 –casi diez meses antes de que Alemania reconociera a Croacia– anticipó los problemas por venir: “Sacrificaría la paz por una Bosnia-Herzegovina soberana –dijo– pero no sacrificaría la soberanía por esa paz en Bosnia-Herzegovina”. Como observaron Silber y Little, “para los serbios esto fue un grito de guerra”. A principios de 1992, Vance consiguió un acuerdo para detener los combates en Croacia. En febrero ya había superado la resistencia de los serbios de la Krajina, había ganado el apoyo de Milosevic, y había recomendado formalmente a las Naciones Unidas el despliegue de doce mil soldados de las fuerzas de paz. En pocos días, la ONU había votado enviar a Croacia la segunda mayor fuerza pacificadora jamás desplegada.
Fue un logro sustancial, pero tuvo un coste. Casi un tercio de Croacia estaba ahora en zonas supuestamente protegidas por la ONU, pero en realidad controladas por los serbios. La limpieza étnica de croatas de esas “áreas seguras de la ONU” por los serbios de la Krajina –que orgullosamente proclamaban allí una “república” independiente– tuvo lugar bajo la pasiva mirada de una fuerza de pacificación de treinta países de la ONU. Vance y Carrington habían parado una guerra, pero había quedado un legado de nacionalismo croata reprimido que explotaría en la Krajina tres años después, justo cuando comenzábamos nuestra diplomacia itinerante.