Esta obra, escrita a lo largo de varios años, fue publicada en 1932, en vísperas de la anexión de Austria por Alemania, cuando las señales de la catástrofe eran visibles en toda Europa. Pero no es una novela sobre aquellos tiempos crepusculares sino sobre otro ocaso del cual había nacido, en parte, éste: el del imperio austro-húngaro.
La marcha Radetzky
Joseph Roth
Barcelona: Pocket Edhasa
1998. 349 págs.
Los años en que Joseph Roth elaboró La marcha Radetzky, Viena era el centro de los intelectuales procedentes de todos los rincones del antiguo imperio, para el que el fin de la Primera Guerra mundial había significado el certificado de defunción. En los cafés, en los círculos literarios de la ciudad o en casa de Sigmund Freud, se reunían y charlaban, en alemán casi siempre, los restos sentimentales, emocionales y literarios de un pasado político que acababa de ser archivado para la historia. Muchos de los escritores de ese momento novelaron o cantaron la nueva situación, la perplejidad, la nostalgia, la crítica amarga de lo que pudo ser y no fue, las bambalinas de una puesta en escena que tenía mucho de decorado, tras el cual crecían las contradicciones ocultas que iban agujereando el paisaje.
Muchos intelectuales nacieron austríacos y murieron sin saber qué eran, tras haber sido, sucesivamente, polacos, rusos, alemanes, croatas y, quizá, de otras nacionalidades efímeras. Ese desarraigo, esa ruptura con la tierra, la familia y la biografía personal dio una fecunda literatura.
Joseph Roth era uno de ellos. Entre el periodismo y la literatura vivió intensamente los avatares de la época, sufriendo como intelectual y como judío. Conoció momentos de gloria, persecuciones, campos de concentración y exilio, aunque murió antes de la entrada de los nazis en París, donde se había refugiado.
De ese clima surgió La marcha Radetzky, al igual que la obra fundamental de Robert Musil, El hombre sin atributos. Y como lo hicieron otras muchas que describen bien el alma atormentada de la Europa central y que han legado tanto a la historia y a la literatura.
A La marcha Radetzky le cabe el dudoso honor de haber sido uno de los últimos libros que leyó Adolf Eichmann en la cárcel donde esperaba la horca después de haber sido secuestrado por agentes israelíes en Buenos Aires, trasladado a Israel, juzgado y condenado a muerte por su participación en el Holocausto durante la Segunda Guerra mundial. Claro que el nazi austríaco probablemente ignoraba que Roth había sido educado en ambientes ortodoxos, era judío, monárquico, alcohólico y partidario durante una época de la asimilación de los judíos en las sociedades dónde vivían.
Eichmann pidió dos libros para entretener sus últimas horas de vida: La defección de los Países Bajos, de Johan C. Schiller y La marcha Radetzky. Es posible que creyera que con el título de la popular pieza musical vienesa se trataría de alguna obra militar. Lo mismo debió pensar un periódico judío de la época que, escrito en yidish, explicó que “Roth fue un junker [aristócrata prusiano] alemán que escribió novelas militares”.
La mala suerte de Joseph Roth, de su imagen en realidad que empieza a recuperarse ahora, parece haber acompañado también a su trabajo. Elogiado por Robert Musil, durante décadas estuvo sin embargo ausente de las listas de libros de referencia. Aunque apenas conocida, esta obra es todo un fresco literario sobre la lenta e inexorable desintegración del imperio austro-húngaro, una vasta organización administrativa que cedió ante los embates del nacionalismo, de su lenta y anticuada burocracia y de la suma de elementos revolucionarios a las filas de ese nacionalismo identitario, nacido entonces y que aún hoy crea innumerables problemas, especialmente en la misma zona geográfica donde el imperio austro-húngaro conoció sus primeros elementos de descomposición.
Nacionalismos
En el fondo, el conflicto de los Balcanes que sigue sin resolverse es el mismo: la falta de un marco donde puedan convivir pacíficamente unos nacionalismos excluyentes que llevan siglos intentando afirmarse, los unos frente a los otros. Sorprende todavía la relativa estabilidad que los austríacos dieron a la explosiva zona, aunque con algunos incidentes graves, desde luego, sobre todo teniendo en cuenta que en aquellos momentos, como ahora de alguna manera, por los Balcanes pasaban al menos tres líneas de fractura: Oriente-Occidente, frente al imperio austro-húngaro estaba –en la otra orilla de los ríos que marcaban la frontera bosnia– el imperio turco; islam-cristianismo, con los mismos límites políticos pero con creyentes contrarios incrustados en las sociedades adversarias; y catolicismo-Iglesia ortodoxa, división interna del cristianismo que abría una brecha entre eslavos croatas y eslavos serbios, estos últimos representando al único país occidental de la zona que mantenía una precaria independencia entre ambos imperios y estimulaba los nacionalismos que acabarían destruyendo, con el concurso de las grandes potencias europeas, a la monarquía católica austríaca.
La novela es la historia de los Trotta, una insignificante familia campesina de origen esloveno que, a partir de un acto de heroísmo del teniente Joseph Trotta en la batalla de Solferino, salva la vida del emperador Francisco José, que por un acto de descuido se había quedado frente a los fusiles franceses. En la misma camilla, herido, Trotta es ascendido a capitán, recibe la Orden de María Teresa, máxima condecoración imperial, y pasa a formar parte de la nobleza del imperio austro-húngaro.
El hijo del héroe de Solferino no sigue la carrera militar. Protegido en la sombra por la administración llega a ser gobernador de una importante provincia donde envejece en medio de unos ritos burocráticos cada vez más alejados de las necesidades y la evolución de la sociedad austríaca. Cada domingo, por ejemplo, llueva o haga frío –incluso cuando la agitación social sacude la ciudad– la banda militar interpreta entre los balcones de la residencia del gobernador Trotta, La marcha Radetzky, el viejo himno imperial con aire de vals, mientras el funcionario se hace servir el desayuno por su criado favorito.
El último Trotta ya no tiene casi iniciativa propia. Es un barco sin rumbo en la tormenta austríaca. Es zarandeado por la historia que arrasa Europa central, las crecientes amenazas de guerra, las deudas de juego, sus pasiones carnales hacia una mujer que le engaña, los recuerdos familiares, y por la obsesión por el retrato de su abuelo, al que sólo conoció en la pintura y al que quiere ser leal sin saber cómo. Oficial del ejército austríaco, comprende que él encarna la ruptura de una institución que deberá, en breve, hacer frente a situaciones para las que no está preparada, que no comprende y que quiere ignorar. Dudando entre abandonar o no el ejército, le sorprende la guerra y muere. Es el canto del cisne de una época, de una manera de entender la vida y las relaciones entre los hombres y los pueblos.
La descomposición
Así, y a través de la vida del hijo y en especial del nieto de Joseph Trotta, Roth va describiendo la lenta descomposición del imperio.
Hasta el momento en que comienza la historia aristocrática de la familia Trotta, en las fronteras austro-húngaras las contradicciones no tienen nada que ver con las etnias. Allí viven, administrados por un mismo Estado, pueblos diferentes que usan su idioma local y su lengua franca, el alemán; conviven cristianos ortodoxos, católicos, judíos y musulmanes. Eslavos y alemanes son las principales minorías y, salvo un antisemitismo y un recelo húngaro por el reparto de poderes cada vez mayor, nada permite adivinar el catastrófico futuro. Pero el germen estaba sembrado.
Primero en las unidades militares, donde se desdeñaba, desde una supuesta superioridad complaciente, la modernización de las armas, y la doctrina y estructura de los ejércitos occidentales. Es especialmente brillante la descripción que hace Roth de la vida de una unidad militar austríaca en la frontera con los rusos, donde, incluso, los oficiales imperiales asisten como invitados a las maniobras de los cosacos en las que éstos ensayan el despliegue de la caballería para ocupar, como harían en la Primera Guerra mundial ya cercana, esa misma región fronteriza del imperio. Mientras, los oficiales rusos, profesionales de las armas y entregados a una brutal disciplina, soportaban, estoicamente, la vida castrense; en la cercana unidad austríaca los oficiales pasan su tiempo libre entre prostitutas, mesas de juego y duelos por deudas de honor.
Segundo, la aparición lenta pero inexorable de planteamientos de nacionalismo etnicista, a caballo del romanticismo, de las necesidades tácticas de un socialismo que no arranca, de una creciente ineficacia de la burocracia imperial y de la crisis económica. Es notoria la perplejidad que expresa el hijo del primer Trotta noble, ya anciano y alto funcionario de la administración, cuando intentan explicarle que él nunca ha sido austríaco, sino esloveno, y que debe hacer frente a un mítico deber con su pueblo. El viejo no entiende nada y nada hace. Simplemente se muere.
Tercero, la propia enajenación política del emperador que, consciente de que su tiempo se ha pasado, no intenta recomponer su política sino mantenerse en una especie de limbo, por encima de la historia, mientras asiste al derribo de una obra, todo lo discutible que se quiera, pero que nació de la derrota de Napoleón y dio estabilidad a Europa central y a los Balcanes durante cien años. Roth siempre fue monárquico y conspiró con Otto de Habsburgo en París durante la ocupación nazi de Austria para que el heredero volviera al trono.
Desde el punto de vista histórico, el imperio austro-húngaro vivió sus últimos años como una realidad virtual. Existían la corte de Viena y la de Budapest, con sus propias burocracias y aspiraciones en las que iban anidando el nacionalismo. Eran evidentes los crecientes intereses locales contrapuestos y, superpuestos a éstos, los intereses religiosos y políticos dentro del imperio, pero ligados a otros situados fuera de sus fronteras, más cerca de Londres, de París, de Berlín y de Moscú, donde en aquellos tiempos se jugaba la partida austríaca. Así, Roth describe al emperador con cierta candidez, como un hombre que lo sabe todo, que olvida lo que le conviene, que ya se siente al margen de la historia y que, orgulloso de lo que ha hecho, se ha desligado de los lazos humanos que no le dan más que disgustos. Su fervor monárquico y su defensa de un sistema que se descompone no le impiden ver la patética situación del imperio en sus últimos años.
La marcha Radetzky es el testimonio de una época que explica la posterior trayectoria vital del pueblo austríaco. Una trayectoria que es la del propio Roth, de hecho, la de toda una generación de intelectuales, muchos de ellos judíos procedentes de la periferia del imperio. Roth era de Galitzia, hoy Ucrania, aunque fue también polaca y rusa en pocos años. Asistieron impotentes a la voladura controlada del imperio, a su despedazamiento; a la aparición de nacionalismos arrogantes, saludados como progresistas por las potencias occidentales; a la reacción de la minoría austro-alemana organizando núcleos de acción contra judíos y otras minorías y amamantando al futuro nazismo; a la aparición de un fascismo austríaco, el de Engelbert Dollfus, que fue barrido y asesinado por Adolf Hitler y los suyos, por ser poco agresivo con las minorías no alemanas y por sus reparos católicos.
Como colofón asistieron a la Anschluss, es decir, la unión con Alemania pilotada e impuesta por Hitler. Todos los antecedentes de ese proceso, de esa tragedia que sacudió violentamente a Europa y cuyos últimos movimientos sísmico-políticos han llegado a nuestros días, están sugeridos en la novela de Roth, no la única, no la mejor en términos literarios hablando, pero sí la más emblemática del escritor judío-austríaco.
Habría que conocer lo que pensó Eichmann al leer esta demoledora novela, pero la justicia israelí lo impidió.