Las identidades –nacionales, religiosas, culturales y locales– resurgen, cuanto menos de una forma relevante, en un entorno que se desarrolla bajo el estandarte de la globalización y, por otra parte, a la sombra de la incertidumbre sobre el futuro de la humanidad. Desde 1945 hasta finales de los años ochenta, el mundo estaba atrapado en el modelo bipolar de la guerra fría, en la que los dos imperios (para emplear una expresión hoy generalizada que utilizaba Raymond Aron) ejercitaban, a su manera, una responsabilidad sobre casi todos los países. A pesar de los problemas que pudieran existir a lo largo de las fronteras, desde Hungría hasta Afganistán, todo se regía bajo una dirección despiadada y sagaz. A mi juicio, a lo largo de la historia nunca se había extendido por tantas regiones de la Tierra un control tan extenso y coordinado en sistemas, aún conflictivos.

En este escenario, el movimiento de los países no alineados de Bandung en 1955 y el proceso de descolonización relanzaron un tercer espacio respecto de los dos imperios que, aunque esbozado en diversas ocasiones, nunca ha sido plenamente realizado. El llamado Tercer Mundo se presentaba, aun siendo un todo muy variado, como un posible interlocutor entre los otros dos mundos; se trataba de una representación geopolítica de corte marxista y liberal pero también cristiano. El término Tercer Mundo se atribuye al demógrafo Alfred Sauvy en 1952. Detrás de esta expresión se esconde un claro reclamo al papel revolucionario del Tercer Estado en la revolución francesa. También el Tercer Mundo, al menos en la visión contemporánea, podría haber tenido un papel revolucionario. Pero ¿era posible una tercera vía?

Para Frantz Fanon, el revolucionario antillano prestado a la Argelia de la lucha por la liberación, se trataría de llevar a cabo una revolución desde el Sur, como…