En los hermosos parajes de Lough Erne (Irlanda del Norte), los líderes del G-8 (Estados Unidos, Canadá, Rusia, Japón, Alemania, Francia e Italia) concentraron su debate en torno a un asunto, la guerra civil en Siria, que ya se ha cobrado más de 93.000 vidas. Barack Obama y Vladimir Putin solo se pusieron de acuerdo en la necesidad de contener la violencia en el país. Ambos quieren sentar en la mesa de negociaciones al régimen de Bachar el Asad y los rebeldes. Rusia se opone a que EE UU arme a estos, así como a la creación de un espacio de exclusión aérea autorizado por la ONU. David Cameron, más optimista, piensa que hay coincidencia en torno a una salida negociada, mediante la celebración de una conferencia de paz acordada por Rusia y Estados Unidos. El formato y la fecha quedan pendientes.
Estamos ante un bloqueo diplomático propio del choque de potencias. Rusia considera el apoyo al régimen de El Asad como una gran oportunidad para recuperar su influencia internacional perdida. Mientras tanto, la población siria continúa sufriendo las consecuencias de la guerra, al tiempo que el ejército de El Asad mejora su posición. En estos momentos, los rebeldes tienen dificultades para mantener el control de Alepo. De ahí que Estados Unidos no parezca tener prisa en iniciar las reuniones de negociación, ya que el régimen de El Asad partiría con ventaja. Obama quiere asegurarse de que el monarca Alauí desaparece de escena, a lo que Putin se opone.
Este juego de intereses y valores no es exclusivo de las potencias occidentales. También los países vecinos quieren participar en el gran juego sirio. Las potencias del Golfo (Arabia Saudí, Kuwait, Bahréin, Qatar, todos suníes) están interesadas en debilitar el poder y la influencia del chií Irán en la región, por lo que pretenden alejar Siria de la órbita persa. Un apoyo a los rebeldes sirios podría traducirse en la eventual aparición de un régimen suní en el país, probable aliado natural, que restablecería el equilibrio de poder previo a la ocupación estadounidense de Iraq, iniciada en 2003, que subió al poder a la mayoritaria comunidad chií iraquí.
Al comienzo del conflicto, los países del Golfo confiaban en una solución pacífica auspiciada por el propio El Asad. A medida que avanzaba el conflicto y se hacía patente el escaso interés del líder sirio en una salida política al conflicto, el rey de Arabia Saudí, Abdullah Bin Abdulaziz, declaraba que la brutalidad de los ataques era injustificable. La Liga Árabe acabó condenando al régimen y Kuwait y Bahrein terminaron por apoyar el levantamiento de manera abierta. Sin embargo, los países del Golfo no se ponen de acuerdo en los grupos opositores a los que apoyar, por lo que su actuación no hace más que intensificar la fragmentación de los rebeldes. Qatar tiene especial interés en colocar la ideología de los Hermanos Musulmanes en el poder, a lo que Arabia Saudí se niega, pues junto a Emiratos Árabes Unidos y a las potencias occidentales, pretende un cambio de poder que no modifique de manera profunda la estructura y organización estatal.
Turquía, Irak, Irán, Jordania
Inmersa en un contexto interno delicado, Turquía busca en el exterior mantener, a duras penas, la coherencia con su política de “Cero problemas con los vecinos”, en la que el país funcionaría como un pacificador y moderador de la región. Respecto a Siria, la posición de Turquía ha pasado por tres fases. En un primer momento, Recep Tayyip Erdogan quiso fomentar el diálogo entre las partes enfrentadas con ánimo reformista. Ante el fracaso de su llamada al diálogo, Turquía solicitó a El Asad la reforma de ciertas cuestiones para resolver la crisis. Tampoco tuvo éxito. Finalmente, Erdogan ha pasado a reclamar un cambio de régimen, apoyando a la oposición con medidas como el alojamiento del Ejército Sirio Libre en Turquía. Siguiendo esta línea, en 2012 se creó el “Grupo de Amigos de Siria”, con éxito relativo. Para Nuh Yilmaz, analista turco, esta política muestra la creciente independencia de Turquía frente a Occidente en Oriente Próximo.
Irak e Irán son los principales defensores del régimen de El Asad. El gobierno iraquí de Nouri al-Maliki apoya al presidente sirio en su intento de aplastar una rebelión dominada por suníes, que podría extenderse a Irak. Además, este posicionamiento mejora la relación del país con su vecino, antaño enemigo, creando un “eje unificador Teherán-Bagdad”, en palabras de Hayder al Khoei, investigador del Centre for Academic Shi’a Studies. En cuanto a Irán, al comienzo del conflicto sirio se encontró con un dilema. Habían apoyado de manera abierta la “primavera árabe” y ahora tenían que hacer una excepción, con el riesgo de quedar en evidencia. Sin embargo, si apoyaba a los rebeldes perdería el favor del régimen sirio, su principal aliado en la región. Finalmente, Teherán se decantó por El Asad, pues “no había garantías de que un nuevo gobierno en Siria cultivara relaciones cercanas con Irán”, apunta Jubin Goodarzi, experto del Wilson Center. La Guardia Revolucionaria iraní intenta asegurar, con independencia de si el futuro del país se decide en el campo de batalla o en la mesa de negociaciones, el fortalecimiento del régimen sirio militar y políticamente. Así garantizan sus intereses a largo plazo en la región.
Por último, el jordano Abdalá II ha sido el dirigente más cauteloso desde el comienzo del conflicto. Preocupado por asegurar su supervivencia más que por asegurar la del régimen sirio, su objetivo ha sido lograr una solución política no demasiado comprometida, aunque su distanciamiento de El Asad ha aumentado con el paso de los meses. Finalmente, el miedo ante un posible contagio de la violencia ha llevado al monarca del reino Hachemita a posicionarse en contra del presidente sirio, aunque no ha puesto fin a las relaciones diplomáticas con Damasco. Jordania cuenta con una baza estratégica: las grandes potencias occidentales consideran el país como una fuente de estabilidad regional. Ammán mantiene buenas relaciones con Israel y cuenta además con el apoyo de los países del Golfo, que no quieren que la inquietud de las repúblicas árabes afecte también a las monarquías.
El gran juego sirio muestra cómo la política exterior no es sino una dimensión de la política interna, donde intereses partidarios se entremezclan con los valores, ideologías e identidades propias de cada país. En estos momentos, resulta difícil confiar en la capacidad de la comunidad internacional para dar respuestas satisfactorias al conflicto. Primero, intereses divergentes alejan una solución de compromiso que satisfaga a las partes interesadas. Segundo, los actores internacionales, al no vivir el conflicto en primera persona, parecen olvidar la parte más importante del juego: las personas. En estos momentos, además de los 93.000 muertos, el número de refugiados aumenta en 7.000 personas cada día. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) estima que a finales de 2013 habrá 3,5 millones de refugiados sirios.
Para más información:
Ignacio Álvarez-Ossorio, «La vecindad conflictiva de Turquía y Siria». Política Exterior 151, enero-febrero 2013.
Salam Kawakibi, «Siria: una crisis sin fin ni respuesta internacional». Política Exterior 147, mayo-junio 2012.
European Council on Foreign Relations, «Syria crisis: Views from the region». Especial, 2013.
Andrew J. Tabler, «Syria’s Collapse. And How Washington Can Stop It». Foreign Affairs, julio-agosto 2013.