Esta semana en el Informe Semanal de Política Exterior: negociaciones de paz.
Con la reanudación de las negociaciones de paz con la guerrilla de las FARC en La Habana, el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, subraya su intención de no ceder a la intensa presión en contra de los sectores más conservadores liderados por el expresidente Álvaro Uribe.
Pero para curarse en salud, el jefe de la comitiva oficial, Humberto de la Calle, advirtió que su gobierno no firmará “una paz a cualquier precio” y que el proceso no se puede prolongar indefinidamente. En otras palabras: la paciencia de la sociedad colombiana se está agotando y los líderes guerrilleros se equivocarían si piensan que el tiempo corre a su favor.
Las negociaciones, iniciadas el 19 de noviembre de 2012, siguen estancadas en el primer punto de una agenda de cinco: el problema agrario, la bandera de enganche de una organización armada que antes de hacerse castrista en los años sesenta fue un movimiento que luchaba por una reforma agraria.
La estructura de la propiedad agraria ha cambiado poco desde entonces: el 1,15% de los propietarios tiene el 52% de las tierras cultivables. Incoder, el organismo oficial para la reforma agraria, está paralizado por los miles de casos de disputas por tierras sin resolver.
La atmósfera política en Bogotá se ha enrarecido desde que la reciente marcha de la paz en varias ciudades colombianas enconara el enfrentamiento entre quienes fueron aliados y hoy son enemigos. Para obtener respaldo popular al proceso de paz, el gobierno aceptó que las FARC y su brazo político, Marcha Patriótica, participaran en la convocatoria. Uribe denunció que la marcha pretendía legitimar a las FARC y favorecer la reelección de Santos.
Ese escenario envenenado podría bloquear el acuerdo en el punto agrario. Tradicionalmente, las FARC habían exigido la confiscación de los latifundios y la repartición de sus tierras entre los campesinos. Los gobiernos colombianos, por su parte, se mostraban inflexibles en no limitar la extensión de las haciendas para aumentar su productividad. Pero al llegar a Cuba, los jefes guerrilleros limitaron sus reclamaciones a los latifundios improductivos, una demanda que comparte la nueva ley de desarrollo rural propuesta por el gobierno de Santos.
Los acuerdos de paz de Guatemala y El Salvador en los años noventa resolvieron el problema de un modo muy imaginativo que podría también funcionar en Colombia: estipulando que la tierra debe cumplir una función social.
En Guatemala, Fontierras, la agencia creada tras los acuerdos de paz, concedió a los campesinos títulos de propiedad y créditos blandos para que pudieran comprar terrenos. Entre 1998 y 2010 se transfirieron en ese país 94.251 hectáreas, lo que ha desactivado la violencia en el campo.
En El Salvador, un programa similar ha combinado la acción del gobierno con las fuerzas del mercado. En los primeros seis años tras los acuerdos de paz, de 1992, se transfirieron a 36.000 beneficiarios el 10% de las tierras cultivables del país, lo que también ha disminuido la conflictividad en las zonas rurales. Colombia debería ser capaz de alcanzar un pacto semejante.
Para más información:
Michael Shifter y Cameron Combs, «Colombia: la paradoja de pactar». Política Exterior 150, noviembre-diciembre 2012.
Guillermo Pérez Flórez, «Paz en Colombia, entre Oslo y La Habana». Política Exterior, octubre 2012.
Cameron Combs & Tim Heine, «Debating the Prospects for Peace in Colombia». Inter-American Dialogue, marzo 2013.
Oliver Kaplan y Mike Albertus, «Colombia’s Rebels and Land Reform». International Herald Tribune, octubre 2012.
[…] 3. Colombia, la tierra y el precio de la paz […]