Por Pablo Colomer.
La política actual se caracteriza por el vértigo y la inmediatez. Bajo un ritmo tan exigente, el líder político sufre un desgaste continuo y, como fruta pelada al aire libre, parece condenado a una oxidación casi inmediata. No fue el caso de Charles-Maurice de Talleyrand (1754-1838), a quien podemos considerar uno de los grandes expertos en la insoportable levedad del servidor público. A pesar de vivir en los tumultuosos tiempos de finales del XVIII y principios del XIX, Talleyrand hizo de su capacidad de supervivencia una obra maestra de la historia política. Su caso bien merece unas líneas.
“Cuando es urgente, ya es demasiado tarde”, decía el político francés, que ejerció cargos de importancia durante 20 largos años. Diputado de los Estados Generales en el Antiguo Régimen; presidente de la Asamblea Nacional y embajador durante la Revolución francesa; ministro de Asuntos Exteriores durante el Directorio, el Consulado y el Primer Imperio; de nuevo embajador y ministro de Asuntos Exteriores, además de presidente del consejo de ministros durante la Restauración… El conocido como el «diablo cojo» asistió al ascenso y caída de Luis XVI, Napoleón I, Carlos X y Luis Felipe I. Un caso difícilmente superable y a la altura de los grandes clásicos (véase el caso de Alcibíades).
Los actuales líderes de la Unión Europea (presidentes, primeros ministros y cancilleres) quizá se acuerden en estos días tumultuosos de uno de sus más ilustres antecesores, descrito por unos como un cínico y un traidor; por otros, como un pragmático y un visionario; en todo caso, su perdurabilidad sigue siendo motivo de asombro.
Los problemas que acosan a la canciller alemana, Angela Merkel, poco tienen que ver con los de Talleyrand. A la pérdida de las elecciones en el land de Baden-Württemberg se suman las turbulencias que atraviesa su coalición de gobierno con el Partido Demócrata Liberal, que cambia de líder tras el abandono de Guido Westerwelle, quien, eso sí, mantiene la cartera de Exteriores. No tuvo esa suerte Karl Theodor zu Guttemberg, exministro de Defensa y miembro más valorado del gabinete alemán, que se vio obligado a dimitir tras ser acusado de plagiar su tesis doctoral.
El presidente francés, Nicolas Sarkozy, también se ha visto forzado recientemente a remodelar su gabinete ministerial. Michèle Alliot-Marie tuvo que dejar la cartera de Exteriores por sus relaciones demasiado estrechas con el derrocado dictador tunecino Zine el Abidine ben Ali. El regreso del resucitado Alain Juppé, condenado en 2004 por malversación de fondos públicos a 18 meses de cárcel (sin cumplimiento de pena) y a un año de inhabilitación, sí que tiene un aroma al viejo Talleyrand.
El caso de David Cameron, primer ministro británico, es diferente al de Sarkozy y Merkel, ya sea porque aún no lleva un año en el cargo. Sin embargo, el desgaste al que se ve sometido a raíz de la puesta en marcha de un severo plan de ajuste económico es importante. Como Merkel, el hecho de gobernar en coalición con los liberales está resultando más difícil de lo esperado, una vez transcurrida la inicial luna de miel.
Al lado de estos problemas “estrictamente” políticos, las tribulaciones del primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, se engrandecen. La reputación del cavalieri sufre por numerosos frentes, acusado de corrupción de menores y abuso de poder, a lo que hay que sumar los cargos de apropiación indebida y fraude fiscal, lo que ha conseguido que un 49% de los italianos, según una encuesta del Corriere della Sera, crea que Berlusconi deba dimitir, un 8% más que hace un año; el 45%, de todos modos, sigue apoyándole. Talleyrand estaría orgulloso.
El quinteto lo completa el presidente de gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, quien acaba de anunciar que no se presentará a una segunda reelección, acosado por los problemas económicos, en especial por una tasa de paro anómala en Europa: el 20% de la población activa.
Y de fondo, el coro trágico que forman los dirigentes de Grecia, Irlanda y Portugal, cuyo primer ministro, José Sócrates, ha presentado su dimisión al no poder sacar adelante el enésimo plan de ajuste que exige una crisis de deuda soberana contra la que los líderes europeos luchan con mucho sudor y no pocas lágrimas.
¿El consuelo de sus ciudadanos? Que al menos en los casos mencionados hay alguien a quien cargar las culpas. En Bélgica no pueden. A 5 de abril de 2011, el país que Talleyrand ayudó a crear como embajador en Londres suma 296 días sin gobierno ni, por supuesto, primer ministro.
¿No será entonces la envidia?
Para más información:
Jochen Thies, “La crisis del asesoramiento político”. Política Exterior núm. 115, enero-febrero 2007.
Charlemagne, “The handicapped union”. The Economist, abril 2011.