En busca de la China moderna, de Jonathan Spence. Tusquets. Barcelona, 2011. 1.080 págs, 32,69 euros.
Por Luis Esteban G. Manrique.
Es muy probable que en los próximos 20 años China y el resto de Asia intercambien lugares con Estados Unidos y la Unión Europea como las mayores potencias económicas mundiales. Según estimaciones de Peter Petri, profesor de economía de la Universidad Brandeis de Massachusetts, en 2030 los mercados bursátiles y el comercio exterior asiáticos serán un 20% mayores que los occidentales y Asia consumirá un 40% más de energía y duplicará sus emisiones de gases de carbono.
En la década que acaba de concluir, China ha pulverizado todos los récord de desarrollo registrados desde la revolución industrial. En 1972 su economía representaba el 5% del PIB global; hoy el 14%. Es difícil exagerar la medida en que China se ha convertido en una economía indispensable para el resto del mundo. En 2010 superó a Japón como segunda economía mundial. En 2009 supuso casi el 50% del consumo global de carbón, cinc o aluminio y produjo más acero que Estados Unidos, la Unión Europea y Japón juntos. Hoy es, además, el primer emisor de gases de carbono a la atmósfera.
El mercado automovilístico chino es ya mayor que el de EE UU y es probable que en 2010 los chinos hayan comprado más teléfonos móviles que todo el resto del mundo. El gigante asiático es el principal mercado exterior para países como Brasil (absorbió el 12,5% de sus exportaciones en 2009, un 1,2% del PIB), Suráfrica (10,3%, 2% del PIB), Japón (18,9%, 2,2% del PIB) y Australia (21,8%, 3,4% del PIB).
En su periferia inmediata la importancia china es abrumadora: las exportaciones de Tailandia a su mercado supusieron en 2009 el 14% del PIB tailandés y el 10% del de Corea del Sur. Todo ello está atrayendo una creciente atención del resto del mundo hacia el hasta hace poco hermético gigante y sobre el que sólo cabían hacer conjeturas. Durante siglos, China fue una incógnita total para los occidentales. Incluso hoy parece una nación apartada de las demás por diferencias de lengua, costumbres y actitudes, lo que sume en la perplejidad a quienes pretenden entender su “verdadera naturaleza”.
Pero el mundo ya no puede permitirse esa ignorancia. Según una reciente encuesta del Pew Research Center, un 47% de los estadounidenses considera que la región más importante del mundo para su país es Asia, frente al 37% que cree que es Europa. En 1993 esa relación era del 50% para Europa y el 31% para Asia. Un 34% está muy interesado en noticias provenientes de China, frente al 17% de las de Reino Unido. Les siguen Alemania (11%), Italia (11%) y Francia (6%).
No es extraño. En cierto modo, Washington y Pekín han contraído un matrimonio de conveniencia, pero indisoluble. La crisis de 2008 hizo aún más evidente la imposibilidad de un divorcio. De hecho, EEUU está financiando su supremacía militar con dinero prestado de China, que acumula más de un billón de dólares en bonos del Tesoro norteamericanos. La guerra de Afganistán y la vigilancia de la US Navy de las rutas marítimas globales, que garantiza la seguridad del comercio exterior chino, se pagan en realidad con una tarjeta de crédito china. Por ello, el almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas de EE UU, ha declarado que el mayor peligro para la seguridad nacional de su país es el volumen de su deuda.
El lado oscuro
¿Pero hasta qué punto esa relación y las enormes inversiones en ambos sentidos pueden darse por seguras? Detrás del esplendoroso y ultramoderno skyline de Shangai, se oculta una faz inquietante. La Academia China de Ciencias Sociales estima que el número disturbios callejeros en el país aumentó de 40.000 en 2001 a más de 90.000 en 2009. Esas protestas se están haciendo mayores, violentas y diversas en términos de participantes y agravios. La apropiación indebida de tierras, la corrupción y la creciente desigualdad son los principales motivos de las movilizaciones.
Según la China Reform Foundation, entre 1996 y 2006 funcionarios públicos se apropiaron ilegalmente al año de más de 6.000 kilómetros cuadrados de terrenos, un periodo en el que unos 80 millones de campesinos o perdieron sus casas. Hoy el coeficiente de Gini chino, que mide la desigualdad social, ha llegado al 0,47, una tasa similar a la media latinoamericana, la región más desigual del mundo. La economía sumergida china mueve anualmente 1,3 billones de dólares, un 30% del PIB. Un 60% de los ingresos no declarados pertenece al 10% más rico de la población.
Las revueltas que han conmovido el mundo árabe de un extremo a otro no han tardado en hacer sentir sus reverberaciones en China. En pocos meses, el temor a que el “consenso de Pekín” -un régimen de partido único con elementos capitalistas y algunas libertades personales rudimentarias- fuera la tendencia dominante del futuro en los países emergentes, se ha demostrado infundada. Ahora parece claro que son los sistemas autocráticos los que están en el lado equivocado de la historia.
Según el proyecto Polity IV del Center fo Systemic Peace de la Universidad George Mason de EEUU, que analiza la evolución de los sistemas políticos mundiales entre 1800 y 2009, en ese último año 92 de los 162 países del mundo eran democracias, mientras solo 23 eran autocracias, frente a las 89 de 1977. Otros 47 países son hoy “anocracias”, es decir, Estados frágiles que combinan rasgos de ambos sistemas. Oriente Próximo es la única región del mundo en la que las autocracias superan en número a las democracias.
El desarrollo económico ha transformado las viejas estructuras, haciendo más frágiles a los viejos sistemas centralizados y universalizando las demandas de libertades públicas y derechos políticos, que han dejado de percibirse como “particularismos occidentales” en amplias regiones del mundo. Aunque China aparezca como un sistema monolítico y sin fisuras, nada garantiza la perpetuidad del monopolio del poder del Partido Comunista Chino (PCCh).
Dinastías
La dinastía Ping, que marcó el comienzo de la China imperial en el año 221 AC duró solo 15 años. Las dinastías Han, Tang, Song, Ming y Ping duraron mucho más, pero eventualmente también fueron barridas por los vientos de la historia. Y lo mismo sucederá con la última encarnación dinástica: la República Popular, que hasta ahora ha durado 62 años, apenas un guiño en la milenaria historia china. Pero nadie sabe cómo o cuándo el PCCh perderá el poder.
Los líderes chinos saben que deben generar un crecimiento económico anual del 7% para evitar que cunda el descontento social. Pero incluso en esas condiciones, el contrato social de la República Popular se ve desestabilizado debido a que la extensión de la propiedad genera crecientes demandas de derechos políticos para defender esa recién adquirida posición social. Cuanto más compleja es una sociedad, las instituciones que la gobiernan deben ser también más sofisticadas y legítimas.
Muchos analistas creen que China está llegando a ese punto en que el crecimiento económico deja de ser una panacea y comienza a crear una serie de problemas irresolubles sin una mayor participación de los ciudadanos en su solución. Lo único que permite orientarse en ese laberinto y vislumbrar el futuro es el estudio del pasado. El PCCh es una burocracia gigantesca cuyos líderes insisten que tienen derecho, en nombre de una verdad superior, a definir las aspiraciones de pueblo chino en prácticamente todas las esferas de la vida.
Ese discurso no es muy diferente al del Estado Ming y principios del Qing en el siglo XVII, cuando China comenzó a definir las fronteras del país, racionalizar sus instituciones burocráticas para sacar el máximo provecho de sus propios recursos y librarse de las injerencias extranjeras y adaptar sus pautas culturales para preservar ciertos valores inmutables.
Ese es el punto histórico elegido por el autor, catedrático de la Universidad de Yale y uno de los sinólogos más reconocidos del mundo, para comenzar esta magistral historia de la China moderna que condensa cuatro siglos de cambios políticos y sociales en un soberbio retrato de la epopeya china del feudalismo al maoísmo y el capitalismo, y los esfuerzos de sus gobernantes por consolidar las fronteras del mayor reino unificado de la historia.
Luis Esteban G. Manrique es jefe de redacción de Informe Semanal de Política Exterior.
Para más información:
Eugenio Bregolat, “China: 30 años de reformas económicas”. Política Exterior núm. 126, noviembre-diciembre 2008.
Xulio Ríos, “Desarrollo, unidad y democracia ‘a la China’”. Política Exterior núm. 137, septiembre-octubre 2010.
Guillermo Marín, «EE UU y China: ¿el próximo gran enfrentamiento?». Política Exterior núm. 137, septiembre-octubre 2010.