Se ha vuelto frecuente insistir en que el Covid-19 no trae consigo un mundo nuevo, sino que acelera transformaciones latentes en el de ayer. Un ejemplo claro de esta tendencia es la acción exterior de la Unión Europea. Desde la llegada de Donald Trump al poder, el runrún sobre la necesidad de desarrollar su “autonomía estratégica” –la capacidad de implementar una acción exterior al margen de la estadounidense– es constante. El auge imparable de China, unido a las tensiones en el vecindario de la Unión –de Bielorrusia al Sahel, pasando por la fricción constante con Rusia y Turquía– añaden urgencia al proyecto. Ya en 2018 Jean-Claude Juncker, entonces presidente de la Comisión Europea, anunciaba “la hora de la soberanía europea”.
En 2020 este discurso encuentra nuevos valedores. El más destacado es Emmanuel Macron. En una extensa entrevista publicada en noviembre en Le Grand Continent, el presidente francés desbrozaba los contornos de una “doctrina Macron” en la que la autonomía estratégica de la UE ocupa un lugar destacado. París siempre ha mantenido cierta independencia frente al vínculo transatlántico. Trasladándola a nivel europeo –y especialmente tras la salida de Reino Unido–, Francia ampliaría su influencia dentro y fuera de la Unión.
La propuesta choca contra límites importantes. Por un lado, las llamadas de Macron a una política internacional emancipadora conviven con la crudeza de la acción exterior gala. A principios de diciembre el presidente francés otorgaba la Legión de Honor a su homólogo egipcio, Abdelfatah al Sisi, que desde 2013 gobierna mediante la represión (Egipto mantiene encarcelados a unos 60.000 presos políticos). La colaboración entre Francia y Egipto resulta clave en la guerra civil libia, donde junto a Rusia, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos apoyan al mariscal Khalifa Haftar, a quien se oponen los gobiernos de Italia, Turquía y Qatar.
Además, no deja de ser una iniciativa en el plano intergubernamental de la Unión, incompatible con las posiciones de otros países. En la entrevista, Macron critica con aspereza la posición de la ministra de Defensa alemana, partidaria de una asociación más estrecha con EEUU. El gobierno español se ha manifestado más cercano a la postura alemana que a la francesa, tanto en lo que concierne a la relación transatlántica como a su disposición en el conflicto de Libia.
La Comisión y la geopolítica
Una propuesta complementaria parte no de los gobiernos de los Estados miembros, sino de las instituciones federales de la Unión. Su principal promotor es Josep Borrell, alto representante para la Política Exterior y de Seguridad Común en la Comisión Europea . En 2020, Borrell detalló en Política Exterior una “Doctrina Sinatra” según la cual la Unión debía “ver el mundo con sus propias lentes y actuar en defensa de sus valores e intereses”. El nombre tiene un precedente peculiar: Mijaíl Gorbachov recurrió a My Way, de Frank Sinatra, para dar a entender a los países bajo el telón de acero que podían seguir “su camino” sin sufrir intervenciones soviéticas como las de 1956 y 1968.
En un artículo reciente, también publicado en Le Grand Continent, Borrell destaca lo que considera imprescindible para la UE en un mundo post-pandemia. Además de los temas habituales –su insistencia en que la UE aprenda “a hablar el lenguaje del poder”; la defensa de ideales algo genéricos, como el multilateralismo o los valores democráticos; un “optimismo cauteloso” ante la presidencia de Joe Biden–, el artículo propone gestionar parte de la acción exterior de la Unión mediante un criterio de mayorías cualificadas, en vez del actual sistema de unanimidad que en ocasiones resulta paralizante. Valga el ejemplo de las sanciones recientes a Bielorrusia: originalmente bloqueadas por Chipre, país dependiente del sector financiero ruso y que exigía una línea más dura –y finalmente adoptada por los otros 26– frente a Turquía a cambio de su apoyo.
A la espera de un sistema de mayorías cualificadas, Borrell propone soluciones intermedias. Avanzar con consensos que reúnan a la gran mayoría de Estados miembros, de modo que quienes disientan adopten una “abstención constructiva” y permitan a la Unión seguir adelante en el desarrollo de una acción exterior coherente. Es una apuesta que resuena con la de la presidenta Ursula von der Leyen por una Comisión Europea “geopolítica”. Y tiene la ventaja –frente a propuestas como la de Macron– de no confundirse con iniciativas nacionales, si bien a un país como España le puede resultar atractiva.
El problema, una vez más, es que no todos los Estados miembros son potencias de tamaño medio con una opinión pública relativamente europeísta. Algunos son lo suficientemente influyentes como para desarrollar una acción exterior al margen de la del resto de la Unión: el caso de Francia en Libia, o de Alemania ante China. Ruth Ferrero, profesora de ciencias políticas en la Universidad Complutense, destaca las diferencias de fondo dentro del eje franco-alemán: Alemania lleva a cabo una acción exterior más discreta, consensuada y por tanto compatible con los requerimientos actuales de unanimidad; la política exterior francesa, por el contrario, es menos multilateral y más agresiva. “Ahí la posición de von der Leyen es clave”, apunta Ferrero, que además destaca las tensiones que una Comisión Europea “geopolítica” puede generar frente al Consejo Europeo (la institución que reúne a los jefes de Estado y gobierno de la Unión, presidida por el belga Charles Michel).
No es el único escollo al que se enfrente Borrell. Algunos miembros del Grupo de Visegrado ni siquiera suscriben los valores democráticos que la UE buscaría propugnar de puertas para afuera. Entre los vecinos de Rusia –en especial los países bálticos– es común la noción de que Estados Unidos y la OTAN ofrecen una seguridad que una UE autónoma jamás garantizaría. “Determinados actores sí quieren hablar en ese lenguaje del poder, pero otros no se sienten preparados para ello o no quieren ceder soberanía en este ámbito”, señala Ferrero, que considera que una política exterior europea basada en mayorías cualificadas es hoy por hoy “un sueño”.
Un caso algo menos conocido, pero también revelador, es el de Estados insulares con políticas exteriores neutrales, como Malta e Irlanda. Sus diplomáticos no esconden la incomodidad que les produce la línea de Borrell, ni sus reticencias a ceñirse a una agenda exterior más unitaria. Consideran que buscar en la acción exterior europea un sustituto a la de sus diferentes Estados miembros es una entelequia. “Europa no es ni será un actor soberano diferenciado”, señala Ben Tonra, experto en política exterior europea y catedrático en University College Dublin:
El despliegue de la fuerza militar es uno de los atributos (legales) exclusivos del Estado soberano, y la UE no es un actor político jerárquico, centrado en el poder ejecutivo. Sus instituciones están desagregadas, su política es consensuada y su poder, difuso. Son estos singulares atributos los que han permitido a la Unión reunir a 27 Estados soberanos y convertirlos en actor mundial. Son estos mismos atributos los que, a la vez, le impiden ser una “potencia” mundial decisiva en la política exterior, de seguridad y defensa. Así pues, para la Unión, hablar el lenguaje del “poder” en este contexto sería, literalmente, hablar una lengua extranjera.
Como apunta Hans Kudnani, el propio concepto de “soberanía europea” encierra una pregunta clave pero frecuentemente ofuscada: “¿quién es exactamente soberano en una Europa soberana?” Para este investigador del think tank británico Chatham House, dar con una respuesta satisfactoria implica plantear el debate desde abajo y no, como con tatos otros ámbitos de la construcción europea, como un consenso entre élites que después se traslada a la población. Así, la cuestión de la soberanía europea ha de “vincularse mucho más a los debates sobre la democracia en la UE”.
Plagado de obstáculos internos, el proyecto de autonomía estratégica para la UE está muy lejos de materializarse. La cuestión es si un contexto internacional amenazante continúa empujando a que los Estados miembros cedan competencias en política exterior. Nada hace pensar que esta presión vaya a disminuir a medio y largo plazo.
Artículo muy interesante y tema complejo.
En mi opinión, las razones del proceso de integración europea fueron tres: contener a Alemania (que en el discurso oficial de la UE se expresa como «evitar la guerra entre Estados europeos»), contener a la Unión Soviética (a iniciativa de Estados Unidos, con el Plan Marshall) y recuperarse de la pérdida de la hegemonía mundial que sufrieron las potencias europeas tras las dos guerras mundiales del siglo pasado. Esta última razón corresponde al concepto de Europa como potencia, que es lo que pienso que hay detrás de las ideas de «autonomía estratégica» y de «Comisión Europea geopolítica», esta última expresada, en mi opinión, de manera incorrecta lingüísticamente desde un punto de vista conceptual.
En relaciones internacionales «potencia» y «poder» no son lo mismo. En teoría de las relaciones internacionales se puede definir «potencia» como «la capacidad de hacer, negarse a hacer, obligar a hacer, e impedir hacer».
Pienso que potencia y nacionalismo van unidos. No se puede ejercer la potencia sin nacionalismo. La pandemia ha acelerado un movimiento que ya existía antes: la vuelta a una «política de potencia» a nivel internacional, basada en un aumento de la afirmación nacionalista. Para que la Unión Europea ejerza la potencia, debe existir un nacionalismo europeo que la sustente y que, como mínimo, prime sobre los nacionalismos estatales o subestatales (por ejemplo, el nacionalismo catalán) de los Estados miembros (idealmente, a efectos del ejercicio de la potencia, estos nacionalismos deberían desaparecer). Los Estados miembros de la UE no están dispuestos a renunciar a su nacionalismo en beneficio de un nacionalismo europeo. Un claro ejemplo de ello es Francia: coincido con el autor del artículo en que resulta curioso que Macron hable de autonomía estratégica de la UE cuando Francia tiene probablemente la política exterior más nacionalista de todos los Estados miembros: por ejemplo, ejercicio del poder blando (soft power) en las antiguas colonias africanas y del poder duro (hard power) en el Sahel, con la fuerza Barkhane, estrategia específica para el Indopacífico (2019), basada en su capacidad de proyección de su potencia mediante sus territorios de ultramar, etc.
Actualmente, no existe ese nacionalismo europeo al que me refiero, por lo que la doctrina Sinatra de la que habla Borrell es totalmente inaplicable hoy en día en la Unión Europea.