2024 es un año de alta carga electoral. Tanto que algunas votaciones pueden cambiar el mundo, la Unión Europea y hasta, quizás, España. En estas elecciones puede irrumpir la simbiosis entre la inteligencia artificial generativa y las nuevas redes sociales, que ha hecho una nada decisiva primera aparición en los comicios argentinos, y que puede dejar la interferencia de Oxford Analytica en el referéndum sobre el Brexit y en las elecciones que ganó Trump en 2016 en un juego de niños, ahora con una desinformación diseñada con celeridad casi por cualquiera a medida de cada elector.
Las elecciones presidenciales en Estados Unidos en noviembre serán las más trascendentales, pues hoy por hoy, según la mayor parte de las encuestas, las puede ganar Donald Trump, con los republicanos haciéndose también con la mayoría en el Senado además de la Cámara de Representantes. Trump va en cabeza de las primarias republicanas –solo Nikki Haley, ex embajadora ante la ONU y ex gobernadora de Carolina del Sur, tendría una mínima posibilidad de hacerle sombra– y en las presidenciales. Trump está por delante en las encuestas en cuatro de los seis Estados decisivos para lograr la mayoría en el Colegio Electoral, por encima de un voto popular que seguramente volverá a ganar Biden.
Si gana Trump, muchas cosas pueden cambiar, como un paso atrás en la lucha contra el cambio climático (lucha que se está frenando de una forma general), una retirada de EEUU de los conflictos internacionales, especialmente del apoyo a Ucrania en una guerra que, asegura el expresidente, resolvería de un plumazo, las relaciones con los europeos con mayores aranceles y otras restricciones a la importación o exportación, un mayor endurecimiento, aún, de la política de Washington hacia una China muy pendiente de las elecciones presidenciales en Taiwán el 13 de enero, por si gana el candidato independentista o el partidario de buenas relaciones con China. Una victoria de Trump ahondará aún más la polarización de la sociedad estadounidense, aún más aguda si lleva a cabo la “purga” con la que amenaza, de las instituciones federales. Además de poder perdonarse a sí mismo en todos los procesos que tiene en curso, una facultad presidencial que, afortunadamente no existe en otras democracias. En todo caso, la política exterior de la superpotencia ya sea hacia China, Rusia y Ucrania, o hacia Israel, por ejemplo, se está viendo muy marcada por la política interna y la necesidad de atraer a la franja disputada de electores.
Claro que mucho depende de si el actual presidente demócrata, Joe Biden, insiste en presentarse de nuevo, con Kamala Harris de compañera de ticket. Pese a las drásticas medidas económicas de gasto público y una política trumpista en diversos aspectos, Biden no ha logrado convencer a mucho ciudadano de que su situación personal ha mejorado. Las encuestas señalan que está perdiendo apoyo entre jóvenes y negros, su base de 2020. Están surgiendo voces influyentes en Washington para que el octogenario candidato, que no parece en buena forma, renuncie a presentarse o, al menos, escoja de compañera, de vicepresidenta –que importa mucho pues si gana tendrá 86 años al final de su segundo mandato– una personalidad de peso, que, en caso necesario, le pueda sustituir. Harris ha sido una total decepción.
El trumpismo no es un hecho aislado. Es parte del ascenso de una derecha radical, como se ha visto en Argentina con Javier Milei, en Países Bajos con la victoria de Geert Wilders, en Italia, Suecia, Finlandia, Hungría, Eslovaquia, y, depende de las elecciones de 2024, Rumanía. Polonia puede escapar a esta tendencia si Donald Tusk logra formar gobierno. A vigilar también el ascenso de la AfD (Alianza por Alemania) y de la izquierda antiinmigración de la carismática líder Sahra Wagenknecht, escisión de Die Linke, cuando no se sabe si la actual coalición “semáforo” se mantendrá o habrá que convocar también elecciones en la primera economía de la UE. Hay otras importantes citas electorales en Europa en 2024. Para empezar, en Portugal en marzo tras la dimisión, que le honra, del socialista António Costa, que disponía de mayoría absoluta en el Congreso. Fuera de la UE, pero muy importante para Europa, está Reino Unido, con unas elecciones que se podrían adelantar al otoño, sin esperar al final de la legislatura a principios de 2025. Previsiblemente las ganarán los laboristas con el moderado Keir Starmer a la cabeza, que acercaría su país a la UE, sin por ello volver a plantear un reingreso. Del otro lado del Atlántico, en Venezuela, está por ver si las elecciones presidenciales pactadas para la segunda mitad del año son realmente abiertas, es decir, si Maduro deja participar como cabeza de la oposición a María Corina Machado. También hay elecciones presidenciales, dirigidas, en Argelia, otro país que interesa a España.
2024 es año de elecciones al Parlamento Europeo, colegislador con el Consejo de Ministros en la UE, pese a que la gente ignore o desdeñe el peso que tiene, y vote más con las tripas que con la mente, más en contra del gobierno nacional de turno que a favor de propuestas sobre Europa. Lo que, junto a la ola en que estamos metidos, puede favorecer a la extrema derecha, aunque no tanto para lograr una mayoría para bloquear legislación, nombramientos (como la del presidente o presidenta de la Comisión Europea) u otras iniciativas, si bien puede contaminar a otros más de centro y polarizar los debates Es una extrema derecha que se está haciendo más del sistema, y que ya no pretende hundir a la UE, ni salirse de ella tras la mala experiencia del Brexit, sino cambiarla profundamente desde dentro, con menos integración y más recuperación de las soberanías nacionales frente a “Bruselas” y menos inmigración. Los comicios son en junio. Algunas encuestas recientes atribuyen a la extrema derecha, divida en dos grupos parlamentarios, 85 escaños (una subida respecto a los 60 actuales) de un total de 705 (algo más con los del Fidez húngaro, en el grupo mixto). Se espera que el Partido Popular Europeo (PPE) siga constituyendo el grupo más numeroso, e intente que repita la actual presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, cuyo primer mandato ha recibido elogios bastante generales.
En ese caso, salvo que hubiera un acuerdo entre el PPE, encabezado por Manfred Weber que lo propone, y la extrema derecha, los populares estarían en deuda con los Socialistas y Demócratas (sobre todo tras la anterior legislatura). Un socialista estaría llamado a presidir el Consejo Europeo. Por tradición, aunque se puede romper, tiene que ser “uno de nosotros”, es decir un primer ministro o presidente sentado en la mesa del Consejo Europeo. El tapado era el portugués Costa, pero ya no estará. Con lo que las posibilidades de que sus pares le ofrecieran el cargo, que no tiene mucho poder mas sí visibilidad, a Pedro Sánchez serían elevadas. Alternativas, haylas. Un portugués, si los socialistas siguen gobernando, o el rumano Marcel Ciolacu.
Su mandato, de dos años y medio reconducible, es decir, de hecho de cinco, empezaría en noviembre. Pedro Sánchez gusta en Bruselas y en el Consejo Europeo, aunque su posicionamiento en la guerra de Gaza podría impulsar a Berlín a frenarle. Pero Sánchez lo tendría difícil para irse, con la que hay montada en España, sin un sucesor claro que pudiera mantener la actual compleja mayoría de investidura y que requeriría una nueva ratificación del Congreso. Su propia psicología del poder y de pasar a la historia no facilitarían ese paso. No obstante, es una tesis que cada vez se baraja más tanto en el seno del PP como del PSOE.
Habría que introducir otras variables, también para el líder de la oposición Núñez Feijóo, como el propio resultado de las europeas, que quiere convertir en una especie de plebiscito sobre la amnistía, de las gallegas y las vascas (con la pugna entre PNV y Bildu como eje), también en 2024, y, de las catalanas, con fecha límite en febrero de 2025 que podrían adelantarse al próximo otoño. Para el verano, previsiblemente, la Ley de Amnistía estará vigente. Habrá que ver si, como se deduce de la última encuesta del CIS, los partidos independentistas perderían la mayoría en el Parlament lo que cambiaría la situación política en Cataluña y en el conjunto de España, o no.
En 2024 hay otra elección importante, aunque en condiciones poco democráticas, que es la del presidente de Rusia. Vladimir Putin tiene todas las de ganar, pero la participación y el voto indicará si realmente una mayoría abrumadora de ciudadanos le sigue en su guerra contra Ucrania y en su política en general. Ucrania debería también tener elecciones en 2024 –presidenciales en marzo, legislativas en octubre–. Será difícil celebrarlas en condiciones de guerra y con una parte del país ocupada, pero a Zelenski le preocupa no hacerlas. Ganarlas le significaría un nuevo impulso, dentro y fuera, con una Europa en la que cada vez ganan más los contrarios a ayudar a Kiev en esta guerra. Al final serán los votos, especialmente en Estados Unidos y en Rusia, los que determinarán el futuro de una guerra que parece cada vez más estancada.
Puede que a finales de 2024 tengamos un mundo mejor o peor como resultado de algunas elecciones. Seguramente, resultará aún más complicado.