Después del asalto al Capitolio, la primera reacción de muchos ante el cierre de las cuentas de Donald Trump por parte de Facebook y Twitter, donde sumaba más de 35 y 88 millones de seguidores, respectivamente, supuso un alivio tras años de los que el ya expresidente las utilizó para sembrar cizaña, difundir falsedades e incitar a la violencia desde la propia Casa Blanca.
Pero en días posteriores se vio con mayor claridad que el asunto afecta a derechos fundamentales en un medio –el de las redes sociales– al que la gente acude cada vez más para expresar e intercambiar opiniones y obtener información.
Facebook tiene unos 2.700 millones de usuarios, el 90% fuera de Estados Unidos, donde el 70% de los adultos visita a diario sus páginas. Si se le añade YouTube y Twitter, las plataformas digitales constituyen la nueva esfera pública.
Barack Obama usó las redes en 2008 y 2012 para financiar sus campañas. Para Trump fueron además un instrumento para gobernar porque se adaptaban más a su estilo impulsivo y le liberaban de los filtros de los medios convencionales, proveyéndole además de un arma contra sus rivales y enemigos. “Yo no estaría aquí sin los tuits”, admitió Trump a Financial Times en abril de 2017.
Su expulsión de las redes sería así una suerte de muerte civil, como el ostracismo en la antigua Grecia, doloroso pero necesario. El precio a pagar, en todo caso, por privar de tribunas al demagogo. Kevin Roose, analista de asuntos digitales de The New York Times, cree que la “desconexión” de Trump es una lección sobre dónde está el poder en la sociedad digital.
Neutralidad de la red
En julio de 2017, Mark Zuckerberg declaró ante el Congreso que Internet debía estar abierta para todos, subrayando que la defensa de la libertad de expresión estaba en el ADN de Facebook. El 7 de enero, sin embargo, la red social anunció una suspensión “indefinida” de Trump porque sus mensajes indicaban su intención de impedir una transición pacífica del poder.
El día siguiente, Twitter, que cuenta con 340 millones de usuarios y es utilizado por 186 millones de personas cada día, canceló de modo definitivo la cuenta @realDonaldTrump y luego borró o bloqueó los mensajes emitidos a través de las cuentas @POTUS y @WhiteHouse.
Días después, eliminó 70.000 cuentas de grupos extremistas o que publicitaban teorías conspirativas como las de QAnon, que suelen generar las llamadas “cascadas de desinformación” al saltar a otras cámaras de eco como Reddit o Instagram. Google y Apple, por su parte, sacaron a Parler –una red fundada en 2018 y popular entre la extrema derecha, con unos 12 millones de usuarios– de sus tiendas de aplicaciones y Amazon de sus servicios en la nube, desvaneciéndola así del ciberespacio.
Universos paralelos
En How Democracies Die (2018), Steven Levitsky observa que quienes viven en “universos paralelos” se inmunizan contra la realidad, sobre todo si las mentiras provienen de los poderes estales. El problema, admite, es que el genio que ha salido de la lámpara de las Big Tech esta vez no va a conceder deseos.
El poder que ha adquirido, cree, exige su inevitable regulación porque las palabras –y la intoxicación informativa– tienen consecuencias para la seguridad pública y la democracia. Según Signal Labs, después de la decisión de Facebook y Twitter, la desinformación online en EEUU sobre un supuesto fraude electoral cayó un 73%.
Hanna Arendt escribió que el fascismo era “la mentira organizada” porque no solo trata de ocultar la verdad, sino que busca destruirla al pretender que solo emane del poder. Timothy Snyder, por su parte, sostiene que “la posverdad es un prefascismo” porque si la verdad es subjetiva, es la fuerza la que decide qué es cierto y qué no lo es.
‘Terra incognita’
Los legisladores navegan por terra incognita. Facebook y Twitter son compañías privadas, por lo que no están sujetas a las limitaciones que en EEUU fija la primera enmienda de la Constitución, que solo vincula a entidades oficiales. Trump puede hacer declaraciones, dar conferencias de prensa, entrevistas a la radio y la televisión, publicar periódicos, libros y hasta abrir sus propias redes sociales.
El problema es que, aun así, muchos cabos quedan sueltos. ¿Quién decide, por ejemplo, qué es promover la violencia o cuándo se debe sancionar una opinión? ¿Pueden los consejeros delegados de Twitter o Facebook autoerigirse en los grandes censores en nombre de la libertad de expresión?
Mientras no se resuelvan estas preguntas, va a ser inevitable que muchos sospechen del excesivo poder de Silicon Valley para censurar las opiniones que no se ajusten a su visión de lo políticamente correcto.
John Matze, consejero delegado de Parler, ha denunciado una colusión de Amazon, Google y Apple para deshacerse de la competencia. The Economist no cree, por su parte, que los tuits que señala Twitter hayan cruzado el umbral legal que define un abuso de la libertad de expresión. La expulsión de las redes de Trump tendría así el sesgo de un linchamiento por parte de unos pocos ejecutivos no electos y que no rinden cuentas a nadie en un entorno de competencia limitada y de escasa transparencia.
Campos de batalla digitales
Las redes sociales han democratizado el acceso a la información, dado visibilidad y voz a amplios sectores sociales y reducido el antiguo papel de intermediación de los medios convencionales, convirtiéndose en un factor clave para movilizaciones políticas, como se ha visto desde Ucrania y Francia a Chile y Hong Kong.
Así como tuvieron que adaptarse a la radio y la televisión, Levitsky cree que las sociedades, los Estados y los políticos tendrán que adaptarse a las nuevas tecnologías digitales para usarlas de manera responsable e impedir un poder oligopólico incontrolado. En 2019, Google y Facebook absorbieron más de la mitad del gasto publicitario en medios digitales en EEUU.
El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, quiere que la cumbre del G20 de mayo en Roma se pronuncie contra prohibiciones como las de Facebook y Twitter, a las que ha comparado con “la Inquisición española”, mientras el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, lo hacía con el antiguo régimen comunista. De hecho, su gobierno está preparando una ley que multará a las plataformas que retiren contenidos que no sean explícitamente ilegales.
En su campaña, Joe Biden prometió limitar los “privilegios” del Big Tech. The New York Times, dijo Biden en noviembre, no puede publicar algo que sabe que es falso a menos que quiera enfrentarse a los tribunales, una norma que las tecnológicas deben cumplir. Si algo es ilegal en el mundo real, también lo debe ser en el virtual.
La privatización de la realidad
En la fase de aprendizaje, es natural un cierto laissez-faire. Pero ahora es distinto. EEUU se opone en principio al intervencionismo, pero quizá no tenga otra opción que seguir los pasos de Bruselas, que está evaluando trocear a los gigantes digitales en el mercado comunitario si no cumplen una serie de reglas.
EEUU no tiene una ley general para proteger la privacidad online. La sección 230 de la Communication Decency Act de 1996 exime de responsabilidad legal a las tecnológicas por los contenidos que ponen en ellas los usuarios: son las 26 palabras que, según estas compañías, “crearon Internet”. Sus actuales filtros y controles internos son voluntarios y de diseño propio.
El senador republicano Lindsey Graham cree que ha llegado por ello la hora de establecer unas reglas básicas que una comisión independiente debe fijar. No va a ser fácil, sin embargo. Demócratas y republicanos están de acuerdo en que debe cambiarse la sección 230, pero por distintas razones. Los conservadores quieren redes más abiertas. Los liberales, más restrictivas. Facebook emplea a 15.000 moderadores en todo el mundo, que apenas tienen unos segundos para evaluar, con ayuda de algoritmos e inteligencia artificial, la legalidad y contexto de innumerables opiniones, mensajes, imágenes y contenidos.
En Europa, la canciller alemana, Angela Merkel, ha calificado de “problemático” el cierre de las cuentas de Trump, subrayando que las empresas privadas no deben determinar las reglas de expresión, algo que solo corresponde al legislador. La vicepresidenta de la Comisión Europea, Margaret Vestager, espera que la nueva administración en Washington abra una discusión transatlántica sobre las relaciones deseables entre las sociedades democráticas y los gigantes digitales, proponiendo crear un consejo EEUU-UE que discuta cómo evitar que “se privatice la realidad”.
Marea regulatoria
El ministro de Finanzas francés, Bruno le Maire, considera inadmisible que una “oligarquía digital” usurpe la labor de los reguladores. Incluso Jack Dorsey, consejero delegado de Twitter, reconoció que aunque algunos líderes merecen perder su acceso a la redes, se trata de un “precedente peligroso” que va a llevar a una mayor supervisión estatal. Después de cerrar la cuenta de Trump, las acciones de Twitter cayeron 7%, unos 2.500 millones de dólares.
Los extremistas siempre pueden refugiarse en rincones cada vez más oscuros de la red como MeWe, CloutHub, 4chan, 8kun o los canales encriptados de Telegram y Signal, donde son más difíciles de rastrear.
En 2018, Tim Bernes-Lee, inventor de la World Wide Web, propuso un contrato que estipulase una serie de principios que vincularían a compañías, gobiernos y usuarios. The Economist sugiere, entre otras cosas, tipificar qué tipo de declaraciones pueden incitar a la violencia.
La Unión Europea ha tomado la delantera en ese terreno. La Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales que prepara Bruselas cubrirán la supervisión de contenidos y cuestiones de transparencia y desinformación, tratando a las redes sociales como empresas editoras responsables de la calidad de la información que difunden.
Sobre contenidos ilegales, las reglas acerca de la retirada de contenidos serán explícitas, con multas que podrían alcanzar entre el 6% y el 10% de los ingresos anuales de las tecnológicas. Algunos activistas son más imaginativos: sugieren una “infiltración cognitiva” por parte de comandos cibernéticos que desacrediten las teorías conspirativas. Pocas cosas, sin embargo, son tan difíciles como intentar razonar con la irracionalidad. Umberto Eco decía que, al fin y al cabo, la única prueba de que los americanos llegaron a la Luna es que los soviéticos nunca lo desmintieron.
Muy interesante el articulo. Permíteme compartirlo en mi red.
Un tema candente que merece una rápida intervención del estado para evitar monopolios de información y oligarquías digitales como se indica en el artículo.
Ojalá los países de América Latina copiaremos rápidamente las buenas iniciativas de la UE.