Parece que fue ayer cuando Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Y, sin embargo, la batalla por la nominación para derrotarle en 2020 ya se ha desatado en las filas de la oposición. El Partido Demócrata iniciará 2019 en plena guerra de posiciones entre distintos candidatos. Como hace cuatro años, la principal brecha en el partido es entre el ala centrista y una izquierda que ha aumentado su fuerza electoral desde 2015.
La novedad es que la dinámica de las primarias pasadas amenaza con invertirse. En 2016, el socialista Bernie Sanders era el candidato antiestablishment (inició su campaña con las encuestas dándole un 3% del voto frente al 60% de Hillary Clinton, a quien finalmente estuvo cerca de disputar la nominación). En 2020 arrancaría las primarias con una base electoral más amplia y compacta que la de los demócratas tradicionales, fragmentados en torno a un abanico de candidatos diferentes. Un cuadro similar al que permitió a Trump triunfar en las primarias republicanas y que Sanders –que pese a apoyar a los demócratas continúa sin estar afiliado al partido– quisiera emular, lanzando una OPA hostil al centro-izquierda. Para ello, está desarrollando una red que le permita hacer campaña con más eficacia que en 2016, cuando planteó su candidatura como un gesto de protesta. Aunque las campañas de primarias no se anunciarán hasta mediados de 2019, parece más que probable Sanders se vuelva a presentar.
Los demócratas en 2019 hacen frente a tres dificultades considerables. La primera es estadística: por lo general, los presidentes estadounidenses salen reelectos para un segundo mandato. Solo Jimmy Carter y George H. W. Bush han roto esta tendencia desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el segundo de ellos tras doce años de gobierno republicano. Por lo general, le corresponde al presidente perder las elecciones antes que a la oposición ganarlas. Trump parece contribuir apasionadamente a esta causa, generando un sinfín de escándalos que debilitan a su administración y obstaculizan su funcionamiento.
El actual presidente también ayuda a disimular una limitación de gran parte de los probables candidatos demócratas: su edad. Actualmente, los candidatos mejor posicionados son el expresidente Joe Biden (76 años) y Sanders (77). Elizabeth Warren tiene 69 años; Kamala Harris, comparativamente más joven, llegaría a la presidencia con 56. Los líderes demócratas en la Cámara de los Representantes y el Senado, Nancy Pelosi y Chuck Schumer, cuentan con 78 y 68 años, respectivamente. Aunque todos ellos parecen mantener más lucidez que Trump, la imagen que proyectan es la de un partido envejecido.
En tercer lugar, y a diferencia del Partido Republicano –relativamente cohesionado en torno a Trump y su agenda–, los demócratas siguen sin coincidir en un proyecto común. El ala izquierda del partido apuesta por un programa socialdemócrata, con la sanidad pública universal (Medicare for All) y la universidad pública gratuita como proyectos estrella. A ello añade, tras las elecciones de noviembre, un programa de estímulo económico centrado en infraestructura y energías renovables (Green New Deal). El sector tradicional del partido obstaculiza estas iniciativas, y se encontraría más cómodo con una figura carismática pero moderada, como Barack Obama en 2008, que devolviese a la Casa Blanca un halo de cordura y respetabilidad. A nivel propositivo, es el ala izquierda quien mantiene la iniciativa.
Brechas en el centro-izquierda
Los demócratas centristas parecen haber encontrado una figura de este tipo en Beto O’Rourke, el joven congresista texano que estuvo cerca de derrotar al senador Ted Cruz en las elecciones de mitad de mandato. Tras reunirse con Obama, O’Rourke –ex rockero punk convertido en demócrata moderado– parece haber escalado posiciones de cara a 2020. Una fama con la que han llegado críticas del ala más progresista del partido, que ve con malos ojos su alineamiento con la industria petrolera y su historial de votos a favor de posiciones republicanas.
Esta dinámica generó un primer choque entre ambas facciones a principios de diciembre, cuando la columnista Elizabeth Bruenig, de The Washington Post, afeó el historial conservador de O’Rourke. Una crítica que las élites demócratas interpretaron como parte de una campaña coordinada contra el texano. El desencuentro ha ahondado las brechas que ya dividieron votantes de Bernie y Hillary en 2016: los primeros consideran al establishment demócrata incapaz de romper con el status quo económico, en tanto que los segundos acusan al ala izquierda de atender exclusivamente a cuestiones de clase, ignorando las reivindicaciones de minorías étnicas y/o sexuales.
Si estas últimas acusaciones nunca estuvieron demasiado fundamentadas, cuatro años después será difícil conseguir que cuajen en un discurso coherente. Biden y O’Rourke son hombres blancos, por lo que les resultará casi imposible criticar a Sanders –que además es judío– por no ser lo suficientemente diverso. El senador por Vermont, además de ser el político más popular de EEUU, recibe índices de aprobación especialmente favorables entre afroamericanos, latinos y asiáticos. The Washington Post parece su vocero, a juzgar por la cobertura negativa que realizó de su campaña de primarias; ni siquiera Bruenig es una enemiga incondicional de O’Rourke, a quien reconoce que votó en las elecciones de noviembre.
Popularidad de Bernie Sanders según sexo, edad y grupo étnico. Fuente: The Hill.
Los partidarios de Sanders también pueden señalar que, lejos de ser reivindicaciones izquierdistas marginales, medidas como la sanidad pública gratuita gozan de un apoyo abrumador (70% de la población estadounidense, según una encuesta reciente, incluyendo a una mayoría de republicanos). Es por eso lo que incluso algunos defensores de Clinton han terminado por defenderla, a sabiendas de su popularidad entre las bases del centro-izquierda.
Pero la izquierda no las tiene todas consigo. En primer lugar, las elecciones de noviembre arrojaron un resultado ambiguo respecto a sus posibilidades de triunfar más allá de sus nichos urbanos y diversos. Las apuestas más ambiciosas de Sanders y sus seguidores no dieron frutos en las elecciones de noviembre. Al contrario, los avances demócratas se consolidaron en gran medida gracias a votantes suburbanos, de clase media y media-alta: una demográfica hostil a Trump por su histrionismo y vulgaridad, pero relativamente conservadora.
No todo fueron fracasos en aquella cita electoral. Sanders ahora cuenta con nuevas aliadas carismáticas, como las congresistas Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar y Ayanna Pressley. Pero aquí se encuentra el otro problema de la izquierda estadounidense: sus líderes más populares son bien demasiado mayores (el caso de Sanders) o tan jóvenes que aún no pueden disputar la presidencia (como Ocasio-Cortez, que a sus 29 años aún debe esperar seis hasta poder presentarse). La insurgencia dentro del Partido Demócrata necesita tiempo para consolidar cuadros medios y referentes alternativos –el propio Sanders es, para algunos progresistas, un candidato a evitar dada su avanzada edad–.
La edad también es, en última instancia, la brecha fundamental entre las dos facciones del Partido Demócrata. En 2016, los votantes jóvenes apoyaron a Sanders por márgenes abrumadores. Este apoyo deriva principalmente de las políticas que defiende el senador por Vermont, por lo que no parece probable que un candidato como O’Rourke sea capaz de redirigirlo mediante una puesta en escena más juvenil. Si el establishment demócrata se muestra incapaz de adaptarse a las demandas de sus bases, el partido llegará a 2020 dividido.