Por Pablo Colomer.
El fenómeno de mayor importancia en la década de los noventa, tras la caída de la Unión Soviética, tiene un nombre extraño, al menos en español: globalización. En pocas palabras, la globalización es un proceso en el que se halla sumida la sociedad internacional actual, donde sus principales protagonistas, los Estados, ven condicionada su capacidad de actuación interna y externa por la tendencia a una mayor integración e interdependencia entre los países y regiones del planeta.
En una primera etapa, los elementos económicos y comerciales primaron en la percepción y estudio del fenómeno. Los tiempos de la guerra fría, donde lo verdaderamente importante era lo relacionado con la política y las cuestiones de seguridad y defensa, habían quedado atrás. Una nueva realidad más líquida e inaprensible, con las finanzas globales como baluarte del nuevo y más agresivo capitalismo (uno con menos ataduras y pastos infinitos donde alimentarse), dominaba la escena.
Los atentados terroristas del 11 de septiembre cambiaron dicha percepción y marcaron el inicio de una segunda fase, devolviendo a un primer plano la política, la seguridad y lo militar. La denominada “agenda negativa”, dictada por la superpotencia, Estados Unidos, recogió a partir de entonces una prioridad máxima: la lucha contra el terrorismo internacional, representado por Al Qaeda y los Estados canallas (Afganistán, Irak…) que prestaban apoyo (claro en el primer caso, más que dudoso en el segundo) a la red de Osama Bin Laden.
La administración estadounidense, presidida por el republicano George W. Bush, no dudó en utilizar la fuerza para lidiar con el fenómeno del terrorismo y los Estados rebeldes, primero con el ataque a Afganistán (2001) y posteriormente con la invasión de Irak (2003). Una nueva doctrina se imponía en la acción exterior del gigante americano: la doctrina de la seguridad globalizada.
Las características de este nuevo enfoque quedaron recogidas en la Estrategia de Seguridad Nacional de septiembre de 2002. La acción militar preventiva que buscaba atajar las amenazas antes de que estas se concretasen; la persecución de la supremacía política, militar y económica que disuadiese a los enemigos de EE UU de actuar en su contra; el unilateralismo y el multilateralismo a la carta, supeditando las coaliciones con terceros países al interés nacional; y, por último, la elevación de los denominados valores occidentales, como la democracia o los derechos humanos, a la categoría de universales, lo que demandaba su promoción y extensión por todo el planeta.
Los problemas asociados a dicha doctrina no tardaron en aparecer. Tras los éxitos fulgurantes en el derrocamiento del régimen de los talibán en Afganistán y del régimen de Sadam Husein en Irak, la reconstrucción, pacificación e implantación de regímenes democráticos en ambos países resultó más compleja y costosa de lo esperado. Irak se sumió en el caos de la violencia sectaria y terrorista, mientras en Afganistán la situación empeoraba sin remedio alejado de los focos internacionales. La imagen internacional de EE UU se deterioró, en especial en el mundo árabe y musulmán, y su liderazgo moral fue cuestionado por parte de sus socios europeos.
De Bush a Obama
La campaña del demócrata Barack Obama durante las elecciones presidenciales de 2008 estuvo marcada por el concepto del cambio. Desde su llegada al poder, no obstante, la política exterior de la nueva administración estadounidense ha estado integrada por elementos de continuidad y ruptura con la política de su predecesor. Y es que un imperio como el americano no se metamorfosea de la noche a la mañana.
Entre los elementos de ruptura destaca la renuncia explícita al recurso de la acción militar preventiva. La Estrategia de Seguridad Nacional de mayo de 2010 ha apostado por una estrategia basada en la diplomacia y la colaboración con los organismos internacionales, al tiempo que reconoce los límites de la influencia de EE UU, alertando contra el peligro de querer extender su supremacía a todos los rincones del mundo. Entre los elementos de continuidad, la posibilidad de actuar de manera unilateral si es necesario para la defensa de los intereses nacionales. Si la guerra es inevitable, EE UU intentará buscar alianzas que respalden la acción militar, pero sin renunciar a la posibilidad de intervenir sin esos apoyos.
En la política exterior de la administración Obama ha primado un pragmatismo del que careció, en parte, la administración Bush, armada con un idealismo intervencionista (de raíz neoconservadora) plasmado en el plan para la democratización del denominado Gran Oriente Medio. En un discurso en El Cairo en 2005, Condoleezza Rice, secretaria de Estado, afirmó que después de 60 años de haber buscado la estabilidad a expensas de la democracia en Oriente Próximo, sin haber obtenido ni la una ni la otra, EE UU iba a apoyar desde ese momento las aspiraciones democráticas de sus pueblos. El método utilizado, la exportación armada de la democracia, no obtuvo sin embargo los resultados esperados.
La diferencia con Obama, en este caso, ha sido clara. En su discurso de 2009 en El Cairo, el presidente estadounidense afirmó que ningún sistema de gobierno debe ser impuesto por una nación a otra.
Diez años después de los atentados del 11 de septiembre, una ola de esperanza recorre el mundo árabe. Las actuales revoluciones en la región, de carácter espontáneo y autóctono, aún lejos de haber triunfado en su afán democratizador, han dejado claro que las tesis fundamentalistas de la red terrorista patrocinada por Al Qaeda no tienen cabida en la segunda década del siglo XXI.
En este aniversario donde se debate sobre la importancia del 11-S en el devenir histórico contemporáneo, algo vamos sacando en claro. Al Qaeda, por el momento, va perdiendo la partida.
Para más información:
Melvyn P. Leffler, “Retrospectiva del 11-S y la ‘guerra contra el terror’”. Política Exterior núm. 143, septiembre-octubre 2011.
Fernando Reinares, “Tras Bin Laden, ¿cuál será el futuro de Al Qaeda?”. Política Exterior núm. 142, julio-agosto 2011.
Salam Kawakibi, “Transiciones convulsas en Túnez y Egipto”. Afkar/Ideas núm. 30, verano 2011.
Diyana Ishak, «¿Podrá EE UU encontrar una nueva vía en Oriente Próximo después de Bush?». Afkar/Ideas núm. 19, otoño 2008.
«11 de septiembre y después». Número especial de Política Exterior, noviembre-diciembre 2001.