Se suponía que no iba a ser así. Donald Trump entró en la Casa Blanca prometiendo “ganar, ganar y ganar”. Sus 100 primeros días serían testigo de medidas revolucionarias, destinadas a “hacer América grande otra vez.” La fortaleza del Partido Republicano en el Congreso y los gobiernos estatales le ofrecían un inmenso margen de maniobra.
Ningún presidente reciente ha sido tan exitoso movilizando al país entero. El problema es que Trump lo ha hecho en su contra: antagonizando a la opinión pública, la oposición demócrata, gran parte de la burocracia federal e incluso senadores y congresistas republicanos. Ni siquiera el arranque de John F. Kennedy, con Bahía de Cochinos por medio, resultó tan desastroso. El 29 de abril se cumplen 100 días de ruido, furia y fracasos.
Los reveses en materia de inmigración han sido especialmente duros. Aunque han aumentado los arrestos de inmigrantes ilegales y descendido el número de aquellos que intentan entrar en Estados Unidos, Trump no ha sido capaz de cumplir sus principales promesas electorales. El famoso muro fronterizo, que en teoría financiaría México, quedó pospuesto el 25 de abril, cuando el presidente cedió ante el Congreso para evitar un nuevo cierre del gobierno federal. Los tribunales han tumbado el veto a la entrada de musulmanes en dos ocasiones, y también han bloqueado el intento de retirar financiación federal a las ciudades santuario que acogen a inmigrantes.
Las demás apuestas domésticas de Trump aún no han despegado, o lo han hecho para, a continuación, estrellarse de manera espectacular. En la primera categoría entra el plan de infraestructuras de un billón de dólares, aún pendiente de financiación. En la segunda, el intento de abolir la reforma sanitaria de Barack Obama. La contrarreforma de Trump y Paul Ryan ni siquiera obtuvo el apoyo en la Cámara de Representantes, controlada por un partido que lleva siete años haciendo de esta causa su principal caballo de batalla. En ambos casos, la coordinación entre la Casa Blanca y el Congreso ha brillado por su ausencia.
En política exterior, el balance es de constante inconstancia. Tras prometer menos intervenciones militares, mejores relaciones con Rusia y una línea dura frente a China, Trump ha revertido todas sus posiciones. El recrudecimiento de las operaciones estadounidenses en Irak y Yemen, y en especial la intervención militar en Siria, han puesto fin al deshielo entre Washington y Moscú. Abrumado tras diez minutos de conversación sobre la historia de Corea del Norte con su homólogo chino, Xi Jinping, el presidente Trump ha decidido cultivar el apoyo de Pekín para contener las ambiciones nucleares de Pyongyang, a cuyo gobierno Washington ha amenazado con un portaaviones que, en vez de dirigirse hacia la península coreana, tomó el rumbo contrario.
El único logro indiscutible de la derecha ha sido la nominación del conservador Neil Gorsuch a la Corte Suprema. Ocupará la vacante de Antonin Scalia, el juez reaccionario que falleció en febrero de 2016. Pero este éxito no corresponde a Trump, sino a Mitch McConnell, el líder republicano del Senado. McConnell se atrincheró a lo largo del año pasado, negándose a aceptar al candidato de Obama, y para confirmar a Gorsuch ha tenido que eliminar las leyes de filibusterismo del Senado.
La Casa Blanca también ha publicado un documento explicando los logros obtenidos hasta la fecha. La mayoría son declaraciones institucionales. De las 10 grandes iniciativas que su campaña proponía ejecutar en este periodo, Trump solo ha abordado una y fracasado en el intento. El presidente, que en el pasado destacó la importancia de este periodo inicial, se desdice una vez más en Twitter.
No matter how much I accomplish during the ridiculous standard of the first 100 days, & it has been a lot (including S.C.), media will kill!
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) April 21, 2017
En cierto sentido, este periodo ha sido testigo de la normalización de Trump. Como señala Michael Grunwald, el comportamiento esperpéntico del presidente, su gusto por las teorías conspirativas y su tendencia a mentir descaradamente se han convertido en el pan de cada día. A estas alturas casi nada sorprende. Al mismo tiempo, Trump ha abandonado su agenda nacional-populista en favor de la ortodoxia republicana: intervencionismo militar, desregulación y bajadas de impuestos para ricos y compañías como la que presidía antes de entrar en el Despacho Oval.
Normalización no es sinónimo de estabilidad. El viraje ideológico se manifiesta en las peleas internas de una Casa Blanca profundamente dividida, con el ala nacionalista –representada por Steve Bannon– enfrentada con los republicanos que la desplazan, y en especial con la hija y el yerno del presidente. La deriva también puede costar a Trump el apoyo de unas bases que lo eligieron para enfrentarse al statu quo. La extrema derecha, que en su momento lo consideró su paladín, ha comenzado a referirse despectivamente a su administración como “el tercer mandato de George W. Bush”.
Allan Lichtman, el historiador que predijo la elección de Trump, acaba de publicar un libro en el que anuncia su futura destitución. ¿Cómo de probable es el impeachment, en un Congreso controlado por la derecha? El 42% de estadounidenses que apoya la gestión de Trump es excepcionalmente bajo para un presidente recién inaugurado, pero incluye a la gran mayoría de votantes republicanos. Para que su propio partido llegue a considerarlo una amenaza, Trump tiene que convertirse en un inmenso lastre electoral.
Las elecciones legislativas se celebran en noviembre de 2018.