El 16 de enero se cumplieron 25 años la foto del abrazo entre el presidente Alfredo Cristiani y los miembros de la comandancia general del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) tras la firma de los Acuerdos de Paz de El Salvador en Chapultepec. El aniversario se celebró con la inauguración del monumento de la reconciliación y un acto institucional, en el que el discurso del presidente Salvador Sánchez Cerén –firmante entonces como miembro de comandancia general del FMLN, elegido hoy como candidato de este como partido político, símbolo y expresión de la traslación del papel a la realidad de lo entonces firmado– y los demás participantes, al igual que la celebración popular, constituyeron expresión de la reunificación de la nación salvadoreña y del carácter referencial, fundacional, que han adquirido los Acuerdos. El cuarto de siglo transcurrido desde ese momento crucial de la metamorfosis del Pulgarcito invita a preguntarse por el legado del proceso de paz que la hizo posible y sus lecciones para la construcción de la paz, o para la paz en construcción. Pues la paz está siempre en construcción, hay en ella procesos de paz, pero es en sí misma un proceso. Un proceso de erradicación de la violencia en las tres dimensiones que de ella señala Galtung: directa, estructural –entendida como ausencia de democracia y desarrollo– y cultural.
Y tal vez se desprenda de esa distinción una de las principales paradojas y al tiempo lecciones de este El Salvador en democracia y en desarrollo y sin embargo azotado por la violencia del crimen organizado. Solo la superación de la violencia estructural, la democracia y la perspectiva del desarrollo, hizo posible la superación de la violencia directa como vía de acción política; requirió la obtención de la paz negativa la construcción de la paz positiva. Pero es la violencia cultural, aquella que hace del recurso a esta algo normal en la acción colectiva, la que resulta más difícil de erradicar, la que requiere más tiempo, más educación, superación de traumas y hábitos; lo que en buena medida explica la pervivencia de la violencia, no ya como vía de acción política –al contrario, combatida por esta– sino como vía de acción colectiva con fines ilícitos. Afronta así El Salvador de hoy el reto de su superación, que es en buena medida de superación de la violencia cultural, de construcción de la paz en las mentes, los corazones y las almas. Podría decirse que ello era en parte inevitable secuela de normalidad de la violencia que llevó a la guerra y la alimentó; mas lejos de contemplarse como fracaso, procede contemplar esta como último reto de construcción de la paz, difícilmente abordable sin la superación de la violencia estructural que trajo la paz, que estos años ha consolidado para no volver.
Legado o lección conceptual de la paz; pero también operativo y paradigmático, pues la Misión de Naciones Unidas para la verificación e impulso de los Acuerdos de paz en El Salvador (Onusal) constituye la que vino a inaugurar y convertirse en referente de la segunda generación de misiones de paz –verificadoras no solo del cese al fuego y la desmovilización, sino también de las transformaciones políticas y socioeconómicas que constituyen el contenido de la paz–; y la experiencia del proceso salvadoreño se constituirá en inspiración fundamental para la formulación de Un programa de paz, que Boutros-Ghali presentara en 1992, reflejando los paradigmas y conceptos referenciales con los que desde entonces contemplamos los procesos de paz.
Legado, en lo sustantivo, de la instauración democrática. Pues si bien, como señalé en mi libro La metamorfosis del Pulgarcito. Transición política y proceso de paz en El Salvador, el proceso salvadoreño puede ser contemplado, en el plano internacional, como proceso de paz, en el plano nacional, según la perspectiva, podría verse como proceso de transición democrática, revolucionario o de paso del estado de naturaleza al contrato social. Confluyen asimismo en el qué esos procesos en el proceso, caminos en el durante, en un único punto de llegada: un régimen político sustancialmente diferente al existente antes del “golpe de los capitanes” del 15 de octubre de 1979 que da inicio al conflicto al que los Acuerdos pusieron fin. Un régimen democrático desde una perspectiva poliárquica. Pues tal es en lo sustancial el después, el hoy en que estos se han trasladado del papel a la realidad. Democracia en evolución, que se plantea el reto de la eficacia. Pues los ciudadanos no demandan solo a su sistema político que sea democrático, sino que resuelva efectivamente sus necesidades. Que democracia signifique en definitiva desarrollo y gobernabilidad. Consolidación democrática de la que la fotografía de Sánchez Cerén como presidente junto al resto de partidos y firmante de entonces se constituye en expresión y al tiempo lección del proceso de paz. Pues, como señala Morlino, puede darse esta definitivamente cuando el partido que hizo la transición desde el gobierno cede este democráticamente en unas elecciones, y los ciudadanos y los partidos experimentan la alternancia, cuenta el sistema político cuenta al menos con una alternativa de gobernabilidad. Legado y lección para futuros procesos de paz, al mostrársenos el salvadoreño no solo como uno de los procesos de paz cuyos Acuerdos la ONU ha considerado enteramente ejecutados, sino también como el único en que un antiguo movimiento insurgente que ha cambiado las balas por los votos ha llegado al poder por la fuerza de estos en aplicación de las reglas del juego político que ha contribuido a alumbrar con la negociación de la paz. Al mostrarnos la posibilidad de esa alquimia, esa metamorfosis de balas en votos, como uno de los frutos y al tiempo rasgos de la metamorfosis del Pulgarcito.
Legado en el imaginario colectivo, en el intangible que supone, frente a una historia previa de confrontación fratricida, el valor simbólico, referencial, fundacional, de la posibilidad del acuerdo entre salvadoreños: de ahí que, más allá de su contenido, los Acuerdos de Paz se conviertan en necesario referente de construcción nacional, pacto fundacional de El Salvador contemporáneo, de todos y para todos. De ahí que se hayan celebrado con el inicio de un nuevo diálogo nacional para el que se ha recurrido de nuevo a la mediación de Naciones Unidas –habiendo designado para ello como representante personal el secretario general al diplomático mexicano Benito Andión– con la ambición de conducir a una segunda generación de Acuerdos, un pacto de Estado para la construcción de El Salvador del futuro, más allá de las diferencias y los acentos políticos.
Metamorfosis del Pulgarcito de 25 años atrás en el Pulgarcito de hoy, desde la que contemplar al mirar hacia delante el camino por recorrer, el futuro y sus retos. Y sentir que si pudimos podemos. Que se hace camino al andar, y en el camino andamos. Que la paz es posible; y el futuro también, y está por escribir.