En estos momentos, Siria es la guerra que acapara el interés de la comunidad internacional –esa entelequia con déficit de atención que cuando suenan los primeros disparos suele desvanecerse–, pero nadie debería olvidarse de Ucrania, donde la violencia continúa un año más. Mueren muchos menos ucranianos desde agosto, gracias a un alto el fuego dentro de otro alto el fuego, pero las ejecuciones extrajudiciales y la tortura siguen practicándose, sobre todo en zonas controladas por los separatistas, mientras el flujo continuo de combatientes y armas desde Rusia mantienen la situación “altamente inflamable”, advierten desde la Oficina del Alto Comisionado para Derechos Humanos de Naciones Unidas. La impunidad del aparato de seguridad del gobierno de Kiev añade leña al fuego: desapariciones forzosas, detenciones arbitrarias, torturas.
No parece el perfil de un conflicto congelado, suspendido, inmóvil. Más bien el de uno latente: oculto, aparentemente inactivo. Justo lo que le interesa a Moscú.
Según la ONU, al menos 9.115 personas han muerto desde que comenzó la guerra en Ucrania en abril de 2014. Alrededor de 21.000 personas habrían resultado heridas. Ambas son estimaciones a la baja: las cifras aumentarán cuando numerosos cuerpos que descansan en las morgues de zonas controlados por grupos armados puedan ser identificados. Y unos tres millones de personas, atrapadas en la zona del conflicto, sufren los rigores de la guerra, con acceso limitado a cuidados médicos y ayuda humanitaria.
Diez meses después de los acuerdos de Minsk II –el alto el fuego entre Rusia y Ucrania que debía servir para relanzar el proceso de paz en el este del país–, un “extraño y delicado” status quo ha emergido, en palabras de Jan Techau, investigador del Carnegie. “Parece que todos los jugadores estratégicos involucrados en el conflicto: Rusia, el gobierno del presidente ucraniano Petro Poroshenko, Occidente, los oligarcas ucranianos –señala Techau–, pueden vivir con la precaria situación actual”. El único actor que podría romper este punto muerto, el “gran comodín”, añade el investigador, son los ciudadanos ucranianos.
“A menos que uno sea un cínico empedernido, es difícil no quedar admirado por la dedicación y la calidad profesional de muchas de las organizaciones civiles que proliferan tras el Maidán”, afirma Borja Lasheras en Política Exterior. En 2015, Ucrania ha avanzado a trompicones en dos grandes frentes, el de la guerra y el de las reformas. En este terreno, la meta de las fuerzas del cambio es lograr la verdadera transformación y modernización de un Estado post-soviético, con la vista puesta en Europa. Los reformistas tienen enfrente, sin embargo, a una vieja guardia preocupada solo por sus intereses, que no suelen coincidir con los del país. Poroshenko se situaría en un punto intermedio, intentando navegar entre dos aguas: Bruselas y Moscú.
Las elecciones locales del 25 de octubre supusieron un paso adelante en la democratización de Ucrania, ayudando a mejorar la legitimidad de los gobiernos locales. En general, las elecciones dieron un espaldarazo a Poroshenko y a la coalición gobernante, pero dejaron patente el poder del que aún disfrutan los oligarcas en algunas partes del país.
Escalada
¿Qué podemos esperar en 2016? ¿Más de lo mismo? ¿O un empeoramiento de la situación? Los pesimistas vienen cargados de razones. El principal actor hacia el que habría que dirigir la mirada es el presidente ruso. Como apunta Lasheras, “desgraciadamente, a Vladimir Putin no le interesa ni un conflicto congelado, sino uno latente, ni la normalización de Ucrania, no digamos su inclinación europea”. Samuel Charap, del International Institute for Strategic Studies, está de acuerdo y señala dos posibles estrategias por parte del Kremlin para forzar la mano de sus rivales. La primera, la prolongación o la intensificación moderada de la violencia: ni guerra ni paz, sino un conflicto calibrado, hervido a fuego lento, que evite la escalada. En este escenario la guerra absorbería buena parte del capital político del gobierno ucraniano, incapacitando a Kiev para afrontar las reformas políticas y económicas que el país necesita. Moscú calibraría la presión para evitar por parte de Occidente una respuesta contundente, como el aumento de las sanciones o una ayuda militar significativa a Ucrania. “En resumen, estaríamos ante una guerra de desgaste, una que Moscú ganaría eventualmente”, afirma Charap.
El segundo escenario es el más peligroso: una escalada en toda regla. El primer escenario requiere grandes dosis de sangre fría; como demuestra la anexión de Crimea, la templanza no siempre prevalece en el ánimo de los líderes rusos. Es razonable esperar en 2016, pues, una intervención enérgica por parte del Kremlin si las cosas se tuercen en exceso, como ya ocurrió en agosto de 2014 y enero de 2015. En ambas ocasiones, los ucranianos se vieron forzados a negociar, dando lugar a los acuerdos de Minsk I y Minsk II.
Se cumpliría así la maldición de los conflictos latentes: tarde o temprano, nos estallan en las manos. Por eso Siria es importante, pero no nos olvidemos de Ucrania. Atentos a 2016.